Reed Brody, 'El Cazadictadores'

Cuando Reed Brody tenía 12 años, su hermano pequeño, Clifford, y él escribieron la Constitución de la República Libre de Brodania. Habían discutido con su padre, Ervin Brody, un húngaro que salió de su país tras la II Guerra Mundial con un lomo de persecuciones consigo por su condición de judío y un don magistral para las lenguas. La trifulca de aquel día en casa de los Brody en Manhattan no escondía nada más allá de una desavenencia liviana de caracteres. Algo anecdótico de lo que Reed Brody ni se acuerda. Pero fundamental, porque le llevó por el camino donde sigue ahora tras años de activismo dentro del campo de los derechos humanos. “En aquel papel, Cliff y yo establecimos que la República Libre de Brodania no se relacionaría con reyes ni dictadores, sino con Estados de igual a igual, sobre las bases de la democracia”. De aquella erupción que despidió la lava incipiente de su talento apenas guardaba memoria hasta que este pasado verano hurgó en los recuerdos de familia dentro de unas cajas. Allí se conservaba aquella carta magna surgida del ímpetu de principios adolescentes. Los más sólidos, puros e inquebrantables que muchos tienen en toda su vida. Entonces entendió por qué hoy está donde está.

Reed se balancea hoy, a sus 67 años, dentro de un aceptable escepticismo que conserva el pelo largo de su pasado hippy. Pero no se engaña: según él, su trayectoria conforma una sucesión de fracasos. “La gran mayoría”, dice. “Pero con algunas excepciones que han valido la pena”. Tanto como para ayudar a cambiar el rumbo de la justicia internacional. De esas excepciones, este abogado y activista generalmente nómada pero con domicilio en Barcelona durante la pandemia destaca cuatro: su papel consistente en denunciar como relator las atrocidades de la Contra nicaragüense bajo el paraguas del Gobierno de Ronald Reagan, su acción como acusación popular con Human Rights Watch (HRW) contra Pinochet, la persecución y procesamiento del haitiano Jean-Claude Duvalier —aunque este murió sin ser juzgado— y la condena del dictador de Chad Hissène Habré, hoy encarcelado en Senegal. Ahora anda tras los pasos de Yahya Jammeh, el sátrapa que descuartizó Gambia entre 1994 y 2017 antes de abandonar el poder y exiliarse en Guinea Ecuatorial.

Quizá por eso conocen a Reed Brody en varias partes del mundo como El Cazadictadores.

Reed Brody, en el Chad con víctimas del dictador Hissène Habré.
Reed Brody, en el Chad con víctimas del dictador Hissène Habré.

El tiempo es una variante rígida y caprichosa en esto del derecho. Muchas veces queda a expensas de la fortuna y hay que saber aprovecharla dentro de las escasas oportunidades en que se presenta. Pero la determinación no. Sirve, en primer lugar, para fijar objetivos. En su despacho de Human Rights Watch, Brody colocó un mapa en la pared. “Invitaba a mis compañeros a señalar los países donde se encontraban los tiranos y torturadores contra los que debíamos abrir causas. Fue un ejercicio muy interesante”.

Nadie había colocado ahí Chad, pero entonces conoció a Delphine Djiraibe, la presidenta de la asociación de derechos humanos en aquel país. “Yo apenas sabía quién era Hissène Habré. Me interesaba que se hubiera refugiado en Senegal, el primer país del mundo en unirse a la Corte Penal Internacional. Tenía por entonces la idea de que debíamos promover mucho la justicia internacional en África y aquella mujer me dice que ellos han sufrido las barbaridades de alguien peor que Pinochet”. El problema era que había quedado impune y vivía en Senegal a partir del año 1990. “Desde entonces lo llamamos así: el Pinochet africano, un calificativo que habla muy mal de los dos”.

Con ese mote, la causa cala. “Fuimos al país, recabamos información de las víctimas, recopilamos sus historias. El proceso comienza en 2000 y lo arrestan. Ahí se inicia un largo serial que dura 15 años para llevarlo a juicio”, comenta Brody. Empieza el baile internacional. “Cuando Senegal se niega en un primer momento a procesarlo, elegimos Bélgica, que pide la extradición”. ¿Por qué allí? Entonces dicho país y España eran los únicos Estados que aplicaban la justicia internacional aunque el acusado no residiera en sus territorios. En ellos se podía iniciar una causa, inculpar y pedir la extradición.

