Qué manía con hacer lecturas intelectuales de ‘Peppa Pig’ y otros fenómenos de la cultura pop

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Policías frente a un cartel de Peppa Pig en Shanghái, el 25 de enero de 2019.
Policías frente a un cartel de Peppa Pig en Shanghái, el 25 de enero de 2019.MATTHEW KNIGHT (AFP via Getty Images)

Cuando salió de ver la nueva versión de Dune, de Denis Villeneuve, el columnista del Financial Times Janan Ganesh se sentó al ordenador y mandó una pieza a su periódico, como seguramente hicieron tantos y tantos colegas suyos. Empezó resumiendo el argumento, pero se detuvo abruptamente: “No, lo siento, no puedo seguir”, escribió. Después de componer cientos de comentarios parecidos sobre la película o la serie del año, Ganesh dio un golpe en la mesa y se preguntó qué diablos estaba haciendo su generación —los mileniales o cuarentones— con la cultura pop. ¿Iba a contribuir él mismo al farfulleo con otra reseña llena de claves, citas, referencias, contextos e interpretaciones? Acababa de ver Dune y le había gustado, pero eso no era motivo para escribir sobre ella como si fuese una ópera de Schoenberg o la refutación de la fenomenología de Hegel. Era una peli divertida y entretenida que no aspiraba más que a divertir y entretener: ¿por qué intelectualizarla tanto?

El artículo de Ganesh lleva un título imperativo y militante (Dejad de intelectualizar la cultura pop) y abre una espita incómoda en el debate cultural. Por un lado, nos obliga a preguntarnos si toda esa retórica con la que hablamos de la tele (como fenómeno popular por antonomasia), los cómics, el pop y el cine que no quiere ser arte ni ensayo no es más que pedantería vacua para elevar a experiencias estéticas sublimes los placeres culpables. Por otro lado, esa manía de hacer lecturas intelectuales hasta de Peppa Pig tal vez sea síntoma de un cierto analfa­betismo cultural: la erudición sobre Los Simpson puede tapar lagunas graves en cine y literatura. Se presume mucho de saberlo todo sobre dibujos animados para adultos para disimular que nunca se ha abierto un libro de Dickens.

El humor de los Monty Python se basaba en dislocar los códigos de la pedantería. Eran recurrentes sus parodias de eruditos que analizaban cualquier tontería con la seriedad y la pompa propias de un catedrático de Cambridge. Un chiste verde se trataba como si fuera un soneto de Shakespeare. ¿Nos hemos convertido en esos personajes de los Monty Python? Cada vez que alguien cita a Michel Foucault o a Walter Benjamin para anali­zar el último taquillazo de Marvel, o recurre al concepto de la banalidad del mal de Hannah Arendt para interpretar la docuserie de true crime de moda, ¿no está haciendo el mismo ridículo que John Cleese con un monóculo parodiando al crítico literario del Times?

La pregunta es tanto más pertinente cuanto la catedrática más famosa de Cambridge hoy, Mary Beard, es una señora llana y risueña que recorre los yacimientos arqueológicos en bici, con deportivas de colores y contando chistes sobre las costumbres fecales de los romanos. Quizá, cuando todo el mundo se toma en serio y se las da de erudito, a los verdaderos eruditos no les queda más remedio que ser sencillos y populares, pero inquieta mucho que haya tanto friki experto en Star Wars con ínfulas de sabio solemne y tanto sabio de letras clásicas con el aspecto del vecino del sexto cuando sale a tender al patio.

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Ha llegado el momento de ponerme fatuo yo mismo y convocar la autoridad de los filósofos. En el fondo, este debate indica que a estas alturas del siglo XXI tenemos el XX a medio digerir. Más de 70 años después de que Theodor Adorno y Max Horkheimer escribiesen Dialéctica del iluminismo, más de 80 desde que Walter Benjamin escribiera La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica y casi 100 después de que Ortega y Gasset se adelantase a los filósofos alemanes con La deshumanización del arte, seguimos dando vueltas al mismo molino. El canon, el buen gusto y el criterio siguen siendo objeto de dispu­ta: hoy como entonces, nos peleamos por acotar qué es cultura y qué no lo es. En apariencia, la frontera con muros, vigilantes y garitas que había entre la alta cultura y la cultura popular hace tiempo que se derribó, y cualquier persona culta puede mezclar en una conversación sus entusiasmos por los pasajes ensayísticos de Guerra y paz con su admiración por El madrileño, de C. Tangana, y solo un estirado elitista de la peor y más rancia estofa se atreverá a afearle la combinación. Pero esta armonía entre las cejas altas y las bajas es solo una pose. Siguiendo a Bourdieu (el último filósofo recurrente que quedaba por citar), se presume de cultura pop para estar a tono con la sociedad y la clase social a la que se pertenece. Hoy aporta más distinción (y permite ligar más) citar frases de las novelas policiacas de Mankell que una estrofa de La tierra baldía [de T. S. Eliot].

¿Debemos dejar de intelectualizar la cultura pop? De ninguna manera. Por más que esa intelectualización produzca toneladas de impostura, pedantería, ignorancia y prejuicios, el análisis serio de la cultura popular contemporánea es una conquista intelectual irrenunciable. Aguantar a frikis marisabidillos es un pequeño precio a cambio de iluminar y comprender la importancia y la influencia de unas creaciones sin las que no se entendería nada de nuestra época. Sin duda, George Lucas no quería subvertir los límites del arte con sus pelis de naves espaciales, pero su influencia ha sido tan descomunal que merece una atención idéntica a la que se dedica a Homero, que tampoco pensaba en romper los esquemas de la literatura de vanguardia cuando compiló esos versos populares que los aedos cantaban de pueblo en pueblo.

Conviene no olvidar que el romancero, las leyendas medievales e incluso las tragedias de Shakespeare fueron la cultura popular de su tiempo. Se concibieron para el disfrute irreflexivo y espontáneo de todo tipo de públicos. En muchos casos, han pasado al canon de la ceja alta por el mero transcurrir de los siglos, así como los edificios feos y anodinos se hacen admirables y dignos de estudio cuando devienen ruinas. Si los poetas gallitos y señoritingos de hace 100 años no hubieran abordado el cante jondo con la misma admiración con que escuchaban a Mozart, hoy el flamenco no sería el arte indiscutible que es y sus estrellas no saldrían en las páginas de cultura de este periódico. La misma suerte habría corrido el jazz sin los intelectuales que lo sublimaron en París en los años cincuenta, y tal vez el cine no sería arte (ni siquiera el séptimo) sin el entusiasmo plasta de la redacción de Cahiers du Cinéma. Hay que intelectualizar, porque las chorradas de hoy son los monumentos culturales de mañana.

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