Ralph Lauren: “Odio la moda”



Ves a esa chica de ahí, con su camisa blanca, su jersey de cachemir y su gran sombrero? Es sencilla y elegante, pero llama la atención porque tiene personalidad. Es muy ­Ralph Lauren. Tú [jersey azul marino básico, pantalones y zapatos masculinos] también.
—Gracias. Pero ¿no cree que hoy en día todos somos un poco Ralph Lauren?
—Sí. Y es un logro bastante importante, ¿no te parece?

“Odio la moda. Nunca he seguido las tendencias. He sobrevivido 52 años siendo fiel a mí mismo y no me ha ido mal”

El hombre que lanza la pregunta retórica es el propio Ralph Lauren. Lleva unos vaqueros clásicos, deportivas de trekking y una cazadora de cuero que recuerda a las de los pilotos de carreras de los ochenta. Habla despacio y susurrado. Y cuando sonríe —lo hace continuamente—, sus ojos se achican hasta casi desaparecer. Estamos en el hall de un histórico hotel de París y el diseñador de 80 años no oculta su alegría. Un día antes de este reciente encuentro, el presidente Emmanuel Macron le imponía la Orden de Oficial de la Legión de Honor francesa. Con esta distinción —la más importante que concede la República— se reconoce la trascendencia de uno de los pocos creadores vivos que pueden presumir de haber contribuido a convertir la moda en una industria global. Y eso que asegura no creer “demasiado” en ella. “En realidad odio la moda. Nunca he seguido las tendencias, sino mi propia voz. Apuesto por prendas que tienen una narrativa, calidad y longevidad. He sobrevivido 52 años haciendo lo que hago, no me ha ido mal y parece que hoy en día se entiende mucho mejor que hace décadas”, sentencia.

Ralph y Ricky Lauren, con sus hijos David y Andrew, en Montauk en 1977. Les Colberg

En muchos sentidos, Ralph Lauren es una suerte de Frank Sinatra de la moda: un clásico que ha hecho siempre las cosas a su manera. Un conservador, pero también un pionero al que no le importa ir a contracorriente cuando las circunstancias lo requieren. Porque Lauren es mucho más que un polo, esa prenda que elevó a la categoría de uniforme imperturbable para el pijo normativo: un símbolo de estatus inofensivo y accesible sobre el que edificó un imperio que desde 1997 cotiza en la Bolsa de Nueva York y que hoy factura 5.540 millones de euros anuales, mientras lidia con una pérdida de relevancia entre los compradores más jóvenes, las redes sociales y el competitivo mercado del comercio electrónico, según apuntan los analistas de la publicación especializada Business of Fashion.

Colección de hogar del diseñador. 6. El creador y su mujer, Ricky, con la que lleva casado 56 años, en su casa de East Hampton en 1977. Dirck Halstead Getty Images

