Ser compasivo no está de moda, pero nos hace verdaderamente humanos


En una conferencia pronunciada en la Universidad de Cádiz en 2012, la escritora y crítica literaria Anna Caballé se preguntaba qué había sido de la piedad religiosa y de la compasión laica. Esta fue su respuesta: “No parecen tener cabida intelectual en el mundo moderno que las concibe como sentimientos reaccionarios, paternalistas, de arraigo feudal (…). La compasión cotiza a la baja, no tiene inversores”. Es hoy “una virtud bajo sospecha”, como afirma el filósofo Aurelio Arteta.

¿A qué puede deberse tamaña amnesia, e incluso desdén, cuando no desprecio hacia la virtud que se encuentra en el quicio de la ética? Quizá a su clamorosa ausencia en nuestra vida personal y colectiva, o a que no se la considera una virtud, y menos aún, un principio moral, sino una actitud apagada y pusilánime propia de las personas débiles de carácter. Así pensaba Nietzsche, para quien la compasión es un “estado enfermizo y peligroso”, debilita la individualidad, comporta una merma de energía vital y es contraria a la razón. Más aún, en Así habló Zaratustra llega a aseverar que Dios ha muerto por exceso de compasión.

La manera en que han entendido y ejercido con frecuencia la compasión las personas religiosas no ha facilitado precisamente una valoración positiva de ella. Todo lo contrario, ya que con frecuencia la han practicado como un sentir pena desde fuera, un lamentarse con solo aspavientos y no mover un dedo por aliviar el dolor de quienes lo padecen. Con este modo de proceder lo que han hecho ha sido provocar rechazo hacia una virtud que suele estar en el centro de la vida de los fundadores y reformadores religiosos.

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En su uso normal la palabra “compasión” suena a sentimentalismo alejado de la praxis, a comportamiento que viene a encubrir las causas de la injusticia y a una vaga simpatía que se siente desde fuera o desde arriba con cierto complejo de superioridad. A la virtud de la compasión le ha sucedido algo parecido a lo que ha pasado con la caridad. Esta se ha identificado con el asistencialismo externo y se la ha contrapuesto a la justicia.

A la deformación, irrespeto y maltrato de la compasión contribuyen en buena medida algunos diccionarios. La Real Academia Española la define como “sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes sufren penalidades o desgracias”. En la misma dirección apunta el Diccionario enciclopédico Larousse: “Sentimiento de lástima hacia el mal o desgracia que padece alguno”. Ambas definiciones refuerzan el sentimiento de superioridad de quien se compadece hacia la persona que está sufriendo. Así entendida, la compasión se asocia con sentimientos de poder, que llevan a la persona “compadecida” a decir, con razón, “no me compadezcas”.

El verdadero sentido de la compasión es ponerse del lado del otro, más aún, en el lugar de los otros sufrientes en una relación de igualdad y empatía, asumir el dolor de las otras personas como propio, interiorizarlo, hasta identificarse con quienes lo sufren, algo que no resulta fácil pero que es necesario intentar. La compasión requiere participar activamente en el sufrimiento ajeno, pensar y mirar la realidad con los ojos de las víctimas, de las personas empobrecidas, y luchar contra las causas que lo provocan.

“Si no te afecta el dolor de los demás, no mereces llamarte humano”: es una afirmación que he escuchado con frecuencia durante la pandemia. La compasión es una “pasión” que se dirige espontáneamente al sufrimiento de los otros y de la naturaleza oprimida. Es la que nos hace realmente humanos y personas más conectadas con la naturaleza, de la que formamos parte. Tal actitud requiere tomar en serio el mal que sufren las otras personas y la naturaleza y no banalizarlo.

Ese es el verdadero significado de la compasión como principio y virtud, que el filósofo alemán Arthur Schopenhauer considera el fenómeno originario y el fundamento de la ética, así como el móvil moral más puro y auténtico. A su vez, el altruismo constituye el sello distintivo del valor moral que se mueve por el interés ajeno y no por el egoísmo, enemigo que mata la compasión. El filósofo Max Horkheimer, bajo la influencia de Schopenhauer, considera la compasión como dimensión constitutiva de la ética y base del sentimiento moral. Pero a diferencia de Schopenhauer, que sitúa la compasión en el plano individual e interior, la ubica en la esfera colectiva y la entiende como protesta contra las estructuras sociales injustas que impiden a los seres humanos ser sujetos de su propio destino, diseñar su futuro y vivir con dignidad. “Es condición necesaria de la moral” y va más allá de la moral, como él mismo afirma: “Puede superarse la moral, pero la compasión permanecerá”.

La compasión no puede quedarse en la esfera privada o en las relaciones interpersonales. Es necesario historificarla, vincularla con la justicia en un mundo injusto y desigual y traducirla en solidaridad política con quienes son víctimas de la irracionalidad del sistema y resistencia frente a todas las formas de dominación, opresión, explotación y sometimiento. No hay compasión sin justicia.

La compasión es el principio fundante y la actitud ética fundamental de las diferentes tradiciones religiosas: judaísmo, cristianismo, islam, hinduismo, budismo… Bueno en teoría, porque con frecuencia generan no pocos sufrimientos a sus fieles, provocan una conciencia de culpa y pecado y adoptan comportamientos inmisericordes e insolidarios con las víctimas. Es, a su vez, principio teológico. Sin él los discursos de las religiones se tornan cínicos y desembocan en complicidad con los victimarios.

Personalidades de diferentes tradiciones religiosas y laicas coinciden en que la compasión es principio de humanidad y su práctica imperativo ético para todo ser humano. Epicuro afirma que es vana la palabra del filósofo que no remedie ninguna dolencia del ser humano. La motivación de la praxis liberadora es la compasión como alternativa a los sacrificios, en sintonía con los profetas de Israel/Palestina, que anteponían la práctica de la justicia al culto. Todas las azoras del Corán, salvo la 9, comienzan con la expresión “En el nombre de Dios, el Compasivo, el Misericordioso”.

Herbert Marcuse apeló a la compasión poco antes de morir en diálogo con Jürgen Habermas. Ambos filósofos de la Escuela de Fráncfort se preguntaban en sus frecuentes encuentros cómo explicar la base normativa de la teoría crítica. Lo recuerda la filósofa española Adela Cortina. Marcuse solo respondió a esa pregunta dos días antes de morir, estando en el hospital acompañado por Habermas: “¿Sabes?”, le dijo. “Ahora ya sé en qué se fundan nuestros juicios de valor más elementales: en la compasión, en nuestro sentimiento por el dolor de los otros”. Del mismo parecer era la antropóloga Margaret Mead, para quien, cuando se ayuda a alguien en momentos difíciles, comienza realmente la civilización.

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