Salud mental en tiempo de crisis


No hace mucho, en uno de los debates entre los candidatos presidenciales en Colombia, Ingrid Betancourt, la única mujer en la contienda, le espetó a Gustavo Petro, el candidato de la izquierda, con el propósito de desmentirlo: “Yo creo que tú tienes alzhéimer…”. Y enseguida añadió, ya no dirigiéndose a él sino a los demás: “De hecho, cuando fui a visitar a Gustavo, me acuerdo que él estaba en una gran depresión, tirado en el piso, sin poder moverse”. Este comentario, traído a cuento sin saberse por qué, despertó una indignación generalizada, no solo porque Betancourt destapó en público un episodio íntimo, sino porque evidentemente lo usó para estigmatizar a su adversario. La candidata puso así en evidencia que, todavía hoy, hay muchas personas —incluso cultas— que para descalificar a alguien o mostrarlo como débil o incompetente lo acusan de sufrir una enfermedad mental.

El estigma, el desconocimiento, el prejuicio y el miedo han rodeado siempre la enfermedad mental, que en casi todas partes es, además, la cenicienta en los servicios de salud. La pandemia, sin embargo, parece haberla sacado, por fin, del oscuro rincón donde estuvo confinada, visibilizándola al menos parcialmente. Ahora ya no pareciera ser, como tantos creían, sólo el oscuro mal de una minoría que sigue llevando su sufrimiento como un secreto —para poder conseguir un trabajo, ser aceptado en una Universidad o lograr amor o amistades—, sino algo que muchos que se consideraban normales experimentaron en carne propia durante los dos últimos años y que sigue mostrando sus secuelas. Y no sólo las más obvias, como los retrocesos en los comportamientos infantiles o la depresión de los que han sufrido pérdidas, sino otras, imprevisibles, y hasta extrañas, como las que han enumerado algunos expertos: aumento de los siniestros viales por exceso de nerviosismo, frustración o rabia; en pospandemia, agorafobia: miedo a volver al mundo o deseo de perpetuar el aislamiento, e insomnio, ansiedad y hasta alucinaciones en algunos de los que han tenido covid.

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Pero ¿qué pasaba con la salud mental antes de la pandemia? Muchos sociólogos y filósofos han hecho reflexiones al respecto. El más popular de ellos, Byung-Chul Han, ha escrito sobre lo que él llama “la sociedad del cansancio”, en la que el individuo, en aras del rendimiento, se autoexplota hasta el agotamiento y la depresión. Franco Bifo Berardi, por su parte, examina también ampliamente la salud mental, y lo hace, como el pensador coreano, desde la perspectiva del sistema capitalista. “Una epidemia de infelicidad se está extendiendo por todo el planeta, al mismo tiempo que el absolutismo del capital reafirma su derecho a controlar nuestras vidas sin ningún tipo de restricción”, escribe en Héroes. Asesinato masivo y suicidio, uno de sus libros más particulares y más hondos. En él examina, entre otras muchas cosas, la vulnerabilidad mental de la primera generación educada en la era virtual y los efectos perniciosos de la mutación cognitiva que el entorno digital está produciendo, entre ellos “una patología respecto a la empatía (una tendencia al autismo) y la sensibilidad (desensibilización a la presencia del otro)”. Los hikikomori, por ejemplo —retraídos, asexuados, alérgicos al contacto social, que pasan meses sin salir de casa, pegados a las pantallas y encerrados en sus habitaciones, de las que no salen ni siquiera para comer— serían resultado de la sociedad hiperdigitalizada, y también los asesinos en masa contemporáneos, muchos de ellos adolescentes, en los que Berardi ve no sólo frustración, baja autoestima, huellas de bullying, sino una tendencia al espectáculo, pues, según estudios, la mayoría lo que están buscando es hacerse famosos por unas horas, incluso cuando optan por el suicidio. Que es una alternativa a la que acuden muchos otros jóvenes —es la segunda causa de muerte en ellos, después de los accidentes de tráfico— como una forma de huir de las presiones de la sociedad, de sus exigencias de éxito, y también de la violencia familiar o de las pocas oportunidades de realización laboral después de muchos esfuerzos para educarse.

Querría referirme a un último punto de los examinados por Berardi, y que él enuncia así: “La deuda es el grillete al que está encadenado el futuro de la generación del nuevo milenio”. Algo que describe muy bien Anya Kamenetz, citada por Berardi: “Preocupados y sin dinero. El común denominador de los miembros de esta generación es una sensación de permanente impermanencia. No se puede formar una familia, ni comprometerse con la comunidad, tener un trabajo o un plan de vida cuando no se sabe cómo va a ganarse uno la vida, si va a poder casarse por fin o liberarse de la deuda”. Es posible que esto suceda en muchos países, pero lo pude comprobar en mis viajes por China y Japón, donde era frecuente oír a la gente joven quejarse de que los arriendos eran cada vez más caros, por lo cual, después de casarse y tener hijos, tenían que seguir viviendo con sus padres, e incluso con sus abuelos, en espacios estrechos, muchas veces dedicados a “trabajos de mierda”, con las correspondientes secuelas de depresión, rabia y deseos de autodestrucción.

Estas formas de vida desoladoras a las que están sometidos los jóvenes —y también los viejos— en sociedades como Japón han sido recreadas, por ejemplo, en las novelas delicadísimas de Hiromi Kawakami, llenas de personajes solitarios, sometidos a rutinas decepcionantes y a trabajos anodinos. O en la extraordinaria novela de Amèlie Nothomb Estupor y temblores, que si bien transcurre en los años noventa del siglo pasado, da cuenta con humor de algo que sigue teniendo vigencia en el Japón contemporáneo: la rigidez jerárquica en los trabajos y la alienación de los empleados sometidos a humillaciones recurrentes, tareas repetitivas y órdenes absurdas.

La pobreza, el desplazamiento, la inseguridad y la violencia y el abandono estatal existentes en tantos países son también factores que van minando las fuerzas mentales de muchos. De hecho, los suicidios afectan gravemente a ciertas comunidades apartadas, como las de la Amazonia, y son cada vez más frecuentes entre los migrantes que huyen del hambre o de la guerra, y que entran en duelo o zozobra al abandonar sus países, o caen en manos de traficantes que los roban, los violan o los abandonan a su suerte.

Con la pandemia la humanidad sintió lo que podríamos llamar un miedo cósmico, apocalíptico: la naturaleza nos envió el mensaje de que, por nuestros atropellos ambientales, podemos llegar a desaparecer como especie. Algunos pensaron que esa conciencia nos haría mejores. Por supuesto que no. Aplacado ese miedo, ahora se cierne sobre nosotros no sólo el dolor de ver cómo Rusia masacra a Ucrania —constatación eterna de la capacidad del hombre de hacer el mal— sino también la amenaza de otra guerra nuclear. ¿Cómo no vivir ansiosos y desesperanzados? Según la OMS, la salud mental es un estado de bienestar en el que la persona realiza sus capacidades y es capaz de hacer frente al estrés normal de la vida, de trabajar de forma productiva y de contribuir a su comunidad. Difícil, en un mundo como este, lograr el equilibrio echando mano tan sólo, como individuos, de nuestras reservas espirituales. Aunque, por lo visto, ese es el principal recurso que nos queda.

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