¿Se puede hacer un buen uso del plástico? Las preguntas y las respuestas necesarias para cambiar el mundo se escuchan estos días en Barcelona


El ilustre diseñador Jacques Viénot (1893-1959), precursor en la estética industrial, definió el diseño como un “arte implicado”. Siguiendo esa premisa y gracias a un innovador proyecto de transformación de su territorio a partir del diseño, la ciudad de Lille, al norte de Francia, ha obtenido este año la distinción de Capital Mundial del diseño 2020, tomando el relevo de capitales como Taipei (Taiwán), Helsinki (Finlandia), Seúl (Corea del Sur) o Turín (Italia).

Lille, que además celebra su semana del diseño desde hoy hasta el 18 de octubre, se convierte así en la primera ciudad francesa en obtener esta distinción de la WDO (World Design Organization), que ha valorado sus propuestas “Proff of Concept”, una serie de proyectos relacionados con nuevos modelos de producción y consumo, sensibles con el medio ambiente, la movilidad o la resiliencia, y con la voluntad de ofrecer soluciones concretas a los desafíos de hoy. De este modo, Lille se presenta como ciudad laboratorio en los campos de la conciencia ecológica y la innovación social a través de las posibilidades del diseño.

Las propuestas se exhiben hasta mediados de noviembre en distintos espacios de la ciudad. Para empezar, exposiciones enfocadas en el diseño como herramienta de reconstrucción del mundo, necesaria para abrir nuevos imaginarios: Designers du dessin (un recorrido por la historia del diseño en Francia) y Sens Fiction, en el espacio Tripostal, y Les Usages du monde y La Manufacture: labour of love en la estupendamente renovada estación St Sauveur. Cuatro exposiciones que se preguntan por el pasado, el presente y el futuro del diseño y la arquitectura, que enlazan nombres pioneros como Jean Prouvé, Charlot Perriand o Pierre Paulin con otros actuales como Benjamin Declee, Francis Keré o Marjan Van Aubel & James Shaw.

Bajo el epígrafe “Design is capital”, la ciudad se vuelca en recordar las contribuciones y la importancia del diseño a lo largo de otras crisis, para revelar las que puede aportar en esta, insistiendo en que hoy el diseño debe estar al servicio de las ciudades y tener en cuenta las necesidades de los habitantes aumentando zonas verdes y creando hábitats más abordables y servicios de transporte más eficaces.

Por eso, a esas exposiciones, se suma la visita a las llamadas Maison POC, concebidas como laboratorios de ideas de un mundo por reinventar. La comisaria Giovanna Massoni insiste en que su rol es el de “crear vínculos, solicitar colaboraciones y desarrollar una visión colectiva para conseguir un diseño ‘precautionnel’ (“precavido”), como dice el filósofo Bruno Lautor”.

Los proyectos de las POC ponen el ojo en seis grandes temas: la economía circular, una pasarela entre el ecosistema local (el barrio, la ciudad) y el internacional (modos de producción con bajo impacto energético). Los nuevos modelos de habitar, tomando el confinamiento actual como una caja de resonancia de la necesidad de evolucionar los interiores. El cuidado y cómo este, desde los tiempos del “movimientos higienista”, ha contribuido al avance del cuidado en hospitales o a la lucha contra la insalubridad: tema abordado por la filósofa Cynthia Fleury y los diseñadores del equipo Les Sismo, interesados en fortalecer los vínculos entre la ética del cuidado y la ética del diseño, quienes abren la exposición recordando el entablillado de los Eames para heridos de guerra en los años cuarenta. La ciudad colaborativa, que se pregunta cómo el diseño puede facilitar la colaboración en las ciudades y propiciar modos de vida más solidarios y sostenibles. La incidencia del diseño en la movilidad en las ciudades en tiempos de transición energética, y la acción pública.

La apuesta de Lille es ambiciosa: hacer del diseño la llave de una metamorfosis social en tiempos de covid, y proponer métodos y competencias esenciales e inspiradoras para acompañar los cambios de la sociedad a nivel espacial y económico.

