“Quiero tu consejo, ¿me pego el brinco por el río o voy a Migración? No me hizo caso”

La casa de los Martínez en El Salvador permanece en penumbra, casi vacía. Dentro, el relato desgarrador de una madre que no termina de entender lo sucedido. Fuera, un puñado de personas que se acercan constantemente a ver, a preguntar, a dar el pésame. Las vidas truncadas de Óscar y Valeria, plasmadas en una imagen que aún recorre el mundo, se han convertido en una expresión de las consecuencias de la crisis migratoria. “Esa era mi niña”, dice Rosa Ramírez, doña Rosa, madre y abuela de los migrantes que se ahogaron el pasado domingo al querer cruzar el Río Bravo. El vacío de su ausencia viene de antes: “Lo dejaron el día que se fueron y sigue hasta hoy”.

Vista del interior de la casa donde vivía Óscar y su familia en el barrio Altavista de San Salvador.


Vista del interior de la casa donde vivía Óscar y su familia en el barrio Altavista de San Salvador. El País

Óscar, de 25 años; su mujer, Tania Ávalos, de 22, y su hija, de casi dos, partieron de El Salvador el pasado 3 de abril por la mañana. Salieron de su casa con una pequeña maleta que contenía un poco de ropa y algo de dinero. Querían pedir asilo político en Estados Unidos, por lo que llevaban una carta de las autoridades salvadoreñas justificando que eran perseguidos por pandillas, con la esperanza de que fuera suficiente. Algo que no era cierto, según su madre, pero que estaba utilizando como excusa para poder huir. “Yo le dije hasta el último momento que no se fuera, pero él insistía: Mamá, todo va a ir bien”, relata la madre sentada en la sala de estar, donde aún permanecen desparramados algunos juguetes de Valeria. La entereza con la que rememora a su hijo y a su nieta, apenas con los ojos llorosos en algunos momentos, contrasta con los gritos desgarradores de los primeros días que se vieron por la televisión salvadoreña. “Decía que le quería dar un futuro mejor a su hija. Iba a trabajar, ahorrar y después volver.

Doña Rosa, de 45 pese a la forma en que se dirigen a ella, trata de permanecer en casa. No tiene fuerzas ni ganas de cruzarse con nadie. Este jueves tuvo que salir a las calles de Altavista, el barrio de San Salvador donde vive, porque le dijeron que debía firmar unos papeles en el trabajo para poder tomarse unos días libres. Al verla, los vecinos se le acercan a darle el pésame. La conmoción de la tragedia ha golpeado a esta peligrosa colonia de unos 300.000 habitantes, gran parte de ellos jóvenes que, como Óscar, piensan en migrar. “Gracias, gracias”, dice con la mirada perdida sin detenerse mucho tiempo con nadie.

“Bien portado” y “poco malcriado”. Así recuerda Rosa a su hijo, sobre quien asegura que nunca tuvo se metió en líos con las pandillas que tienen gran presencia en el lugar. El día que le contó que iba a ser padre pensó que se trataba de una broma, recuerda. “Me decía ‘vas a ser abuela’ riéndose”. Una vez nació la niña, cuenta, Óscar dejó incluso de jugar al fútbol con sus amigos para poder cuidarla. “En sus tiempos libres se dedicaba a cuidar a su bebé, era bien cariñoso”, apunta. “Siempre lo voy a recordar como un buen hijo y un buen padre”.

Desde la pantalla de su teléfono móvil, Rosa muestra orgullosa un vídeo de su nieta bailando con otra niña. “Este me lo mandó desde México”, comenta, “se había hecho una amiga”. El segundo cumpleaños de Valeria era el próximo 18 de julio. Su abuela recuerda aún que toda la familia se reunió para celebrar su primer año. “Todavía no podía hablar bien, pero me reconocía como ‘abuela’ y me tiraba besos”.

Antes de marcharse, Óscar y su mujer Tania, llevaban una vida modesta, humilde. Él trabajaba en una pizzería y ella, en un restaurante de comida china. Entre los dos ganaban unos 600 dólares al mes. No pagaban alquiler porque vivían con doña Rosa en la pequeña vivienda de Altavista. Su sueño, cuenta la madre, era poder tener su propio lugar, independizarse. “El salario de aquí es muy poquito, no les alcanzaba para comprarse una casa”, comenta Rosa.

