Reguetón, el chivo expiatorio de la violencia en Cuernavaca

Apurando unas cervezas antes de irse a dormir, dos jóvenes discuten en un bar de Cuernavaca sobre la última idea para prevenir la violencia en su ciudad: prohibir el reguetón.

—El problema son las drogas, el dinero y las armas. Aunque hay música que a la gente la mueve, la prende más.

—Quizá el reguetón y la banda sí incitan a beber más. Y el alcohol trae pleitos que pueden acabar a puros putazos o con una pistola.

A una cuadra del bar donde Antonio Ramos y Diego Tovar no terminan de ponerse de acuerdo, hay otros dos locales precintados por la policía desde el verano. Según la versión oficial, en el primero fueron asesinados a balazos tres clientes en medio de una bronca de madrugada con los de la mesa de al lado. Y en el segundo, otras dos personas murieron tiroteadas cuando esperaban en la puerta. Los dos bares, Bacacho y Calipso, están pegados y desiertos esta noche de jueves de noviembre.

Los amigos recuerdan que eran lugares populares, donde a veces ponían reguetón y solían pararse algunos BMW de los que se bajaban tipos en pants (chandal) y tenis. “Yo cuando veía eso me iba a otro antro”, dice Diego.

Haciendo memoria, también se acuerdan de más asesinatos en bares de la ciudad. “En enero mataron a una amiga. Venían a por el cuate con el que andaba. Les balacearon [tirotearon] el carro al salir”. A otra chica la encontraron muerta en la cocina de una pizzería. “Le dieron un tiro en la cabeza. Dicen que andaba vendiendo droga. Yo la veía en el gym y últimamente iba siempre hasta el dedo [hasta arriba]”. A otro conocido lo mataron el año pasado en el baño de una discoteca “por un pleito con una chava”.

Antonio y Diego, diseñador gráfico y médico en una clínica de la ciudad, acaban de terminar sus cervezas y se marchan a casa. Tienen 25 años y ya no salen por la noche: “Preferimos ir a depas [apartamentos] con amigos. Sí se siente el miedo”.

Bar cerrado por la policía en Cuernavaca tras el asesinato de una persona en sus instalaciones.
Bar cerrado por la policía en Cuernavaca tras el asesinato de una persona en sus instalaciones. Quetzalli Nicte Ha

Cuernavaca (360.000 habitantes) es una ciudad con un clima templado y problemas de seguridad extremos. La capital del céntrico Estado de Morelos es la segunda ciudad del mundo con más piscinas per cápita después de Los Ángeles. Considerada tradicionalmente como el refugio turístico y residencial de las clases acomodadas capitalinas, los planes relax hace tiempo que conviven con la precaución.

Morelos lleva al menos la última década entre en los puestos altos por porcentaje de secuestros y asesinatos. Hasta septiembre, según los últimos datos publicados, los homicidios han subido un 25% en relación a 2020. El primer fin de semana de julio fue el más violento del año con 16 muertos.

Las cifras rojas no son nuevas tampoco en Cuernavaca. En una urbanización de lujo, en una de esas casas estilo colonial con jardín y piscina, fue abatido por la Marina en 2009 Arturo Beltrán Leyva, apodado El Jefe de jefes, uno de los mayores capos del cartel de Sinaloa. La cercanía con la capital -hora y media en coche-, su vía directa por carretera con el polvorín de Acapulco y su condición residencial han convertido desde hace años a la ciudad en un imán para el crimen organizado.

El problema sigue pero las piezas del mapa han ido cambiando con los años. Según un reciente informe de las autoridades estatales, hoy la disputa se libra entre Jalisco Nueva Generación, la nueva mafia con más poder, y los restos de la Familia Michoacana. Cada uno, apoyados por células locales, conocidas como Los Maya y los Colombianos. Estos últimos responsables el año pasado de una matanza tras abrir fuego a quemarropa contra un centenar de personas en un entierro. La fiscalía estatal de Morelos acaba de anunciar una recompensa de 500.000 pesos -unos 25.000 dólares- por la cabeza de su líder, apodado El Señorón.

Chakas y buchones

“De pelear por la plaza han entrado ya de lleno en el mundo de la noche”, reconoce el dueño de un bar que prefiere no dar su nombre. Los golpes de la violencia al ocio nocturno son un viejo conocido sobre todo en las ciudades norteñas. Tijuana o Monterrey vieron arrasada su escena de clubs y discotecas durante los últimos años de los 2000, la peor época de la llamada guerra contra el narco. Los toques de queda impuestos por las propias mafias para cazar a sicarios rivales empujaron a todo vecino a encerrarse en su casa al ponerse en sol.

