Roger Ebert y Gene Siskel: dos eternos rivales que acabaron siendo los críticos de cine más famosos del mundo

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Discrepar con elegancia es un arte. Y a Roger Ebert (Illinois, 1942-2013) y Gene Siskel (Illinois, 1946-1999) se les daba estupendamente. Los dos disfrutaban con la esgrima intelectual de una buena charla y tenían una forma respetuosa pero mordaz, apasionada y muy vehemente de estar en desacuerdo. Esa cualidad compartida les convirtió en estrellas de la televisión y, con toda probabilidad, en los críticos de cine más célebres de la historia.

Durante un par de decenios largos, entre septiembre de 1975 y febrero de 1999, este par de cinéfilos eruditos que escribían en periódicos rivales (Siskel en el Chicago Tribune, Ebert en el Chicago Sun-Times) dedicaron sus tardes de domingo a llevarse la contraria ante las cámaras. Se reunían poco antes de la hora de la cena en un plató o en una sala de proyecciones vacía, veían juntos fragmentos de los estrenos de la semana, rara vez más de cinco o seis por programa, y se enzarzaban a continuación en un intercambio de puntos de vista en el que no se daban tregua, duelos de ingenio en gran medida improvisados, pero con su dosis de drama y de comedia. Luego emitían su veredicto con el gesto que se atribuye a los antiguos emperadores en el circo romano: pulgar hacia arribar (thumbs up) si la película les había gustado y pulgar hacia abajo (thumbs down) si les había decepcionado.

Tal y como explica Brian Raftery, guionista y productor de Gene & Roger, un recién estrenado podcast de la serie Spotify Original que rinde tributo a este par de pioneros de la tertulia cultural catódica, “eso era todo, nunca necesitaron nada más”. Una relajada charla sobre cine de apenas media hora entre dos rivales y cómplices. Ni entrevistas con estrellas de Hollywood ni presentaciones de tráileres en exclusiva ni conexiones en directo con las alfombras rojas de los premios de la Academia o los grandes festivales europeos. Dos hombres, un escenario y un par de cámaras. Pero el programa, más que una discreta rareza solo para incondicionales del séptimo arte, llegó a ser todo un éxito, un electrizante espectáculo seguido semana tras semana por millones de espectadores. Empezó a emitirse en una cadena local de Chicago, la WTTW, y en 1982 dio el salto a la televisión nacional. A lo largo de los años, cambió de nombre en varias ocasiones (Sneak Previews, At the Movies, Siskel & Ebert…) sin alterar apenas su formato y fue quemando etapas y reuniendo una audiencia cada vez más numerosa hasta que The Walt Disney Company lo compró en 1986 y lo convirtió en líder de su franja horaria.

La televisión es nutritiva

El resto, como suele decirse, es historia. O leyenda. La de un espacio televisivo de una austeridad casi espartana, sencillo en su concepto y ejemplar en su ejecución, obra maestra de un par de tipos que tiraron de personalidad, talento y carisma para convertir la crítica cinematográfica en un producto televisivo de primer orden. Para calibrar mejor la magnitud de su logro, hay que tener en cuenta que los años ochenta fueron algo así como la penúltima edad de la opulencia en la televisión estadounidense, con monstruos jurásicos como las fastuosas sagas familiares Dallas, Dinastía o Falcon Crest aún en antena, batiéndose el cobre con los incipientes programas de telerrealidad y la nueva hornada de comedias familiares, por no hablar de las cada vez más frecuentes transmisiones deportivas.

Roger Ebert (de pie) y Gene Siskel en el sencillo plató del programa 'Siskel and Ebert at the Movies'.
Roger Ebert (de pie) y Gene Siskel en el sencillo plató del programa ‘Siskel and Ebert at the Movies’.Michael L Abramson / Getty Images

En aquel contexto, los 24 años de supervivencia en la élite de Siskel & Ebert son toda una proeza que demuestra hasta qué punto otra televisión era aún posible. También en la España de por entonces germinaron flores raras, reductos de esa utopía contemporánea que fue la programación cultural, como La clave, aquella sobria tertulia conducida con mano maestra por José Luis Balbín, o (en un registro más juvenil y pop) La bola de cristal, aquel show matutino que dio una cierta pátina intelectual a la Movida y que trató a los niños españoles como si fuesen seres pensantes, apelando a su imaginación, su inteligencia y su sentido de la estética.