Pero esa excepción jurisdiccional que se había aplicado tras el caso Pinochet, a principios de siglo, duró poco. En Bélgica, según Brody, la ley era la más generosa del mundo y empezó a crear problemas: se abrieron causas contra todo lo imaginable, incluido George Bush padre. “Entonces apareció Donald Rumsfeld, secretario de Estado de Defensa [de Estados Unidos], y advirtió a los mandatarios belgas: o cambiáis la ley, o nos llevamos la sede de la OTAN”. Se acabó. En España ocurrió tres cuartos de lo mismo. El Gobierno de Mariano Rajoy derogó esa ley en marzo de 2014. Pero en este caso no fue por presiones de Estados Unidos, sino de China, tras la causa abierta en España por genocidio en Tíbet.

Con aquella rendija abierta, el equipo de Brody aprovechó la oportunidad y encontró testigos que pudieron llevar el peso de la carga contra los crímenes de Habré en Chad. Imposible saber el número, pero durante la causa se barajaron 40.000 entre 1982 y 1990. “Es fundamental personificar los casos, no institucionalizarlos. Dimos con Souleymane Guengueng, un tipo muy carismático. Religioso, con una historia propia que contar: juró ante Dios que, si salía vivo de la cárcel, lucharía por la justicia. Y al quedar libre empieza a organizarse”.

Lo llevaron ante el ministro de Justicia. “Con todo el esfuerzo que cuesta moverlos de sitio, merece la pena en el momento en que hablan con los responsables. Nada se puede comparar. Cuando alguien te lo cuenta y tú te comprometes con él, todo empieza a funcionar”. El paso de aquella víctima causó tanto impacto que, pese a haber sido derogada la ley, los belgas incluyeron una disposición transitoria que permitía rescatar el caso de Chad por efecto de la gira política que el propio ­Guengueng hizo en Bélgica. Se produjeron más tensiones. Senegal se negó a extraditar al tirano. Pero las campañas que contra él habían hecho desde HRW en el país africano que lo acogía surtieron efecto. “Llegó al poder Macky Sall, un nuevo presidente que se sentía muy concienciado por la causa que habíamos emprendido años antes. A partir de ahí, todas las puertas se abren y en 2016 Habré fue condenado a cadena perpetua por un tribunal senegalés”.

El caso del dictador chadiano fue posible por un contexto y unas circunstancias concretas. Uno de esos paréntesis de la historia que abren luces más que esperanzadoras. Se apagan, pero convencen a mucha gente de que pueden volverse a encender. Ahora nos encontramos en medio de una oscuridad lacerante, según el abogado. “Vivimos una época de impunidad”, asegura Brody.

Reed Brody en Londres en una manifestación a favor de la detención de Pinochet en 1998.
Reed Brody en Londres en una manifestación a favor de la detención de Pinochet en 1998.

Entonces, David se coló por una rendija y doblegó a Goliat. La injusticia es la dinámica en cadena de los poderosos, cree firmemente Brody: “Y ahora marcan el paso. Lo ha hecho Trump en Estados Unidos, contra el que se podría —y se puede— abrir una causa por separar a niños pequeños de sus padres migrantes en la frontera, todo un atentado contra los derechos humanos. Lo ejerce China, que abusa basándose en sus privilegios comerciales. Y Rusia, persiguiendo a opositores y a periodistas fuera de sus fronteras. Contra eso no actúan con la debida contundencia desde lugares donde sí deberían, como la Unión Europea”.

Frente a dichos líderes, conglomerados y estructuras, a veces surge con la fuerza del derecho una resistencia, un poderoso y obcecado “no”. De esos que cambian el rumbo. “O un juez con cojones, como Baltasar Garzón”, asegura Brody. Sí, vale, se le puede acabar doblegando, pero deja muchas semillas por el camino, como fue, entre otros, el caso Pinochet. Londres, 16 de octubre de 1998: Augusto Pinochet es arrestado por orden de Baltasar Garzón acusado de genocidio. Reed Brody se presenta allí como parte del equipo de HRW. “Iba para una semana y me quedé siete meses”. Pero el pulso duró más. Dio lugar a tres resoluciones de la Cámara de los Lores, una campaña en la que apoyaron la liberación de Pinochet líderes ya jubilados como Margaret Thatcher o Bush, un conflicto de jurisprudencia dentro de la órbita del derecho internacional y la repatriación del dictador a Chile en marzo de 2000, donde su final resultó muy distinto del que él mismo había confiado que fuera.

Pinochet acabó allí sus días compareciendo ante la justicia, despojado de sus inmunidades y privilegios. Brody, Garzón y Juan Garcés, impulsor de la causa, se hicieron buenos amigos. El abogado debe al juez haberle presentado a su actual pareja, Isabel Coixet, cuando la directora de cine preparó el documental Escuchando al juez Garzón.

