Radiografía de los desembarcos en patera

Un grupo de migrantes rescatados aguarda en el muelle de Arguineguín (Gran Canaria) el pasado día 5 de agosto.
Un grupo de migrantes rescatados aguarda en el muelle de Arguineguín (Gran Canaria) el pasado día 5 de agosto.Ángel Medina / EFE

Se embarcaron rumbo a Canarias, pero el motor se averió, los víveres y el agua se agotaron. Fueron días a la deriva y, uno a uno, sus ocupantes murieron deshidratados. Los que aún tenían fuerzas lanzaban los cadáveres al océano. El único superviviente, hallado en estado de shock dentro de la embarcación, relató a las autoridades mauritanas el terrible viaje en el que vio morir a 27 compañeros. Era el tercer naufragio conocido la pasada semana. De otros nunca se tiene noticia. En lo que va de año, una persona ha muerto por cada 20 que han desembarcado en las islas, según Missing Migrants Project de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). El dato es peor que el de cualquier otra ruta mediterránea para alcanzar Europa.

La vía migratoria hacia las islas Canarias está más activa que en los últimos 12 años y el goteo de naufragios de pateras se intensifica. Hasta el 31 de julio habían llegado al archipiélago 3.269 personas, pero murieron en el intento al menos 162. Si se compara el número de personas que llega a puerto con el número de personas que muere, la vía atlántica hacia Europa supera este año en mortalidad al corredor mediterráneo hacia Grecia (donde fallece uno por cada 115 migrantes que logra desembarcar) y a la travesía del Estrecho y el mar de Alborán, donde muere o desaparece una persona por cada 94 que arriban a la costa. En estos términos —no en números absolutos— supera también a la peligrosa ruta hacia Italia y Malta, en la que muere un migrante por cada 54 que llegan sanos y salvos.

Él no sabía dónde estaban las islas Canarias, pero sí que esa barca de goma que salía de una playa de Tan Tan (Marruecos) le llevaría a España. Mohammed Kouyaté, un guineano de 20 años, se puso el chaleco salvavidas que había fabricado con la cámara de aire de un neumático y se subió a una patera donde ya había 42 personas. Salieron el pasado 4 de enero y estuvieron a punto de no contarlo. Sin gasolina y con un compás roto, Salvamento Marítimo los encontró desfallecidos cuatro días después. “El agua se terminó el primer día. Estuvimos tres sin comer ni beber. No dormimos en cuatro días porque estábamos sentados al borde de la zódiac, y te puedes caer. El miedo tampoco te deja dormir, cualquier ruido te asusta”, contó Kouyaté a EL PAÍS pocos días después de su rescate. Durante la travesía, una mujer dio a luz y perdió a su bebé. Tras desembarcar, otra de las pasajeras sufrió un aborto. Fue uno de los viajes más dramáticos de este año. “Cuando nos rescataron sentía que no funcionaba ninguna parte de mi cuerpo, no podía levantar el pie sin que me doliese”, relata.

Calcular la letalidad en la fachada atlántica tiene muchas limitaciones estadísticas y esta es una aproximación simplificada. Los miembros de Missing Migrants Project, que surge a partir de un proyecto periodístico para consolidar un registro de las muertes en las rutas migratorias de todo el mundo, calculan la tasa de mortalidad con muchos más datos de los que se disponen en el caso de Canarias. Habitualmente se tienen en cuenta los números oficiales de llegadas, rescatados, interceptados por guardacostas de países vecinos, fallecidos y testimonios de los supervivientes y con esta información es posible saber cuántas personas de todas las que lo intentan mueren en el camino. Pero la mayoría de estos datos no existen en la ruta hacia las islas por eso el cálculo se limita a la proporción entre llegadas y muertos o desaparecidos. Mientras que sí hay información de las interceptaciones de las guardias costeras libia o turca, no la hay de los guardacostas de Marruecos o de los países del África Occidental. La cantidad de “naufragios invisibles” en esta ruta, advierten en la OIM, son también fuente de imprecisión.

Más de 10 días de travesía

En la pequeña localidad gambiana de Barra aún duele el trágico accidente del pasado diciembre. Solo de este pueblo que se asoma al Atlántico desaparecieron unos 60 jóvenes cuando el cayuco en el que viajaban chocó contra una roca cerca de Nuadibú, en Mauritania. “Nos dijeron que iba a ser un paseo, pero en realidad fue un infierno”, recuerda Emil Bass, que pudo sobrevivir escalando por un acantilado. Desde el intrincado dédalo de islas de la desembocadura del Sine Saloum o del río Casamance, en el sur de Senegal, una embarcación tarda entre 10 y 15 días en llegar a Canarias. Eso si la cosa va bien. Suele ocurrir lo contrario.

