Rufus Wainwright, el valor de lo nuevo cuando recuerda a lo viejo

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Cada cierto tiempo, aparece un músico anglosajón que, por motivos a priori poco intuitivos, toca la fibra del público español. Se trata de artistas de cierta reputación pero no inapelables, como podrían serlo los popes de los sesenta, aquellos que solo se odian mucho cuando se odia mucho a los padres. Estos creadores son lo suficientemente actuales como para poder ser, como nos gusta aquí, tratados como novedad durante al menos una década, y a la vez lo bastante clásicos como para remitirnos a los códigos musicales que la madurez nos ha impuesto y que no vamos a cambiar, pues la madurez nos ha traído también otras prioridades. Habría que ser muy imbécil para no alegrarse de que lo que a uno le gusta mucho le guste también mucho a mucha otra gente. Pero es inevitable, a veces, ser aquel imbécil que, cuando ve a otras personas emocionarse por algo que él ya conoce, sentir cierto desdén, ya sea por la masificación, ya sea porque antes de hacerse famosos eran mejores. Este siglo nos ha traído a este lado de los Pirineos dos músicos de este perfil: Wilco y Rufus Wainwright. Ambos encajan perfectamente en esa casilla de artista para los que se creen élite y en realidad son masa y para los que son élite pero les gusta pensar que son masa. Ambos grupos deberían dejar de pensar tanto. Uno de los dos músicos, el segundo para concretar, acaba de sacar su primer disco de material pop en nueve años.

Unfollow the rules tiene muchas virtudes, pero tal vez la que más destaca sea que, casi siempre, suena como un disco de grandes éxitos compuesto por temas nuevos. Tras dedicarse a la ópera y a poner música a sonetos de Shakespeare, el hijo Loudon Wainwright III y Kate McGarrigle ha decidido volver al sonido que le hizo, durante una década, uno de los músicos más interesantes del planeta. Rufus lo tenía todo. Era brillante y sofisticado, pero a la vez se moría de ganas de agradar, aquel esnob que en una inauguración en la galería de arte sostiene la copa de champán con la yema de dos dedos, pero que cuando te pregunta cómo te va la vida realmente sientes que le importa casi tanto como la chaqueta que viste. Era genial en el sentido más literal y en el más accidental. Era listo cuando tenía que serlo y casi siempre se le olvidaba ser inteligente en los momentos en que se requería de eso. Era intenso y frívolo, lúdico y profundo, literario y tabernario. Tenía un piano y una anécdota. Era perfecto.
Su música, excepto en Poses (2001), jamás lo fue, pero siempre ofreció argumentos suficientes para asirse a ella como una necesidad adquirida. Todo eso que fue y a lo que renunció cuando descubrió que ni llamando a Mark Ronson lograría ser Elton John, está en este disco. Todo lo que ha hecho desde el frustrado Out of the game (2012) hasta hoy ha sido darse un homenaje a costa del pedigrí adquirido. Y como casi todo en su carrera, ha hecho menos ruido en platea del que prometió en su cabeza. Ahora ha vuelto al terreno que más le gusta, aquel en el que se le adora por lo que es, no por lo que le gusta, o le apetece. Aquel en el que nos puede contar su vida sabiendo que vamos solo a reír o asentir. No a hacer preguntas incómodas. Unfollow the rules es puro rufusplaining.
El disco llega producido por Michael Froom, veterano que ha trabajado con Roy Orbison o Randy Newman. Y justo a Randy Newman suena Trouble in Paradise, el tema que abre el álbum, clásico instantáneo y todos los lugares comunes que a uno se le pueden ocurrir cuando escucha un tema tan bueno que es increíble que no se haya hecho antes. Sucede lo mismo con Damsel in distress, un corte dedicado a Joni Mitchell —la madre de Rufus la odiaba por pija— que en teoría debe contener elementos del sonido Laurel Canyon al que estuvo adscrita la artista pero que, como todo el disco, es tan Rufus que hay que hacer un verdadero acto de fe para encontrar elementos de eso.

El trío de arranque se culmina con la canción que da título al largo y que es lo mejor que ha hecho desde Poses… si no fuera porque media hora más tarde aparece Early morning madness, que está entre lo mejor (y más distópico) que ha grabado nunca, una oda inquieta, entre Scott Walker y los últimos Beatles, a esa cosa llamada resaca, que en su caso no se queda, como era de esperar, en la jaqueca y necesidad de Ibuprofeno, sino que recorre toda su época más oscura. Rufus es un embudo. Todo acaba en él. Todo habla de él. Sobre todo él. Incluso cuando habla de su hija (My little you) o de su marido (Peaceful afternoon) terminamos sabiendo más de Rufus que de los sujetos a los que están dedicados los temas.
Este no es, ni de lejos, un álbum perfecto, porque su autor no es capaz de eso —se distrae con demasiada facilidad—, pero sí es el disco perfecto para desear volver a tomarse una cerveza con Rufus y que cuente otra vez todos aquellos chistes viejos que siguen funcionando. Este es un disco formado por chistes nuevos (y muchos buenos) con pinta de viejos, algo que funciona solo si eres Rufus Wainwright y casi solo aquí, donde lo que realmente valoramos de lo nuevo es que nos recuerde a lo viejo.
Unfollow the rules. Rufus Wainwright. BMG.

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