El neoyorquino fue uno de los primeros diseñadores estadounidenses en abrir una tienda en Europa (en París, en 1981); en convertir una marca de ropa en una firma de lifestyle (o estilo de vida) con sus divisiones de decoración, perfumes y restauración, y en utilizar un modelo negro en sus campañas (Tyson Beckford, en 1993). Pero sobre todo es el hombre que mejor ha representado y vestido el sueño americano. Porque él mismo es producto de este ideal. Y su historia, digna de un guion de Martin Scorsese: el diseñador que inventó, enalteció y convirtió el imaginario de los WASP (blancos, anglosajones y protestantes) en un arquetipo global es un judío, hijo de inmigrantes, criado en el Bronx y nacido Ralph Lifschitz. No fue él quien decidió cambiar su apellido, sino su hermano Max, que, según cuenta en el documental de HBO El hombre detrás de la marca, no podía soportar más bromas: schitz se pronuncia casi como shit (mierda en inglés). Ralph nunca ha escondido ni renegado de sus orígenes, pero de la misma manera que inventó el estilo americano (o lo que hoy se entiende por él) se construyó a sí mismo.
Su acierto consistió en tomar algunos de los iconos más populares de la cultura estadounidense —de los cowboys a la comunidad india, pasando por los campus universitarios de la Ivy League— y reinterpretarlos en clave elevada, pero manteniendo siempre una aproximación comercial, de fácil digestión. “No entiendo el diseño por el diseño. Los creadores debemos tener una visión que refleje lo que la gente quiere”, asegura. En su opinión, ese es el principal mal que aqueja a la moda actual. “Muchos se dejan influir por las corrientes pasajeras, las revistas les apoyan y creen que deben continuar por ese camino en vez de mantenerse fieles a sí mismos. Y entiendo que es duro porque hay momentos en los que resulta fácil perder la confianza, pero conozco a muchos grandes diseñadores que han desaparecido porque hacían prendas bonitas pero que, al final, no eran relevantes para el consumidor. Por eso yo no hago ropa para los críticos de moda, sino para la gente real”. Una audiencia que, como demuestran sus más de 13.000 puntos de venta, está compuesta por millones de personas. Compradores a los que Lauren ha conseguido fidelizar con su versión utópica de Estados Unidos.

El diseñador neoyorquino es un amante de los coches. Aquí posa en 1998 con su Bugatti Type 57SC Gangloff Drop de 1937.

En los noventa, no había mujer en España que no atesorase en su armario un cinturón ancho de hebilla inspirado en los modelos de cowboy que popularizó el neoyorquino. Y en los dos mil, hordas de jóvenes —y no tanto— lucían como un trofeo sus jerséis ilustrados con una enorme bandera de EE UU. Antes de que la rojigualda se reinventase como reclamo textil en nuestro país triunfaron las barras y estrellas. Y si eso no es una prueba del poder de Ralph Lauren, que baje su amigo Karl Lagerfeld y lo vea. “Cuando llegué a Estados Unidos quería uno de sus polos porque, como inmigrante, para mí era la representación del país, y ¿quién no quiere entrar en ese club?”, confiesa el diseñador de ­origen taiwanés Jason Wu en El hombre detrás de la marca. Como en tantos otros aspectos, Lauren fue, junto a Giorgio Armani, uno de los primeros en entender que para perdurar no bastaba con vender ropa; había que ofrecer un ideal al que poder aspirar. Y en su caso, este apelaba por igual a los acaudalados veraneantes de los Hamptons y a los habitantes del gueto. Para los raperos de los noventa y los dos mil —­como los Wu-Tang Clan o Kanye West—, utilizar sus prendas era una forma de desafiar el poder que en principio representaban: el de la clase dominante blanca.
“Me gusta que mis polos y mi ropa sean considerados pijos. No me basta con hacer una camisa o un jersey, tiene que haber cierto romance detrás de ellos. Quiero que cualquiera se sienta especial y seguro cuando lleva mis creaciones. Y cuando digo cualquiera me refiero a cualquiera”. Si durante medio siglo su estrategia creativa se ha basado en huir del riesgo e intentar complacer al mayor número de personas posible, sus decisiones empresariales siempre se han caracterizado por todo lo contrario. Aunque el origen de su imperio —una corbata— no permitiese presagiarlo. “Las vendía y decidí comenzar a diseñarlas porque vi que había muchas cosas que podía hacer mejor”, explica mientras otea el hall del hotel. No tenía ninguna formación en diseño, no sabía coser ni bocetar, pero tenía “ojo”. Y audacia. En aquel momento se llevaban estrechas, pero Lauren apostó por un modelo ancho inspirado en el que triunfaba en el Hollywood de los años treinta, una época cuya estética influiría poderosamente en su universo: desde sus míticas americanas blancas de doble abotonadura hasta la escenografía de su último desfile, inspirada en la película Sombrero de copa (1935).