Desde el centro de coordinación de Salvamento Marítimo de Gran Canaria y Tenerife se responde a las emergencias de un millón de metros cuadrados de océano. La distancia más corta, desde Tarfaya (Marruecos) a Fuerteventura, supone recorrer en línea recta 52 millas (casi 100 kilómetros), pero la travesía desde Gambia son más de 800 millas (casi 1.500 kilómetros) en barcos poco preparados y sin suficiente gasolina para enfrentar más de una semana en alta mar. “Los condicionantes de esta ruta son muy diferentes a los de otras. Son importantes las corrientes y las condiciones meteorológicas, pero sobre todo los vientos. Durante casi todo el año predominan los vientos alisios, que son del noreste y que soplan en contra de la trayectoria de sus barcos”, explica María Dolores Septién, jefa del centro de coordinación de Salvamento en Tenerife. Septién, que vivió las tragedias durante la crisis de los cayucos de 2006, aún se sorprende al ver las malas condiciones en las que llegan las embarcaciones rescatadas, sobrecargadas y con entradas de agua.

El cayuco es una embarcación muy marinera y es difícil que trabuque a menos que impacte contra algo al aproximarse a la costa, cuando los miembros no responden debido al agotamiento de tantos días en el mar. Sin embargo, la mayoría de las muertes se producen por hipotermia o deshidratación. Basta un error de cálculo con la gasolina, una avería del motor o que se acabe el agua y la comida para que el viaje se convierta en una pesadilla mortal. “Hay desgraciados que les venden carburante mezclado con agua y les condenan a una muerte segura”, asegura Brahim Almamy, que trabaja descargando pescado en el puerto de Nuakchot.

“Es muy, muy peligroso, nunca lo olvidaré”, recuerda Abdoulaye Ndiaye, quien un día zarpó de Senegal en una barca abarrotada. “Tienes que adentrarte en el mar a más de 200 kilómetros de la costa, en aguas internacionales, para evitar que te cojan. Allí solo piensas en la muerte porque cualquier cosa que ocurra nadie va a venir a ayudarte. Las noches son lo peor, estás tiritando de frío. Comes galletas para sobrevivir y todos vomitan a tu alrededor”, comenta este joven de Keur Massar, un pueblo próximo a Dakar. “Pones tu vida en manos de Dios y rezas para llegar a salvo. Es lo único que puedes hacer”, añade.

Una ruta en auge

La ruta canaria, tras un repunte considerable de llegadas, se dio por reactivada en enero. Las llegadas se han multiplicado casi por seis este año respecto a 2019. Nunca un solo motivo explica los cambios de las rutas migratorias, pero aquí ha sido fundamental el control ejercido por la policía marroquí en el norte del país. Embarcarse hacia el Estrecho o el mar de Alborán supone correr un riesgo mayor ante las redadas, traslados forzosos y encierros por parte de las autoridades del país vecino. Una ruta más complicada —y cara— fuerza a miles de migrantes a desviar su rumbo hacia el oeste o buscar puntos de embarque en lugares cada vez más lejanos en Gambia, Senegal y Mauritania.

La capacidad de rescate de estos países, financiada en parte por España, es limitada. Las ONG que responden a las llamadas de los migrantes en alta mar acumulan decenas de avisos en los que pierden la pista de quien les llamó buscando auxilio. Alarm Phone ha recibido en lo que va de año los avisos de 21 embarcaciones en apuros mientras intentaban llegar a las islas, pero solo 12 lo lograron. Dos desaparecieron sin más. La organización apunta las limitaciones de la Marina Real marroquí ante estas emergencias. “Tardan muchísimas horas en llegar hasta las embarcaciones y pocas veces las alcanzan antes del naufragio”, lamenta Paola Arenas, una de las integrantes de la organización. “Si la coordinación entre las autoridades de los distintos Estados se utilizase para salvar vidas y no para la militarización de las fronteras los números de vidas perdidas serían mucho menores”, asegura.

El primer naufragio del que se tiene constancia aconteció en 1999. Murieron nueve jóvenes de Guelmim (Marruecos). En los primeros años de la década pasada las pateras se estrellaban contra las rocas de Fuerteventura y Lanzarote y los fallecidos se contaban por decenas. Sin embargo, cuando la vigilancia marroquí en el Sáhara Occidental desvió hacia el sur los puntos de salida las muertes se hicieron invisibles, como el peor naufragio conocido en la historia de la emigración clandestina hacia Canarias, que tuvo lugar en 2007 cuando un cayuco con 160 jóvenes procedentes de Kolda (Senegal) se perdió en la inmensidad del mar sin dejar rastro.


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