Seis hombres, un sótano y un plan para la guerra: “Hay que raptar a la gobernadora”

Escrito sobre una página de color amarillo: “Sabíamos que esta decisión era difícil, pero es lo mejor para nosotros y nuestras familias. Tengo 28 años; ya soy madre de un niño de seis. Mi mejor amigo y yo tuvimos una noche de borrachera y no necesitamos este hijo”. Escrito sobre papel rosa: “Señor, sé que estás con cada mujer que se encuentra en esta situación”. De nuevo, con fondo amarillo: “Haz lo que sea mejor para ti y no dejes que nadie te haga sentir mal por ello”.

Las mujeres que abortan en la última clínica que queda abierta en Misuri, en la ciudad de San Luis, dejan cartas para Dios y también para la siguiente paciente en un libro de visitas que se encuentra en la sala de espera. Para llegar hasta allí han tenido que sortear una fila de beatas que rezan y se han encontrado con una chica de chaleco multicolor que hace de acompañante por si las acosan. Suele haber pocas beatas; también pocas pacientes. Un miércoles de octubre, único día de esa semana que practicarán abortos, solo ha habido dos intervenciones. Dos, en un Estado de 6,2 millones de habitantes.

La doctora Colleen McNicholas, de 39 años, termina la jornada pronto, sin demasiado cansancio, y explica: “El aborto ha existido desde que ha existido el embarazo. Cuando se ponen dificultades, las mujeres buscan una salida, y normalmente se van fuera de aquí. Cuando yo nací, había 30 clínicas, cuando entré en la universidad había 10 y ahora que ya ejerzo solo queda una”.

Queda, de milagro, o, más bien, por un juez. Con los años, las autoridades del Estado conservador fueron implantando más y más requisitos a los centros para que puedan operar y el año pasado estuvieron a punto de cerrar la última, gestionada por la gran asociación de planificación familiar Planned Parenthood, al no renovarle la licencia por un conflicto con las últimas demandas. El pulso se produjo en medio de una gran ofensiva de los Estados conservadores contra el aborto, con nuevas limitaciones en Iowa, Misisipi, Alabama y Luisiana rayanas en la prohibición total. En paralelo, territorios demócratas como Illinois, Nueva York, Vermont y Rhode Island reaccionaron en dirección contraria y han aprobado nuevas leyes y regulaciones que facilitan la interrupción del embarazo y tratan de blindar el derecho al aborto de cara al futuro.

Ningún sitio como el puente del río Misisipi, esos 20 minutos que separan Misuri e Illinois, para contemplar una sociedad rota. En San Luis, antes de abortar, las mujeres deben escuchar al mismo facultativo que se lo va a practicar —la doctora McNicholas— advirtiéndoles de que están terminando con una vida. Lo requiere el reglamento. También un último examen pélvico. Las autoridades exigen, además, 72 horas de espera entre una primera visita antes del servicio y la intervención. Esos tres días para la “reflexión” apenas cambian la decisión de las pacientes, pero sí crean problemas para muchas de ellas, pues si viven en localidades lejanas del único centro necesitan pedir varios días libres en el trabajo. Y los seguros médicos solo cubren el coste de la intervención en caso de que haya riesgo para la vida.

Dos abismos sobre el aborto en Estados Unidos | En video, entrevista con la doctora Colleen P. McNicholas directora médica de la clínica de Planned Parenthood.

FOTO Y VÍDEO: Mónica González

Al otro lado del río, en Fairview Heights, Illinois, una nueva y flamante clínica de Planned Parenthood abrió sus puertas hace justo un año. Tiene capacidad para atender a unas 11.000 pacientes y la inmensa mayoría son mujeres de Misuri. En Illinois, las mujeres no pasan esas 72 horas de reflexión y las que están en una situación económica más vulnerable tienen los gastos cubiertos por Medicaid (el programa público de salud para personas desfavorecidas). El gobernador J.B. Pritzker firmó una ley que lo consagra como “derecho fundamental” y suavizó las restricciones en los casos de gestación avanzada. Una organización, la Chicago Abortion Fund, recoge además fondos para sufragar los gastos de desplazamiento de las mujeres de bajos ingresos.