“Lo que aporté a la industria fue una forma más natural de hacer lo que quieres y divertirte”

Los grandes almacenes Bloomingdale’s se interesaron por aquella primera colección, pero le pidieron que redujera el grosor de las corbatas y retirase la etiqueta con su nombre. Ante el asombro de todos, incluida su familia, Lauren se negó. Fue la metáfora perfecta del resto de su carrera. “Si no hubiese tenido el coraje de atreverme a hacer aquello en lo que creía, de arriesgarme, todavía seguiría trabajando de vendedor”.
Finalmente Bloomingdale’s capituló y compró sus diseños tal y como el neoyorquino los había concebido. Y fueron un éxito. Aunque el nudo de sus corbatas anchas no encajaba en los cuellos pensados para los modelos más finos. “Así que empecé a hacer camisas que funcionaban con ellas; y después, americanas que sentaban bien con esas camisas; y después, el outfit entero”.
Hasta que Lauren creó su marca en 1967, la práctica totalidad de los diseñadores trabajaban para el mercado femenino; y los hombres, con suerte, podían recurrir a los sastres. Él fue uno de los primeros diseñadores para hombre en un sentido contemporáneo y sentó las bases de la moda masculina y su industria. Lo hizo apostando por su propio estilo, que aunaba los trajes de caza británicos con la cultura popular americana: blazers de tweed con vaqueros y botas de cowboy. Después incluiría sudaderas y deportivas, adelantándose tres décadas a ese híbrido entre sastrería y sportwear que hoy triunfa en las pasarelas y es considerado la última revolución del armario masculino. Pero como en tantas otras cuestiones estilísticas, Lauren y Armani lo hicieron primero. Y en muchos casos, mejor.

De izquierda a derecha, Robert de Niro, Oprah Winfrey, el diseñador y Hillary Clinton, en Nueva York, durante la cena de celebración del 50º aniversario de su marca, en septiembre de 2018

“Entonces la ropa resultaba más formal, más especial. Y yo era perfectamente consciente de que estaba a punto de decir algo que nunca había sido escuchado, al menos en Europa, y que tenía que ver con un mundo mucho más deportivo y menos fashion, que es del que provengo y en el que mejor me expreso. Lo que yo traje fue una forma mucho más natural de hacer lo que quieres y divertirte”. Sin despeinarte. Porque en el mundo de Ralph Lauren nada malo puede pasar.
Aunque al principio de su carrera, el diseñador —­que hoy posee una fortuna valorada en 6.180 millones de euros, según Forbes— estuvo a punto de arruinarse asfixiado por las deudas. “Simplemente tienes que seguir adelante y tratar de no caer en el mismo error. Generalmente yo trato de no cometerlos”, bromea sin querer entrar en más profundidades. Lauren consiguió salir de la bancarrota gracias a un préstamo de Bloomingdale’s. Una vez recuperado, decidió abrir una enorme tienda propia a solo unas manzanas de los grandes almacenes. Todo el mundo pensó que la mansión de Gertrude Rhinelander Waldo —un edificio de estilo afrancesado que aún hoy alberga su boutique más emblemática— acabaría con las ventas de Bloomingdale’s. Pero, tras su inauguración, estas se duplicaron y, una vez más, Lauren señaló el camino a seguir para el resto de diseñadores estadounidenses.

Un momento del desfile con el que Ralph Lauren celebró en Nueva York el 50º aniversario de su marca en septiembre de 2018

