Remedios Zafra: “Creemos que lo elegimos, pero se camufla de elección lo que es inercia”

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Laqueestapeor es un personaje de un libro de Remedios Zafra. Esta mujer de pelo gris nació en Zuheros (Córdoba, 1973). Leerla es como leer la historia de tu vida, te va sacando los colores en cada página. Al cerrar el libro te sientes combustible barato de una maquinaria creativa que no cesa. Si hubiera que ponerle un título, diría que vamos a hablar con la experta de la precariedad o con la académica de la vulnerabilidad digital, pero ella ha hecho prometer a esta periodista que se abstendría de simplificar su trabajo con una etiqueta.

Zafra es científica titular del Instituto de Filosofía del CSIC. Y su materia de estudio es el presente. Usted y yo. Una de sus tesis es que vivimos vidas-trabajo donde cada vez se contamina más lo público y lo privado, el ocio y el negocio, y en la que nos autoexplotamos de lo lindo para luego sentir cierta satisfacción sádica por el deber cumplido. En su último libro, Frágiles (Anagrama, 2021), describe a “trabajadores motivados y vocacionales, a quienes importa el capital simbólico. Dispuestos a contemplar el sueldo como algo secundario si el trabajo gusta” y a empleos vistos como “inversiones en visibilidad y posicionamiento en una creciente cultura del ‘bolo’ normalizada en el trabajo creativo”.

Tiene “rostro aniñado y redondo” y voz adolescente, pero aun así, o quizá por eso, sus sentencias molestan. Lo comprueba cada vez que presenta un libro. “La gente va porque les gusta el título, y luego se acercan y me dicen: ‘Pero ¿por qué no escribes algo que nos haga sentir bien? ¡Con la de problemas que hay en el mundo! ¿Por qué no cuentas cosas bonitas?’. Y yo pienso: ‘¡Pero si yo lo que quiero es perturbarla, señora!”. Está convencida de que “incluso cuando no hay alternativas, tomar conciencia de lo que te pasa es liberador”.

La ensayista Remedios Zafra.
La ensayista Remedios Zafra.Daniel Ochoa de Olza / Daniel Ochoa de Olza

En el pequeño pueblo de Córdoba en el que nació “los niños podían ser libres”. “Yo soy hija de la educación pública”, reivindica. “Los que nacimos en los setenta tuvimos la suerte de que los profesores se implicaran mucho con nosotros. Entonces se empezaba a tener la expectativa del ascensor social, nuestros padres eran agricultores y por primera vez pensaban que los pobres podían dedicarse a todas esas cosas que hasta hace unos años te hubieran dicho: no lo hagas, búscate un trabajo de verdad”.

Su padre hacía de todo. Agricultor. Fontanero. Sepulturero. “Era muy manitas y hacía chapuzas en los cortijos. Cuando los señoritos tiraban cosas, él me traía los libros. Alguien debió decirle que eran importantes para nosotros”. El asunto pasó a mayores cuando el padre de Remedios se compró un coche y empezó a ir a Galerías Preciados en Córdoba. Allí encontró “a un paisano” que trabajaba en la sección de saldos y oportunidades. “Mi padre cada vez traía más libros, muy baratos o regalados, solo le importaba la cantidad. Lo valioso de aquellos libros era que no seguían ningún criterio intelectual. Su amigo los apilaba por colores y tamaños. Convivían ediciones de bolsillo de autores conocidos con excedentes de catálogos de exposiciones y tratados de sexualidad. Había enciclopedias incompletas. Mi hermana y yo empezamos a preguntarnos por qué solo salían hombres, y deducíamos: ‘Seguro que los tomos que nos faltan son los de las mujeres’. Los vacíos nos generaban las preguntas”. La filósofa que es hoy Remedios Zafra llama a ese caos literario “libros entrópicos”. Para dar cabida a los libros llegaron las estanterías “que ocuparon el lugar de las fotos de comuniones, los crucifijos, los cazos invertidos, las reliquias de santos (…)”, escribe en otro de sus libros, Un cuarto propio conectado (2010). Título que una de sus estudiantes le ha actualizado recientemente: Un zulo propio conectado.

Pasó la adolescencia pintando casas sin ventanas y acumulando ganas de conocer mundo gracias a un libro de piscinas. “En el pueblo solo había albercas y las piscinas eran la prueba definitiva de la existencia de un universo fuera, desconocido y luminoso”. En el instituto desarrolló el síndrome de “salir para volver”. Era patológicamente tímida. “Mi hermana decía que yo había empezado a hablar de golpe a los 18 años”.

Empezó a estudiar Telecomunicaciones porque le pareció “una carrera que tenía que ver con la época”. A las pocas semanas se dio cuenta de que no había nada creativo en ese mundo y entró a Bellas Artes. “Lo compaginé durante un tiempo y al final dejé Telecomunicaciones. Fue duro. Solo éramos dos chicas y muchos dijeron: ‘Claro, otra que no aguanta’. Desde entonces, una de mis líneas de investigación es el lugar de las mujeres en la ciencia”.