Al otro lado del océano Atlántico, Siskel y Ebert andaban embarcados en una cruzada semejante. Poco a poco, reunieron a una audiencia muy numerosa y francamente transversal, en la que coexistían con naturalidad cinéfilos con canas y criaturas imberbes. En un país que valora tanto la capacidad de expresión oral como los Estados Unidos, contar con un par de conversadores tan ágiles, ocurrentes y amenos acabaría siendo el ingrediente central de la receta ganadora. Según Raftery, su secreto es que “enseñaron a toda una generación a hablar sobre cine, a argumentar sus puntos de vista con elocuencia e ingenio, pero sin arrogancia ni pedantería”. Los dos se expresaban de manera sencilla, sensata y certera, recurriendo a analogías intuitivas y al lenguaje de la calle. Siskel, calvo y enjuto, alternaba ironía exquisita con imprevisibles arrebatos de pasión. Ebert, fornido, con gafas gruesas y una desordenada mata de pelo, era el rey de las réplicas concisas y sarcásticas.

Duelo de titanes

El programa es recordado sobre todo por los momentos en que Gene y Roger convertían su desacuerdo en cuestión de principios y sacaban a relucir toda su artillería dialéctica. Ocurrió, por ejemplo, en invierno de 1985, en su hoy legendario intercambio de puntos de vista sobre Rocky IV (1985). Siskel defendió la película con argumentos de una indulgencia poco habitual en él: “Aunque les sorprenda, me ha encantado Rocky IV. Seguro que muchos piensan que es una de las películas más previsibles y rutinarias de la historia del cine, pero el caso es que me hizo pasar una hora y media estupenda y la disfruté de principio a fin. Tanto, que ya estoy deseando que estrenen Rocky V”. Ebert frunció el ceño y replicó con indignada contundencia: “Espero que no estrenen nunca Rocky V. Preferiría ver Halloween V o la quinta parte de lo que sea. De cualquier película que no me aburra y no me insulte, que no sea pura fórmula resuelta sin inspiración y con absoluta desgana”.

Minutos de oro similares se produjeron a propósito de películas como Joe contra el volcán (1990), que a Ebert le resultó entretenida, Siskel la consideraba “absurda y abominable”; El color de la noche (1994), que Siskel destrozó de manera tan despiadada que Ebert hizo un tímido intento de defender al menos la interpretación de Bruce Willis, pero sin poder contener del todo la risa; Thelma y Louise (1991), magistral para Ebert, mediocre para Siskel; o Apocalipsis Now (1979), que a Ebert le entusiasmó y a Siskel, un hombre que nunca tuvo miedo de remar contracorriente, le pareció “un fracaso de dimensiones épicas”.

La fama de Gene Siskel y Roger Ebert les llevó a participar en programas de humor en los que se parodiaban a sí mismos. En la imagen, durante la grabación de una escena de 'Saturday Night Live' en 1982.
La fama de Gene Siskel y Roger Ebert les llevó a participar en programas de humor en los que se parodiaban a sí mismos. En la imagen, durante la grabación de una escena de ‘Saturday Night Live’ en 1982.NBC / NBCUniversal via Getty Images