En Rhinelander pudo desplegar todo su universo y su filosofía. “Los objetos están bien, pero la experiencia lo hace todo más interesante. Quieres enseñar tu ropa, sí, pero también aquello que defiendes”. En su caso, una idílica vida familiar, que empezó a representar a partir de 1971, cuando se lanzó al mercado femenino tomando como musa a Ricky, la vecina del Bronx con la que lleva casado desde los 24 años. Si Saint Laurent le entregó a la mujer el esmoquin masculino, Lauren lo sacó de las fiestas de la Rive Gauche parisiense para llevarlo a las salas de juntas de Wall Street. Sus diseños enamorarían a mujeres tan opuestas estéticamente como Audrey ­Hepburn o Melania Trump.
Después llegarían las divisiones de niños, mascotas, casa. Y las distintas líneas que, junto con las marcas Club Monaco y Chaps, componen el imperio del diseñador neoyorquino, cuyo valor de mercado asciende a 7.992 millones de euros. A saber: Ralph Lauren, Polo Ralph Lauren, Polo & RLX Golf, Denim & Supply, RRL y Ralph Lauren Purple Label. Todas plasmadas en las icónicas campañas publicitarias que durante décadas firmó el fotógrafo Bruce Weber. En ellas, las madres secaban a su prole con amor y toallas de alto gramaje tras darse un chapuzón en el muelle donde papá amarra el yate. “Antes, en la industria de la moda, la gente no hablaba de sus hijos, solía ser algo muy lejano. Pero a mí siempre me han gustado las familias y el mundo real. Porque, al final, todos queremos estar guapos, ir al gimnasio y tener una buena vida, y parte de eso consiste en querer y cuidar a tu familia, que es una de las pocas cosas que merecen la pena en este mundo”. Pero el mundo, las familias y sus aspiraciones han cambiado mucho en este último medio siglo. Y cabe preguntarse si una compañía que se aferra con tanta fuerza a sus códigos puede adaptarse a los nuevos tiempos y mantener su relevancia en una sociedad como la occidental donde la imagen de un matrimonio heterosexual blanco junto a su prolija descendencia resulta más reduccionista que nunca.

“Me gusta que mis polos y mi ropa sean considerados pijos. Quiero que cualquiera se sienta especial cuando los lleve”

“Siempre va a haber cambios y no te puedes dormir en los laureles: debes saber cómo se siente la gente y por qué, y proyectar tu trabajo en ello. La diversidad es más importante que nunca. No podemos dejar a nadie fuera y queremos respetar a todo el mundo”, explica. Parece que no se trata solo de una respuesta estándar, articulada por algún jefe de comunicación. En el desfile de su 50º aniversario, celebrado en septiembre de 2018 en Nueva York, Lauren escogió un casting de modelos multirracial que abarcaba un rango de edad tan amplio como al que se dirige su propia ropa.
Que el diseñador es un hombre de negocios capaz de replantear su propio proyecto lo demuestra el hecho de que cediese su puesto de consejero delegado hace cinco años en favor de Stefan Larsson. El movimiento, que le dejaba a cargo de la parte creativa de la compañía, buscaba reactivar una empresa que arrastra problemas derivados de su política de descuentos y su estrategia de comercio electrónico. Pero menos de dos años después de su nombramiento, Larsson abandonaba la compañía por su falta de entendimiento con el creador, según The New York Times. Lauren se vio obligado aplicar fuertes recortes que se materializaron en el cierre de 50 tiendas, varias líneas de producción y más de mil despidos. Finalmente Patrice Louvet tomaba las riendas en 2017 y abría una época de moderado crecimiento.
—¿Cuáles son sus planes empresariales para el futuro?
—Dejarlo.
El tiempo se detiene unos segundos en el hotel, hasta que Lauren suelta una carcajada que vuelve a poner a todo el mundo en movimiento. “No, es broma. Quiero seguir mejorando. Ahora es un poco más duro de lo que solía ser, no puedes dar nada por seguro, pero está bien que sea así. Y es verdad que tengo que empezar a pensar en mi sucesión porque mi compañía cotiza en Bolsa. Hay un montón de gente maravillosa en mi equipo”. Incluido David, el único de sus tres hijos que está plenamente involucrado en la empresa. “Tiene mucho talento. No hace lo que yo hago, pero es muy importante para la marca”, argumenta. No parece muy interesado en ahondar en su jubilación. Algo ha captado su interés repentinamente.
—¿Me dejas probarme tus gafas? Son muy bonitas, ¿son mías?
—No, son de otra marca.
—[Con ellas puestas] Pues son igual que las mías. Son muy Ralph Lauren. 


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