“Aquel año en que comenzó la causa contra Pinochet, 1998, cambió el mundo. La chulería, la osadía de Garzón cambió el mundo”, dice Brody. También en ese mismo año se instituyó la Corte Penal Internacional, que fue creada bajo el Estatuto de Roma y tiene sede en La Haya. Entre junio y julio de 1998, Brody participó con una delegación de nueve personas pertenecientes a Human Rights Watch en su diseño. “Nació con defectos que vimos más tarde. Es una corte subsidiaria, actúa cuando los sistemas nacionales se ven incapaces. Solo tiene competencia en territorios que la han ratificado y, hasta hoy, Rusia, China, Israel o Estados Unidos no forman parte de los 123 países que lo han hecho”.

Entre Londres y Roma anduvo Brody en aquel 1998 histórico para la justicia internacional. Para conocer a fondo los entresijos del caso Pinochet contaba con una ventaja: sabía hablar español perfectamente. “Actuaba de portavoz y traducía muchos aspectos que podían crear confusión”. Eso reforzó sus lazos con Garzón y Garcés. Los años en medio de la revolución sandinista dieron otro fruto.

En eso, Brody reconoce la herencia de su padre. Su querencia por los idiomas. El amor por degustar palabras ajenas que hacía propias con un acento húngaro marcado que a él no le parecía tan extraño hasta que oyó cómo le imitaba una de sus alumnas. “¿Mi padre habla así? ¿Cómo Zsa Zsa Gabor?”, le dijo. Difícil arrancárselo. Su diáspora pesaba. Pero en su pericia superviviente influyó que dominara siete u ocho idiomas. El español era uno de ellos. Y Brody lo perfeccionó años más tarde por toda América Latina.

Su padre quería que fuera periodista. Su madre, artista, solo le inculcó el deseo de ser feliz. Ambos le transmitieron conciencia y rebeldía. Ella, sensibilidad, jaleos, gusto por la natación y movilizaciones contra la guerra de Vietnam. O un vecindario, tras separarse de Ervin, en el que las prostitutas recalaban en su portal. Él, don de lenguas, amor por el tenis y algo importante también: clases de estrategia a base de una afición compartida: el ajedrez. “Tanto que tuve que dejar de jugar un tiempo. Me obsesioné, veía la vida a través de un tablero”, dice. Los jaques han determinado su trayectoria después. “Mi trabajo es denuncia, por un lado, y estrategia, por otro”, comenta.

Eso en pro de un sentido de la justicia ajeno a lo que pretendían los cazatalentos de Wall Street. Se presentaban a contratar recién licenciados en la Universidad de Columbia, donde estudió, y lo tentaron. “Duré siete meses en uno de esos despachos. Esa podía haber sido mi vida: dedicarme a defender a un hijo de puta frente a otro…”. Pero no. Decidió viajar al sur —“de Centroamérica hacia abajo, a Chile y Argentina”—, donde cayó en sus manos un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina. “Hoy leo el libro de Eduardo Galeano y en muchas cosas no se sostiene, pero entonces…”.

Reed Brody, a la derecha, con John Kerry en 1972.
Reed Brody, a la derecha, con John Kerry en 1972.

Entonces, aquellas páginas resultaron para Brody una especie de biblia. Tanto que su padre, años más tarde, le comentó después de otro viaje fundamental: “Cuando te fuiste a Nicaragua, temí que te convirtieras en un comunista, pero no sospeché que fueras a hacerte católico”. Marchó al país centroamericano en llamas para ser testigo de la revolución sandinista en 1984 y allí compartió experiencias con misioneros cercanos a la teología de la liberación. Concretamente con el padre Alfredo Gundrum, en el pueblo de El Jícaro, cerca de la frontera con Honduras. “Acaba de morir por covid, un gran hombre”, dice Brody. Allí, numerosas víctimas le relataron torturas y asesinatos cometidos por la Contra nicaragüense. “Lo que vi, sentí necesidad de contarlo. Volví a Estados Unidos con mucha rabia y ganas de parar a la gente por la calle para concienciarla”, comenta.

Tanto que lo fue registrando y de aquel informe surgió uno de los primeros —y escasos, pero cruciales— éxitos de Brody. Su compromiso fue tal que dejó un puesto como fiscal general adjunto en el Estado de Nueva York para centrarse en su nueva labor: Nicaragua. “Abordaba derechos del consumidor, llevaba empresas a juicio: casos de familias hispanas que mandaban sus pertenencias a sus países y a veces se perdían, sin garantías. Me encantaba el trabajo porque me sentía como Santa Claus, actuaba en nombre del Estado contra grandes compañías y repartía regalos a la gente. Me enfrentaba a casos y me alineaba del lado de los buenos”, recuerda.

