Rompedoras (IV): Françoise Hardy, la bagatela más esplendorosa

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Pocos esplendores subsisten tanto en el recuerdo. Si la música de las chicas ye yé siempre fue un destello jovial que deslumbraba, el de Françoise Hardy pervive como quizá el más intenso por su complejidad sentimental, todo un remolino de nostalgias pasadas y futuras cantadas con una intimidad aplastante. Hoy parece una bagatela más, pero entonces, allá por los sesenta del siglo pasado, escuchar una canción de desamor en boca de esta mujer de voz dulce y penetrante marcó un antes y un después.
Bagatela es la palabra que usó la propia Hardy en el título de sus memorias, La desesperación de los simios… y otras bagatelas (Expediciones Polares), un interesantísimo libro en el que una de las voces más emblemáticas del pop francés destapa algunos de los secretos más codiciados sobre su ajetreada vida. A veces, todo sea dicho, con una indiferencia asombrosa, como cuando esta cantante deseada en cada rincón del planeta narra desapasionadamente la pérdida de la virginidad. Una forma de distancia de una persona que reconoce que jamás se le dio bien seducir ni le gustó. Ella, fina y alargada con su melena y flequillo imperiales y su mirada inalcanzable, que fue icono luminoso del Swinging London y perseguida por estrellas como Mick Jagger, David Bowie o Eric Clapton. También por Bob Dylan, quien colocó su disco, Tous les garçons et les filles, en la portada de su álbum Bringing It All Back Home junto a otros de sus elepés favoritos.

Minucias girando sobre lo importante: su música. Françoise Hardy no quiso ser nunca musa de nadie, sino una intérprete con su propio universo. Un universo que definió al pop francés. Y el mejor pop francés siempre parece una bagatela, una menudencia más por su lograda ligereza. Pero que nadie se confíe. Esos artilugios aparentemente mínimos e impávidos, tan perfectamente desarrollados por las chicas ye yé, son como besos furtivos, clavándose directos en el corazón. Condensan toda la levedad que verdaderamente importa. Esa que no se olvida.
Como el rock and roll en los cincuenta en Estados Unidos, la música ye-yé dio la vuelta a la mentalidad de la posguerra europea. No solo era novedoso en su brío sonoro, con esos arreglos coloreando el paisaje, sino que fue el primer movimiento musical encabezado mayoritariamente por chicas adolescentes. De esta forma, las jóvenes de la época se vieron reflejadas, por primera vez, en sus ídolos. Compartieron un lenguaje. Y, al igual que esa inocencia renovada en la mirada cinematográfica que aportó la Nouvelle vague, la música ye-yé mezclaba amoríos y sexualidad en un viaje de autoconocimiento personal y de rebelión contra la sociedad pequeño burguesa conservadora francesa.
A mediados de los sesenta surgió todo un ejército lleno de grandes cantantes, disparando canciones sentimentales y románticas, como si París nunca fuera suficiente porque quizá nunca quedaba para ellas y lo reclamaban desde una nueva barricada de libertad y forma de desear: France Gall, Sylvie Vartan, Sheila, Clothilde, Jane Birkin, Brigitte Bardot… y Françoise Hardy. Sí, ella, Hardy, cantaba más que ninguna otra desde una perspectiva de “amor angustiado y angustiante”, según sus propias palabras. Sabía de lo que hablaba al compartir su vida con Jacques Dutronc, músico y actor de tanta envergadura cultural como ella y que desde el principio marcó las pautas de una relación tormentosa. También por el precio que muchas de estas jóvenes cantantes ye-yé tuvieron que pagar por vivir en las jaulas de oro de la fama, exprimidas por el negocio del pop y a todas horas cosificadas.

Françoise Hardy, en la actualidad.

Hoy, a sus 76 años, Hardy, que también fue modelo y actriz y ahora se reconoce amante de la astrología y la física cuántica, ha superado un cáncer y sigue siendo un referente musical en Francia. Porque marquemos en rojo lo siguiente: fuera de toda nostalgia, sus últimos álbumes son buenísimos. Ella, dice, que está más orgullosa de ellos que de toda su etapa de juventud. Ahí están tres muestras al respecto: La pluie sans parapluie (2010), L’amour fou (2012) y Personne d’autre (2018). Como en sus memorias, se destila una mujer inteligente y, cómo no, hipersensible, esa bagatela para muchos y hazmerreir de tontos que les da por pensar. Allá ellos. Es una virtud -a veces, condena-, cuyo brillo se tarda en olvidar, tanto que, a veces, no se olvida nunca.


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