En la sala de espera del centro de Fairway, en lugar de cartas, se encuentran cuadros de gente joven, guapa y alegre en la playa, o de paso en la ciudad, como si fueran anuncios de un catálogo de moda.

“Nosotros estamos viviendo ya aquí ahora una realidad de lo que puede ser Estados Unidos en el futuro, si el Tribunal Supremo cambia de opinión. Mujeres que no pueden abortar en su Estado y deben viajar a otros”, explica Yamelsie Rodríguez, presidenta de Planned Parenthood de la región de San Luis y el suroeste de Misuri.

Todos los grandes debates sociales de Estados Unidos se acaban resolviendo en el Supremo: la segregación racial, el aborto, o el derecho a quemar la bandera. Rodríguez se refiere a la sentencia del Supremo en el caso Roe contra Wade, de 1973, que legalizó la interrupción voluntaria del embarazo en todo el país. Lo hizo bajo el argumento del derecho de la mujer a la “privacidad”, lo que dejó para siempre una puerta abierta que los nuevos tiempos tratan de aprovechar. Varias de las legislaciones más restrictivas del aborto, paradas en los tribunales inferiores, buscan terminar la batalla legal en el alto tribunal, ahora de mayoría conservadora reforzada, con el fin de que deba volver a pronunciarse. El Senado debate estos días la confirmación de la jueza Amy Coney Barrett, que se ha mostrado contraria en otras ocasiones, como nuevo miembro, lo que dejará a los progresistas en una minoría de seis a tres.

En Planned Parenthood piensan cómo será un mundo “post-Roe”. Si Misuri cerrase la única que queda abierta, ya tendría, de facto, prohibido el aborto. Hay cinco Estados en los que queda una sola clínica. Derecho Nacional a la Vida, una liga contraria al aborto que considera que la vida empieza en el mismo momento de la concepción, alberga grandes esperanzas con la futura jueza del Supremo. Según la presidenta, Carol Tobias, Amy Coney Barrett “ha demostrado su compromiso defendiendo el texto y la historia de la Constitución”, es decir, pertenece a esa corriente de intérpretes literalistas de la Carta Magna de tendencia más conservadora.

El presidente y candidato republicano Donald Trump, casado tres veces, acusado de abusos por varias mujeres, y que ha reconocido haber pagado a dos para silenciar relaciones extramatrimoniales, se ha convertido en una especie de héroe del movimiento antiabortista. Pocos aspectos de su vida le harían el líder ideal del votante conservador, pero nadie puede dudar del pragmatismo de la derecha religiosa y su Administración ha favorecido sus intereses: recuperó una ley que prohíbe a las ONG y proveedores sanitarios en el extranjero utilizar fondos del Gobierno estadounidense para asesorías a favor del aborto; anuló una ley que obligaba a los empresarios a incluir métodos anticonceptivos en el plan de salud ofrecido a sus empleados, y anunció una reforma de un programa de planificación familiar financiado federalmente para pacientes de bajos ingresos.

Patty Rule, una de las mujeres que reza frente a la nueva clínica de abortos de Illinois, que también frecuentan las activistas a favor de la vida, percibe un cambio: “La lucha contra el aborto perdió algo de fuerza hace 10 años. Se convirtió en algo más fácil y más seguro, así que aumentó el número. Pero de un tiempo a esta parte, más gente se da cuenta de lo importante que es la vida”. Tras la histórica sentencia de 1973, el número de clínicas de abortos se disparó por el país. Planned Parenthood y otras organizaciones feministas alertan de un proceso inverso que puede culminar el próximo año en el Supremo. En Misuri ya han echado un vistazo a la bola de cristal.

Tercer capítulo: Seis hombres, un sótano y un plan para la guerra. Adam Fox y su milicia conspiraban para el secuestro de la gobernadora de Michigan, una estrella ascendente del partido demócrata, antes de las elecciones. Querían, según el FBI, incitar una Guerra Civil.

Suscríbase aquí a la newsletter sobre las elecciones en Estados Unidos


Source link