Ser colombiano es un estigma

Ser colombiano es un estigma

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Fumigaciones con glifosato sobre cultivos de coca. EFE

Quienes hemos vivido en carne propia la lucha contra las drogas sabemos que se trata de una guerra inmoral, injusta y violenta. A punta de coñazos y de golpes irreparables, los colombianos entendimos antes que nadie que esta guerra no se podía ganar. Por eso resulta tan relevante el anuncio hecho por el presidente Biden de que perdonará a los condenados por posesión de marihuana a nivel federal y de que va a revisar su clasificación como droga dura. A pesar de lo tibio que parezca, es la primera vez que un mandatario norteamericano cambia de libreto y se aparta de esa fracasada política.

Para Colombia, la guerra contra las drogas ha sido una costosa farsa que nos estigmatizó ante el mundo y nos volvió aún más genuflexos y sumisos frente a Washington. Tras décadas de incautaciones, de cientos de extradiciones, de rodilleras gastadas y de concesiones que no se debieron hacer, nos quedamos con el pecado y sin el género.

Pese a que pusimos los muertos y de que nos regalamos ante Washington, esta guerra contra las drogas, con su doble moral y su mala vibra, nos convirtió en indeseables y en los malos de la película. Ahora, ser colombiano es un estigma. Se nos exige visa para entrar a casi todos los países, se nos requisa en las aduanas como si fuéramos potenciales mulas y los Estados Unidos, nuestro socio en esta guerra, ha impuesto una lista de espera de tres años a los colombianos que quieran sacar o renovar su visa. Y claro, mientras a los colombianos nos queda cada vez más difícil movernos por el planeta, a las fortunas derivadas del narcotráfico se les facilita su blanqueo en los centros financieros del mundo. Para eso ha servido esta guerra fallida: para lavar fortunas y para estigmatizar a países como Colombia.

El Plan Colombia, esa ambiciosa estrategia contra el narcotráfico que se extendió por espacio de 15 años con un costo de más de nueve billones de dólares, tampoco tiene nada que mostrar: el tráfico de cocaína hacia Estados Unidos no se redujo y según datos de varias agencias, hoy se procesa más cocaína en Colombia que hace 15 años. Las hectáreas cultivadas de coca son más que las que había en 2001, cuando se inició el Plan Colombia y la fumigación por la que tanto se apostó y que se hizo de manera desaforada hasta que un fallo de la Corte Constitucional la frenó en 2015, no consiguió reducir la oferta pero, en cambio, sí expandió los cultivos de coca.

Hoy se sabe que el plan Colombia fue ante todo un negocio que enriqueció a muchos contratistas norteamericanos, comenzando por los que vendían el glifosato.

Bajo el plan Colombia también se utilizó la inteligencia y los equipos de interceptación comprados con dinero de los norteamericanos para interceptar ilegalmente a la oposición, a los periodistas y a los negociadores que firmaron la paz en La Habana. Lo que hoy se está descubriendo en México con las revelaciones de los correos de la Secretaría de Defensa Nacional (Sedena) es una copia calcada de lo que ya pasó en mi país.

Esta guerra no solo afectó a las instituciones. También tuvo un impacto demoledor en la psiquis colombiana porque nos llenó de culpas y nos forzó a demostrar que no éramos un país entregado al narcotráfico. Fuimos tan serviles y condescendientes que llegamos a creer que decirle no a Washington era una herejía.

Países como México y Ecuador restringieron las labores de la DEA, pero Colombia no fue capaz. Sus agentes hoy se mueven por el país como si estuvieran en el viejo oeste. Se dan el lujo de proteger a narcos alegando que son sus informantes y montan operaciones de entrampamiento, una figura que no existe en nuestro código penal, con el propósito de incidir en la política interna.

Durante el Gobierno de Trump, la guerra contra las drogas sirvió de excusa para intentar incidir en los fallos de la Corte Constitucional y se llegó incluso a amenazar con quitarle la visa a varios magistrados.

La guerra contra las drogas también ha sido profundamente injusta con las víctimas que la violencia dejó en Colombia porque se terminó extraditando a narcos que cometieron crímenes atroces en Colombia con el perverso argumento de que primero había que cumplir con la justicia americana y luego con las víctimas.

Al cabo de 30 años, el saldo está en rojo. Estados Unidos enfrenta una epidemia de opiáceos que ha cobrado la vida de miles de personas, México vive los mismos niveles de violencia que tuvo Colombia cuando los carteles colombianos eran los dueños de todo el negocio y el único triunfo que tiene para mostrar esta guerra estúpida es el de haber conseguido que los narcos colombianos trabajen ahora para los carteles mexicanos.

Cambiar la política de drogas es un imperativo moral que tienen que asumir Estados Unidos. Para Colombia es una necesidad inaplazable porque esta guerra sin sentido está socavando la dignidad del país y causando serios estropicios en nuestra resabiada democracia. Eso lo sabe el presidente Gustavo Petro, quien en su discurso ante la ONU se le adelantó a Biden para decirle al mundo que la guerra contra las drogas había fracasado.

Es hora de que se acabe esta guerra inútil y que no nos inviten a sus exequias.


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