Las circunstancias que han rodeado la muerte del fotógrafo suizo René Robert, fallecido de frío el pasado 19 de enero, a los 84 años, en una calle de París, en la que estuvo tirado durante horas sin que nadie le ayudase, han eclipsado la obra de un creador que dedicó su vida a convertir en imágenes la esencia del flamenco. Amigos, conocidos y expertos en fotografía del cante jondo describen la personalidad y oficio de alguien cuya muerte se ha convertido en un terrible símbolo de la deshumanización hacia el otro en las grandes ciudades.
Robert, nacido en Friburgo, que será enterrado el lunes en París, tenía pareja desde hacía décadas, Sabine. Descubrió la magia de la fotografía con 14 años, gracias al padre de un amigo que revelaba sus imágenes, contó Robert en una entrevista en 2007 en la web Música Alhambra. Buscó fortuna en Francia como fotógrafo y en los sesenta comenzó a frecuentar el tablao parisiense Le Catalan. En la mencionada entrevista cuenta que primero le atrajo el baile, mientras que el cante le parecía “más confuso”.
Su amigo el periodista Michel Mompontet, que anunció su muerte, describe Le Catalan como un lugar al que acudía la diáspora española: Picasso, que tenía cerca su taller, Juan Gris… “Los viejos flamencos cuentan que se podía ver y escuchar lo mejor y lo peor. Los artistas estaban muy mal pagados, llegaban los que estaban pasando hambre y te contrataban para tres meses, te daban de comer, beber y dormir”, explica Mompontet, que conoció a Robert con 20 años, a finales de los ochenta. En aquellos espectáculos “había casi siempre un señor superelegante, con un pañuelo de lunares, sombrero, el cigarrillo en la boca, discreto, pero amigo de los artistas”, cuenta. Era Robert.
Aunque al principio le imponía, con el tiempo Mompontet descubrió la “personalidad sencilla” de quien trabajaba como fotógrafo de publicidad “para comer”, hasta que sus imágenes de flamenco empezaron a adquirir valor. Por su objetivo pasaron con los años varias generaciones de artistas: Paco de Lucía, Camarón, Chano Lobato, Fernanda de Utrera, Aurora Vargas, Tomatito, Antonio Gades, Cristina Hoyos, Sara Baras, Carmen Linares, Vicente Amigo… “Robert era de poco hablar. Un humanista, con gran sentido de la ironía y muy amable”, recuerda Mompontet.
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Un retrato con el que coincide el fotógrafo francés Jean-Louis Duzert. “Era humilde, le gustaba trabajar en la sombra”. Este antiguo fotorreportero también descubrió el flamenco y a Robert más o menos en la misma época. Desde entonces, la amistad y complicidad entre ambos fue constante. “Hablábamos al menos una vez al mes para ponernos al día de espectáculos, conciertos… Él me enviaba sus fotos y yo las mías”, recuerda, aún emocionado, por la muerte de quien veía como a un “guía, un maestro” y hasta “un padre”, aunque les separaran 13 años. Robert le consideraba, como le escribió en la dedicatoria de uno de sus libros, “un hermano de fotografía”.
Robert publicó Flamenco (1993), La Râge et la Grace (La rabia y la gracia) (2001) y Flamenco attitudes (2003). Había legado a la Biblioteca Nacional de Francia sus archivos fotográficos hace un año, y Duzert asegura que aún preparaba proyectos. “Teníamos previsto hacer un libro juntos sobre 50 años del flamenco en Francia. Por desgracia, eso ya no va a suceder”.
“Robert no solo fotografiaba cantaores y bailaoras, también intentaba plasmar esa especie de catarsis del flamenco, ese espíritu trágico, siempre en blanco y negro”, explica Eduardo Navarro Carrión, gestor cultural del Instituto Cervantes de París y organizador de la exposición que en 2019 mostró sus fotos en Nantes, en el festival de cine español de esta ciudad. Robert explicaba que cuando usaba el color para retratar el flamenco le parecía “muy turístico”. La suya era una fotografía “muy escénica, buscaba el momento creativo”, agrega Navarro. “La expresión en su apogeo”, en palabras del propio Robert.
“No quería pasar a lo digital. Le gustaba revelar sus fotos. Es curioso porque, a la vez, era muy abierto a otras artes”, afirma Mompontet. “Era un enamorado de Caravaggio, de los planos oscuros, y [el flamenco] para él era una representación trágica de los sentimientos extremos de la vida. Para alguien tan reservado como era él, eso lo fascinaba. ¿Cómo se puede expresar con tal desgarro los sentimientos más jondos, más profundos de la vida, y que sea algo visual y musical?”. Y eso que, acota Mompontet entre risas, apenas hablaba castellano. “El flamenco es una forma de sentir y él la tenía. Por eso los flamencos que eran muy amigos, Camarón, Paco de Lucía, se entendían con él, aunque no sé en qué idioma”.
Chema Blanco, consejero artístico del Festival de flamenco de Nimes y director de la Bienal de Flamenco de Sevilla, compartía cada año con él y otras personas una copa de vino y una comida durante el certamen francés. “Era muy querido, había mucha gente que lo admiraba”, recuerda de aquel “hombre bajito”. En esos encuentros hablaban “de los espectáculos que habíamos visto. Era muy agradable y tenía ese típico aire bohemio francés”. A Blanco le impresionó de él “que te miraba y escuchaba con mucha atención”.
El fotógrafo de flamenco Paco Sánchez, retratista de figuras del cante jondo desde hace 40 años, señala que el estilo de Robert es muy parecido al suyo. “Lo descubrí hace años y me quedé sorprendido porque me vi reflejado en mis principios, en los setenta, con fotos en blanco y negro muy contrastadas, con las venas en los cuellos de los cantaores a punto de estallar y los detalles de las manos de los bailaores”. Para Sánchez, es una fotografía que se caracteriza por “la sencillez, muy directa”. De su personalidad, aunque no lo conoció, apunta que “no se prodigaba mucho en los medios, era parco en las entrevistas”.
El director artístico del Museo Picasso de Málaga, José Lebrero, era el responsable del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo, de Sevilla, cuando organizó en 2009 la exposición Prohibido el cante, en la que se mostraba el papel del flamenco en la fotografía. Entre el medio centenar de autores, de los que se mostraron unas 200 imágenes, estaba Robert. Lebrero lo incluye “en la tradición que ha habido en Francia por el flamenco con el interés por lo exótico”. Su obra “forma parte de una saga a la que le atraía la oscuridad y la España negra; más la taberna y el ritual que la excelencia estética”.
Con su muerte, “se cierra un capítulo en el mundo del flamenco”, lamenta Duzert.
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