La crecida de asesinatos en locales nocturnos en Cuernavaca ha llevado a la patronal a lanzar la polémica propuesta de prohibir el reguetón. El presidente de la Asociación de Discotecas y Centros de Espectáculo (ADICE), Humberto Arriaga, cuenta por teléfono que lleva tiempo “intentando hacer entender al Gobierno que se debería intervenir en estos géneros que alimentan la descomposición social”.

Ambiente en el bar La crudería.
Ambiente en el bar La crudería.Quetzalli Nicte Ha

Mientras tanto en La crudería, un bar de mariscos estilo sinaloense que cierra tarde, nadie sabe nada de la propuesta de la patronal. “Se me hace raro, hermano. El reguetón es lo que le gusta a la banda”, dice el camarero. Esta noche suena Bad Bunny y todo son risas ligeras y cervezas a un dólar al cambio.

En una de las mesas, se enciende el debate: “Está pesada la noche en Cuerna. Igual vas al baño en un antro y te topas al güey que está vendiendo. Pero no se puede vivir con miedo”, cuenta Alex, un funcionario de 32 años. A su lado, Roberto, filólogo de 27, cree que es verdad que “con el reguetón y la banda vienen chakas y buchones [jerga para describir el cliché estético ostentoso y kitsch de los narcotraficantes]”.

Ese es el argumento detrás de la prohibición. “Es por el tipo de letras. Hacen apología del delito y atraen a un tipo de gente muy específica a la vida nocturna que no tiene ética ninguna”, añade el presidente de la patronal. En su discoteca, Kaoba, una de las pocas que sigue abierta en la ciudad, solo suena rock, pop y disco. Nada de reguetón, banda, grupera, norteño, salsa o cumbia. Los géneros populares que arrastran el estigma.

La propuesta de Arriaga tiene precedentes dentro y fuera de México. El Ayuntamiento de Sinaloa llegó a prohibir hace unos años los narcocorridos, síntesis de música norteña y loas al poder de los capos. En Río de Janeiro también tuvo problemas con las autoridades el funk de la favela, otro género salido de los barrios pobres acusado de fomentar la violencia. Y en Colombia, la champeta ha sido un dolor de cabeza para los políticos conservadores, que intentaron prohibirlo por su baile apretado. Ninguna de las medidas se sostuvo mucho en el tiempo, y ninguna ha demostrado dar resultado.

Terraza de un bar en el centro de Cuernavaca.
Terraza de un bar en el centro de Cuernavaca.Quetzalli Nicte Ha

Es la 1.00 y Cosmo lleva ya un par de horas abierto. Cinco vigilantes de seguridad protegen la puerta. Para llegar hay que subir siete escalones y pasar dos cadenas metálicas. Vistos en contrapicado desde la acera, los cadeneros parecen efigies antiguas protegiendo el Partenón. Hace un mes asesinaron a uno de sus compañeros aquí mismo. Un riña con unos clientes borrachos que querían entrar acabó en otra balacera. A las preguntas del reportero responden con monosílabos. No estaban aquella noche. No saben nada. Y una sola frase: “Este es un sitio bien. Hoy es noche de niñas”.

Durante un rato sin mucho movimiento, el local de al lado sube la reja y salen unos clientes. El gerente del bar cuenta que a partir de las 00.00 cierran y dejan que la gente se termine sus copas dentro: “Por seguridad”. Entre el grupo de amigos que acaba de salir también hay una historia de violencia en la noche de Cuernavaca. Hace un año, al tío de Sebastián Reyes, 29 años, le entró una bala perdida en la pierna mientras tomaba una cervezas. “Iban a por alguien y empezó el desmadre”, cuenta el sobrino antes de subirse al coche rumbo a casa.

En el centro de la ciudad, a un costado del zócalo, una de las discotecas más antiguas de la ciudad todavía sigue abierta. Juárez es un local de tres plantas con balcones. Dentro está medio vacío mientras suena una electrónica facilona que luego cambia a reguetón. En la puerta, un grupo espera para entrar. Son estudiantes y tienen entre 18 y 19 años. Una de las chicas tiene una opinión rotunda sobre lo de prohibir el reguetón: “Yo creo que eso es una mamada. Es la música que nos gusta a los jóvenes no solo a los malandros”.

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