La joven pareja comunicó a su familia que se quería ir unos seis meses atrás, cuando miles de centroamericanos comenzaron a marchar en caravana rumbo a Estados Unidos, una nueva forma de migrar que se consideraba más segura. Se habían casado recientemente y querían probar suerte. Sus padres y hermanos entendían los motivos, pero les alertaron de los peligros que implicaba recorrer la ruta por Centroamérica y México. “Comenzamos a aconsejarle de que no se fuera, por tanta tragedia que se veía en las noticias, pero ellos ya habían tomado la decisión”, dice con resignación doña Rosa. Ante la insistencia de su hijo, la madre le rogó que dejara a la niña bajo su cuidado, porque lo consideraba un viaje muy peligroso para ella. “No mamá, la niña viene con nosotros”, recuerda que le dijo.

El viaje hasta la frontera de Tapachula, en el sur México, se alargó casi un mes. Allí recibieron una visa humanitaria que les permitía residir legalmente en el país mientras tramitaban su solicitud de asilo en Estados Unidos. Pese a las facilidades del Gobierno mexicano, que ha comenzado a endurecer los controles migratorios tras las amenazas de Donald Trump, la pareja no cejó en continuar rumbo al norte. Según cuenta la familia, el cruce por el territorio mexicano no supuso ningún problema. “Hablábamos con él y siempre nos decía que estaba bien”, asegura Rosa. El plan de la pareja era encontrarse en Estados Unidos con amigos y conocidos que también habían migrado. Uno de ellos es el hermano mayor de Óscar, Carlos Martínez. “Cuando me contó que se venía, yo le dije: ‘Mira que es duro estar lejos de la familia, yo creo que me voy a volver’, pero él seguía convencido”, relata por teléfono desde Virginia.

Vecinos de la señora Rosa se acercan a darle sus condolencias.


Vecinos de la señora Rosa se acercan a darle sus condolencias. El País

La última vez que Óscar se comunicó con alguien de su familia fue con Carlos, su hermano, por mensajes de Whatsapp. El domingo por la mañana, horas después de llegar a Matamoros, en Tamaulipas, en el norte de México, a un paso de Estados Unidos, su objetivo. El puente internacional que cruza hasta Bronwsville, en Texas, estaba cerrado hasta el lunes y repleto de gente esperando una cita migratoria. Desde hace semanas, la Administración de Donald Trump acordó con el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador que los solicitantes de asilo deberían esperar respuesta en centros migratorios del lado mexicano. “Se precipitó, se desesperó porque las nuevas leyes de asilo dicen que se tienen que quedar esperando ahí”, recuerda Carlos.

“Me escribió y me preguntó: ‘Quiero tu consejo, ¿me pego el brinco por el río o voy a Migración?”, recuerda Carlos sobre el mensaje que le envió el domingo su hermano. “Le dije que no fuera a pasar por el río porque era absurdo, llevaba a la niña. Me prometió que no lo iba a hacer”. Horas después recibió una llamada de su hermana desde El Salvador. Creían que Óscar había desaparecido al intentar cruzar la frontera nadando. “Se me partió el corazón, me lo prometió y no me hizo caso”.

Doña Rosa no recibió ninguna llamada hasta el lunes. La comunicación duró apenas unos segundos. La esposa de su hijo tenía una crisis nerviosa y su voz estaba entrecortada. Acababa de presenciar el hallazgo de los cuerpos tras pasar la noche desesperada sin saber dónde estaban. Habían desaparecido frente a sus ojos unas horas antes. Desde ese día, no ha logrado comunicarse con ella. Solo ha escuchado balbuceos. “He hablado con la gente que la acompaña. Está con psicólogos porque se pone muy nerviosa cada vez que hablamos”. Rosa, que aún espera la repatriación del cuerpo de su hijo y su nieta, nunca olvidará las palabras que escuchó a través del teléfono: “Óscar se me murió, Óscar y la niña se me ahogaron”.

Los cuerpos de Óscar y Valeria Martínez, en el río Bravo.


Los cuerpos de Óscar y Valeria Martínez, en el río Bravo. REUTERS

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