Todo ello en una ciudad que ha aprovechado dos de sus espacios más emblemáticos para otras dos exposiciones que resultan visita obligada. Por un lado, la invitación a los diseñadores belgas Fien Muller y Hannes Van Severen (duo de Gante conocido como Muller van Severen) a redecorar la Villa Cavrois, obra maestra de Robert Mallet-Stevens situada a media hora de Lille, quienes, delicadamente, han volcado sobre este espacio único una estética actual aplicada a la búsqueda de nuevas formas y adaptada a las funciones.

Resulta conmovedor apreciar el diálogo armónico entre los muebles de Muller Van Severen y la creación de Mallet-Stevens, un verdadero chateau moderne construido en 1932. Los diseñadores belgas reinterpretan con su intervención la relación entre el arquitecto y su cliente, el industrial Paul Cavrois, quien le dio a Mallet-Stevens siete palabras para que sirvieran de guía en su trabajo: modernidad, aire, luz, trabajo, economía, confort, higiene y deporte. Como para Muller Van Severen el arte puede estar en cualquier parte (desde un jarrón a una manera de ser) apuestan por la emoción de formas, materiales y colores en sofás, armarios, mesas, sillas, e incluso espejos y relojes adaptados a su funcionalidad para hacer buena la máxima de los años treinta que venía a decir que son útiles y bellas las formas que revelan el acuerdo entre las exigencias de la materia y las aspiraciones del espíritu.

El otro espacio de referencia es el Museo LAM (Lille Metropole Musée d’Art Moderne), que dedica la mitad de su superficie expositiva a la mayor retrospectiva dedicada en Francia a William Kentridge, el artista plástico creador del diseño animado. El Lam, museo de referencia del norte de Francia, fue inaugurado en 1983 gracias a la donación de Genevieve y Jean Masurel, industrial textil apasionado del cubismo que, gracias al legado y al impulso de su tío Roger Dutilleul, devino mecenas y coleccionista de arte.

Durante años, Dutilleul se dedicó a ir a cenar con el galerista y marchante Daniel-Henry Khanweiler en París y a adquirir obras de Bracque, Derain, Léger, Miró, Modigliani (que le dedicó un famoso retrato), Picasso o de cualquiera que despuntara en la época salvo de Matisse, a quien detestaba por completo y por cuyo arte sentía una repulsión visceral. Hay gente para todo. En cualquier caso, con la herencia que brindó a su sobrino, fue el culpable de que la colección permanente del LAM sea, a día de hoy, un festival de obras mayores del arte de la primera mitad del siglo XX.

Entre las dos guerras, Masurel se decantó por el arte naif y la pintura abstracta de André Lanskoy. Y hasta que se hizo efectiva la donación en 1979 se dedicó a seguir a los artistas de su tiempo. Con ese espíritu, el museo ha dedicado en los últimos años retrospectivas a Richard Deacon, Dennis Oppenheim, Daniel Buren, Robert Filliou o Jockum Nordström. Ahora, y prolongada hasta el 13 de diciembre, le toca el turno a William Kendritge (Johannesburgo, 1955), inscrito en esa línea de artistas totales que dominan todas las formas de expresión artísticas (desde el teatro –su gran pasión temprana– a la performance o el diseño).

Un poème qui n´est pas le notre (“un poema que no es el nuestro”) es una retrospectiva que ajusta cuentas con las funciones del arte y con la manera de Kentridge de entenderlo: “Un dibujo político debe ser claro y sin ambigüedades, y ese no es el caso de mis dibujos, que expresan una visión política y, al mismo tiempo, personal”. Su trabajo expresa un compromiso social y político (volviendo una y otra vez a cuestiones como el racismo, la emigración, el colonialismo, el tiempo o la historia africana), que evoluciona progresivamente por y a través de dibujos, instalaciones, películas de animación, grabados, esculturas, decorados para teatro o tapices.

Celebrado por los más importantes museos del mundo como el Metropolitan Museum of Art de Nueva York o la Tate Modern de Londres (también el Reina Sofía le dedicó la retrospectiva Basta y sobra en 2017), Kentridge aceptó con agrado la invitación del Lam para exponer una obra ambiciosa y multidisciplinar. Eso sí, como es habitual, no se movió de su lugar de trabajo y experimentación. Kentridge está en su taller como Pascal en su habitación. “El taller es un espacio cerrado, físicamente pero también psíquicamente, como un cerebro de mayor envergadura: deambular por el taller es el equivalente a las ideas que dan vueltas por la cabeza”.


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