Había muerto su madre y su padre lo veía encaminado. Pero aquel primer viaje a Nicaragua lo transformó todo. “Dejé el puesto para disgusto de mi padre, pero yo debía seguir aquel cambio de rumbo. Mandé una carta al fiscal general en la que aducía que la razón era la situación en Centroamérica. Regresé allí. Pude ver lo que hacía la Contra con fondos de mi país”. El sentido de responsabilidad lo espoleó. “La labor que allí comencé se parece mucho a lo que aplico hoy: recoger testimonios de las víctimas para iniciar causas”.

En esa época, Nicaragua representaba un eje central en la política de la Casa Blanca. “Es difícil de creer hoy en día, pero así fue”, recuerda Brody. Entonces, diversos grupos de derechos humanos tomaron su informe como eje para denunciar a la Contra. “Un asesor de comunicación de aquellos grupos sugirió que se lo pasáramos a The New York Times con dos semanas de anticipación y salió en primera página. Lo presentamos después en la Cámara de Representantes ante 200 periodistas. Yo tenía 30 años”.

Aquello fue la raíz de lo que después se convirtió en el Irán-Contra. El Congreso cortó las subvenciones a los mercenarios y ahí los servicios secretos empezaron a organizar el mecanismo de vender armas a Irán y utilizar los beneficios para la Contra nicaragüense. El Gobierno de Reagan lo marcó de cerca. Y Reed prosiguió su carrera en Suiza. Se marchó a una ONG en Ginebra donde trabajaba con la Comisión Internacional de Juristas y conoció a Joaquín Ruiz-Jiménez. “Don Joaquín…”, para Brody. La integran juristas de 40 países. “Yo dirigía los asuntos de independencia de jueces y abogados. Desde ahí viajo por todo el mundo defendiéndolos o encargándome de otras iniciativas, como ayudar a redactar la Constitución de Mongolia, por ejemplo”. Entró en el International Human Rights Law Group. Después ejerció como jefe de la división de derechos humanos en El Salvador tras terminar el conflicto, bajo paraguas de la ONU y en misión de paz.

Conoció a Jean-Bertrand Aristide en Haití. Trabajó con él. Aprendió mucho pese a que su tiempo allí pasó a la cuenta de los fracasos en su vida. No solo porque, años más tarde, Duvalier muere antes de ser juzgado. “No lograron desarmar a los paramilitares y ahí siguen”. La paciencia no era una de sus virtudes entonces. Ni siquiera como deriva lógica del ajedrez. Después sí. “Mis éxitos han sido fruto de la persistencia, la perseverancia, y cuando era joven no la tenía. Puedes tardar 17 años en resolver algunos casos, como el de Habré en Chad”.

Reed Brody, en su casa de Barcelona, donde vive con la cineasta Isabel Coixet.
Reed Brody, en su casa de Barcelona, donde vive con la cineasta Isabel Coixet.

En la misma cuenta negativa figura también su experiencia en República Democrática del Congo. Recaló allí por orden de Kofi Annan cuando este fue secretario general de la ONU. “Me nombra tras el genocidio en Ruanda para investigar las masacres contra los hutus que se habían refugiado en Congo, pero nuestro informe fue enterrado y 23 años después continúa el mismo ciclo de atrocidades e impunidad en aquel país. Si cambias las fechas, da lo mismo: los hechos son iguales”.

De ahí que esas dinámicas necesiten ser transformadas por experiencias y jurisprudencia como la de Chad. Ojalá la causa de Yahya Jammeh en Gambia no se alargue tanto. “Llego al siguiente caso: me solicitan de varios países. Encuentro entre las víctimas de Gambia el siguiente capítulo en el que estoy inmerso. Aún no tenemos causa, estamos trabajando en el caso contra el dictador, que anda ahora en Guinea Ecuatorial, protegido por Obiang”. Ha recaudado fondos para llevarlo ante los tribunales. “Siempre de manos privadas. En HRW no aceptamos subvenciones públicas”, afirma.

Pero la época de impunidad que él denuncia no abre muchas puertas en pro de la persecución de sátrapas. Quizás ahora, con Joe Biden, mejore… O si el criterio de Josep Borrell en la UE para romper el principio de unanimidad funcionara… Mientras, Brody contempla con esperanza y preocupación la salida de Trump en su país tras los acontecimientos del Capitolio: “Desde las últimas elecciones, en varias ocasiones hemos estado a punto de perder nuestra democracia. El 6 de enero ha sido el último intento patético y desesperado por parte del poder racista blanco, que se ve disminuido y desalojado, lentamente, de la historia. Resultó espectacular, pero no tuvo la más mínima posibilidad de triunfar”, afirma. Y quizás ahí, más allá de un declive palpable y enrabietado, por muy violento que este sea, se halle un nuevo comienzo en otra dirección. Pero ¿hacia dónde?


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