¿Qué pensaban los jóvenes de 1929?

La reciente encuesta dirigida por EL PAÍS a la juventud española —¿Cómo es ser joven en 2021?—, interpelada sobre su presente y su futuro, recuerda la que hace casi un siglo realizó El Sol bajo el título: “¿Qué piensan los jóvenes?”. En su número del 25 de octubre de 1929, el gran periódico orteguiano invitó a sus lectores más jóvenes a compartir su punto de vista sobre los principales temas del momento, desde su idea de España y de la época que les tocaba vivir, hasta la política, la cultura, el amor, el trabajo o el deporte. Se recibieron 1.326 respuestas, en la mayoría de los casos con especificación de nombre, sexo, lugar de residencia y ocupación. En este último apartado, los grupos más numerosos fueron los profesionales liberales, los estudiantes y los empleados o comerciantes. El predominio de los hombres entre los remitentes fue tal, que una lectora se sintió en la obligación de expresar “lo que piensan las jóvenes” en una larga carta con la que quiso compensar la escasa participación femenina en aquella iniciativa.

La avalancha de respuestas y el enorme eco de la encuesta en medios políticos y periodísticos desbordaron por completo las expectativas de El Sol, que tuvo que ampliar el plazo de admisión y limitarse a publicar, extractados, los 35 testimonios que consideró más valiosos. Como cabía esperar de los lectores de un periódico liberal, dirigido a una clase media ilustrada y urbana, prevalece una visión progresista de la realidad nacional y de la vida en general, con frecuentes reivindicaciones del laicismo y del feminismo, a veces un tanto contradictorias (”soy partidario del feminismo. La más alta misión de ser mujer es ser madre”, afirmaba un lector). Llama la atención la libertad con la que estos jóvenes muestran sus preferencias políticas por la república frente a la vigente dictadura de Primo de Rivera y a la monarquía de Alfonso XIII. Una nota de la censura, recogida por el periódico, advirtió que no se iba a consentir que se traspasara el límite de lo tolerable, pero la debilidad de un régimen ya sentenciado y un ambiente propicio a estas expansiones juveniles permitieron culminar con éxito el experimento demoscópico de El Sol. Cuando el 11 de febrero de 1930 se publicaron las últimas respuestas al cuestionario hacía dos semanas que Primo de Rivera había dimitido de su cargo y abandonado el país. Faltaban 14 meses para que se proclamara la II República.

Nadie diría que las audaces opiniones vertidas por estos jóvenes inconformistas se expresan bajo una dictadura militar. Su común denominador son la pasión por la modernidad en sus expresiones más cotidianas —el cine, el deporte, la liberación sexual…— y una fe ciega en el futuro. Hay un sentido utópico del cambio social y político, con una abierta simpatía por el socialismo, y una filosofía de la vida hedonista y anticlerical, con algún destello panteísta. “Para mí vivir es gozar, y gozar es vivir”, proclama una estudiante madrileña de 17 años que se dice partidaria del “comunismo bien entendido”. La política les interesa poco, sobre todo en su acepción liberal y nacionalista (”las nuevas corrientes nacionalistas me parecen un retroceso en la civilización”), más allá de un republicanismo genérico, teñido de federalismo y, en algunos casos, de un ferviente europeísmo. Su exigencia de cambios profundos resulta compatible con la creencia, bastante extendida, de que España estaba progresando, como dice un lector, “a marchas forzadas”. Se observa también un marcado narcisismo generacional, como si el disfrute del mundo moderno, rebosante de nuevas formas de placer y libertad, estuviera reservado en exclusiva a los hijos del siglo XX. “No cambio nuestro tiempo por ninguno de los de la Historia”, escribe una joven lectora. “De nuestro tiempo me agrada casi todo; mejor debiera decir todo”, leemos en otra respuesta.

El nombre de muchos de los firmantes nos permite saber qué fue de ellos en los años cruciales que sucedieron a la publicación de la encuesta. Hasta donde sabemos, son mayoría aquellos que en los años treinta militaron en la izquierda y que tras la derrota de la República sufrieron cárcel, confiscación, exilio o prohibición de ejercer su profesión. Uno de estos jóvenes, el maestro socialista Jesús Chasco, fue fusilado en Marruecos poco después de la sublevación militar. Otro, el escritor Luis Hernández Alfonso, fue condenado a muerte en la inmediata posguerra, aunque finalmente se le conmutó la pena máxima por cinco años de prisión. Pero en la trayectoria política de este grupo generacional hay también notables excepciones. Maximiano García Venero, que en su respuesta a El Sol se declaraba partidario de “una sociedad regida por el marxismo”, evolucionó muy pronto hacia el fascismo y fue en su madurez un prolífico y algo heterodoxo escritor falangista. Felipe Acedo Colunga, que firma como militar y abogado y defiende la autonomía regional, el feminismo y la separación Iglesia-Estado, participó en las sublevaciones militares de 1932 y 1936 y fue gobernador civil de Barcelona bajo el franquismo. No cabe duda de que, tras la modernidad arrebatada y alegre de los años veinte, la década siguiente aceleró el proceso de radicalización política de esta generación, que acabó haciendo suyas las palabras escritas por el poeta y novelista César Arconada en 1928: “Un joven puede ser comunista, fascista, cualquier cosa menos tener viejas ideas liberales”.

Las grandes ilusiones de aquel puñado de jóvenes se vieron cruelmente desmentidas por la realidad, como muestra el caso de Jesús Chasco, fusilado siete años después de enviar su testimonio a El Sol, que empezaba con esta especie de declaración programática: “La vida es bella”. La principal diferencia entre aquella encuesta de hace un siglo y esta que ha puesto en marcha EL PAÍS es el optimismo desenfrenado de aquella generación y el pesimismo de la actual, víctima en pocos años de dos crisis gravísimas, una económica y otra sanitaria, que han marcado profundamente su corta experiencia vital. Su pesimismo no es fruto, por tanto, de una neurosis generacional que, de una u otra forma, se repite cíclicamente en el mito de la generación perdida. Comparados con sus coetáneos de 1929, les falta, además de su espíritu optimista, la fe en la eficacia salvadora de la educación y la cultura, en la que confiaban ciegamente los jóvenes lectores de El Sol. Para evitar que su frustración derive en un nihilismo estéril, sería bueno que el loable interés por saber qué piensan los jóvenes de hoy fuera acompañado de una propuesta esperanzadora y constructiva. “Más biblioteca”, les recomendaba uno de los participantes en la encuesta de El Sol a sus compañeros de generación. Más libros y menos redes sociales, podría ser el mensaje que ayudara a los hijos del siglo XXI a equiparse mejor ante la adversidad, pero también ante las oportunidades que, tarde o temprano, les brindará la vida.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

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