Raftery recuerda en su podcast que, pese a todo, Roger y Gene tenían gustos cinematográficos hasta cierto punto parecidos, de manera que resultaba bastante habitual que estuviesen de acuerdo. Los dos apreciaban el gran cine de autor europeo y asiático, pero también los clásicos de Hollywood y cumbres del entretenimiento como Tiburón (1975), Superman (1978) o La guerra de las galaxias (1977). Gran parte de los estrenos que analizaban obtenían un veredicto unánime. Dos pulgares hacia arriba podían propulsar la carrera comercial de una película modesta, como ocurrió en 1981 con Mi noche con André, de Louis Malle, que aguantó en cartel gracias al espaldarazo de la pareja de críticos cuando estaba a punto de ser retirada y acabó siendo la película independiente más rentable del año. Dos pulgares hacia abajo suponían, en opinión del actor Eddie Murphy, “poco menos que una sentencia de muerte”. Burt Reynolds, que padeció con frecuencia el rigor de este par de jueces insobornables, llegó a pensar que tenían algo personal contra él: “No entendía como esos tipos con tanto poder en la industria cinematográfica se empeñaban en sabotear mi carrera. ¡Todas mis películas les parecían infames! Tardé unos cuantos años en aceptar que tal vez tenían razón, que debía esforzarme en elegir mejores papeles”.

Justicieros de leyenda

No todo el mundo en la industria se tomó los juicios sumarísimos de Ebert y Siskel con tanta elegancia. Bill Cosby, cuya película de 1987 Leonard Part 6 mereció una de las diatribas a dúo más mordaces que se recuerdan, acusó a los comentaristas de “no haber entendido nada” y de despreciar el cine popular, dormidos como estaban, a su juicio, en los laurales del Nuevo Hollywood de mediados de los setenta. Incluso a Quentin Tarantino, que en años posteriores llegaría a tener una íntima amistad con Ebert, le costó encajar que los críticos de Chicago considerasen que su primera película, Reservoir Dogs (1992), era un esfuerzo fallido que no conseguía estar a la altura de los clásicos del cine criminal en que se inspiraba.

El caso es que Gene y Roger, tal y como recuerda la historiadora de cine Carrie Rickey, “nunca se casaron con nadie, siempre conservaron la honestidad y la independencia de criterio, sin la menor genuflexión culpable a la poderosa maquinaria industrial de Hollywood”. Al contrario, “fue la Academia de Hollywood quien tuvo que adaptarse a los criterios de este par de desprejuiciados apóstoles del buen gusto”, prestando mayor atención al cine indie de Steven Soderbergh, Gus Van Sant o el documentalista rebelde Michael Moore, así como a la contundente irrupción de cineastas afroamericanos como Spike Lee (Haz lo que debas fue una de las películas fetiche de Gene y Roger) o John Singleton.

Según cuenta Chaz Ebert, esposa de Roger, el peculiar dúo llegó a hacerse tan célebre que su agente “les recomendaba que no se separasen el uno del otro ni para ir al baño cuando acudían a festivales y entregas de premios: les dijo que juntos eran un icono de la cultura popular estadounidense, pero que por separado no los reconocería nadie”. En 1999, su sociedad se disolvió de manera abrupta y trágica. A Siskel le detectaron un tumor cerebral maligno que hizo rápidos progresos en cuestión de semanas. A primeros de febrero, por primera vez en más de veinte años, tuvo que pedirse una baja laboral para someterse a un tratamiento de urgencia.

“Espero volver muy pronto”, declaró con humor en aquella ocasión. “No quiero que Roger se acostumbre a chupar cámara sin que nadie le lleve la contraria”. Muy poco después, el 20 de febrero, fallecía en el hospital de Evanston, cerca de Chicago. Ebert le dedicó una muy sentida elegía en su diario: “Gene fue un gran amigo, y nuestros largos años de rivalidad profesional no hicieron más que estrechar ese vínculo. Era apasionado, riguroso y exigente. Nuestras continuas discrepancias eran un simple juego de niños, lo esencial entre nosotros era el cariño y el respeto que nos tuvimos siempre. No puedo imaginarme cómo va a ser la vida sin él”.

El propio Roger fallecería 14 años después, en abril de 2013, tras sufrir un cáncer de tiroides que fue laminando de manera gradual su salud y su bienestar, pero no consiguió hacer que perdiese su amor a la vida y su entusiasmo analítico por el cine. Juntos escribieron una de las páginas más dignas de la historia de la televisión y la crítica cinematográfica. En palabras de Raftery, “ojalá todos tuviésemos en la vida un Ebert o un Siskel personal con el que discutir sin descanso sobre las cosas que de verdad nos entusiasman”.

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