Desde los 18 años lleva una existencia nómada. “Vivo en autobuses y trenes. En los autobuses leo, y en los trenes he escrito gran parte de mis libros”.

¿Madrid es aquí o allí? “Estoy en los andenes, en un espacio intermedio. Llevo 20 años entre Zuheros, Madrid y Sevilla”. En el año 2000 Remedios empezó a trabajar en la Universidad Autónoma de Madrid y justo entonces consiguió una plaza fija en Sevilla.

No solo se fue del pueblo, sino que decidió cambiar su acento y estirar los “caracoles” de su pelo oscuro. “Siempre me ha interesado el conflicto entre lo que uno quiere ser y las identidades que ha heredado, y entiendo que en lo heredado uno puede intervenir”. Por eso decide cómo quiere hablar y construye un acento neutro que permite que se fijen más en lo que dice y menos en cómo lo dice. El color de su pelo lo cambió hace ya una década, “como un gesto de posicionamiento de construcción de una imagen”, dice. Lo bueno de hablar con una académica es que aprendes a explicar tus deseos desde imperativos y categorías filosóficas.

En los últimos tres años su vida ha cambiado mucho. Remedios Zafra ve muy poco y se ayuda de dos lupas y unos audífonos. “Tengo una gran discapacidad visual y auditiva derivada de una enfermedad genética”. Dice que se esfuerza, como hacemos todos, por ofrecer una impresión de “persona vitalista”. “Nadie advierte que tengo los ojos abatidos porque mi maquillaje les entretiene”. Cada día se maquilla casi sin ver y lo considera un acto de resistencia. “Me maquillo tocándome, sé que empiezo aquí y terminó allí”, explica viajando con los dedos por los extremos de un ojo. “Esto requiere orden y tiempo, y da problemas. Muchas veces he llegado a clase muy manchada y nadie te dice nada hasta el final”.

Zafra, ante uno de los edificios de la zona de Torre Picasso, en Madrid.
Zafra, ante uno de los edificios de la zona de Torre Picasso, en Madrid.Daniel Ochoa de Olza / Daniel Ochoa de Olza

Hace ya una década las historias de vida de sus estudiantes fueron su primera fuente para investigar la precariedad del trabajo creativo que entonces empezaba a normalizarse. Remedios, con plaza fija y despacho, no intenta medirse en precariedad con nadie, pero advierte: “Sí la vivo como seña de una época en la que se normaliza que solo importe la cantidad y en la que se nos anima a entrar en una maquinaria productiva que no nos deja tiempo para profundizar en nada”.

Una de las experiencias prepandémicas que podrían calificarse como “de época” la hemos vivido todos frente a los tótems de El Corte Inglés que obligaban a dar nota a sus empleados con caritas que degradaban de una gran sonrisa a un monumental enfado. Y todo en la cara de los evaluados. ¿Había alguien capaz de negarle la máxima calificación a una de esas personas?, se pregunta Remedios. Estar sometido a la evaluación constante y explícita, dice, contamina aún más nuestra vida de trabajo porque cada uno de nuestros actos va seguido de una puntuación. “Evalúe esta conversación”. “Evalúe este taxi”. “Evalúe la calidad de esta llamada”. “No termino de acostumbrarme a esta práctica de consulta que acompaña a cada movimiento (…). Pareciera que solo quien no está sometido a esta anómala y obsesiva puntuación puede sentirse libre”, escribe en Frágiles.

Remedios Zafra ha escrito ocho libros de ensayo y ha sido coeditora de otros volúmenes y varios artículos. Reconoce que lo primero que hace nada más levantarse es encender el ordenador.

—¡No me vaya a decir usted que se autoexplota!

—Claro que sí, pero me estoy corrigiendo. Algunos filósofos piensan que la autoexplotación consiste en exprimirnos y encima presumir de pasar el día trabajando.

Después de publicar El entusiasmo, la escritora ha intentado poner límites para no llevar, ella también, una vida-trabajo. “Creemos que lo elegimos, pero se camufla de elección lo que es inercia de un contexto laboral y digital que nos anima a entrar en una maquinaria hiperproductiva para obtener visibilidad”, advierte. La visibilidad es la nueva plusvalía. Si Carlos Marx levantara la cabeza, repetiría anonadado aquel legendario chiste de los países excomunistas: “Proletarios de todos los países, perdonadme”, y tal vez añadiría: esto no lo he visto venir.

—¿Es esta entrevista una práctica de la cultura del bolo?

—Puede ser. Me permito algunas contradicciones.

—¿Ha superado su pasión hiperproductiva?

—Casi lo consigo, aunque he tenido una recaída. Tengo la sensación de que la vuelta a la presencialidad ha multiplicado el trabajo. Es como si se hubiera sumado lo analógico a lo que ya hacíamos en las pantallas.

—¿Quiénes son ahora las personas verdaderamente libres?

—Las que tienen mayor control de sus tiempos.


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