Ser mujer refugiada

Una refugiada afronta, por su condición de mujer, peligros y discriminaciones por los que no han de pasar los refugiados hombres o que los acechan solo en mucha menor medida. Violencia sexual, trata, sexo por supervivencia, matrimonios concertados… Ellas son aproximadamente la mitad de los 80 millones de desplazados forzosos que registró Acnur (Alto Comisariado de las Naciones Unidas para los Refugiados) en 2020 y, sin embargo, padecen peores posibilidades educativas, de inserción laboral y más dificultades hasta para obtener residencia legal en el lugar de asilo. Muchas, ni siquiera tuvieron voz ni voto en la decisión de abandonar su hogar.

Es el panorama que dibujan los datos. Sirvan de ejemplo, ahora que se cumple el décimo aniversario de la guerra de Siria, algunas estadísticas recogidas por ONU Mujeres en un informe que abarca hasta finales de 2019 sobre las mujeres refugiadas sirias en Líbano, país que acoge más personas refugiadas per cápita, con 884.000 en una población de menos de siete millones. El 38% de estas mujeres reconoce haber sufrido violencia sexual; tienen seis veces menos posibilidades de encontrar trabajo y, cuando lo encuentran, es ocasional y en labores agrarias o limpiando; cuentan con un 9% menos de opciones de recibir un permiso de residencia que los hombres (tan solo de un 18%), lo que deriva en arrestos e incluso deportaciones; una de cada tres chicas está involuntariamente comprometida o casada por razones económicas, porque sus padres no pueden mantenerlas; y, aunque resulta incuantificable, según este informe, con frecuencia estas mujeres se ven obligadas a mantener relaciones sexuales como forma de pago del alojamiento u otros bienes básicos.

Las sombras de este retrato siguen siendo oscuras y, sin embargo, hay luz: la reversión de esta desigualdad entre personas refugiadas es una tendencia que avanza despacio pero inexorablemente, gracias sobre todo al trabajo durante años de otras mujeres, como Laura Almirall y Eva Menéndez, ambas de Acnur; o, sobre todo, gracias a la toma de conciencia de las mujeres refugiadas que hoy, en ciudades o campamentos de todo el mundo, asumen tareas organizativas y son escuchadas e incentivadas para ser dueñas de sus destinos. Estas son sus historias.

Eva Menéndez es especialista en temas de género de Acnur España. Ella es una de las personas que mejor sabe desentrañar los entresijos de esas formas de violencia que se ceban particularmente con las mujeres y que luchan por corregir. Cuenta Menéndez que, a aquellas mujeres que han experimentado una gran discriminación en sus comunidades de origen, les resulta más difícil salir de situaciones de abuso durante el tránsito o incluso ya asentadas en el país de asilo. “Imagina una mujer rural perseguida por grupos armados en el norte de Malí a la que han agredido sexualmente antes de montar en una patera rumbo a Canarias”, ejemplifica. “Ella, como muchas mujeres, puede haber normalizado esta y otras vejaciones por una cuestión cultural. Y podría desconocer que tiene derecho a asilo o ser incapaz de llevar a término el proceso sin asistencia”. Menéndez da cuenta de cómo en la última década, justo para combatir estos casos, los mecanismos de protección han evolucionado para individualizar la atención “escuchando a esas mujeres, poniéndolas en el centro”. Aporta un detalle ilustrativo: “A las mujeres refugiadas que son parte de los programas de Acnur no las llamamos usuarias o beneficiarias, sino socias; trabajamos con ellas para responder a sus necesidades”.

En 2000 Laura Almirall llegó a Guatemala para ser observadora del proceso de paz, y no tardó en descubrir que no se lo pondrían fácil. “Todos se llamaban entre sí licenciados, menos a mí, la única con estudios superiores. Después, me casé con un médico y pasé a ser doctora”, cuenta Almirall riendo. Dice que al principio solían buscar un interlocutor hombre, y que debió aprender a transmitir firmeza hablando y con su lenguaje corporal para que las autoridades de Pakistán, Malawi, Zambia, Angola o Líbano, de los numerosísimos países donde ha estado destinada, asumieran que estaban ante “la jefa”.

No obstante, Almirall, hoy representante de Acnur en El Salvador, cuenta que ser mujer le ayudó en aquellos contextos a colarse en las casas y charlar en torno a un té con amas de casa, niños o perseguidos LGTBIQ+; a tomar buena nota de sus preocupaciones, hasta entonces sepultadas por las de “la mayoría”. “Esa gente que durante décadas no había tenido voz, ahora la tiene. Existe un protocolo: hacemos análisis participativos con todos los grupos poblacionales y todas las opiniones quedan representadas y se toman en cuenta para cualquiera de nuestra acciones”, explica. Incluidas las de las mujeres que, por ejemplo, desde que se encargan en algunos campamentos de la distribución de alimentos han logrado que bajen los índices de malnutrición infantil, que el alimento llegue a todas las bocas y deje de ser mercancía de contrabando, como ocurría cuando era atribución exclusivamente masculina. “Tratamos de hacer partícipes a todas y de entender cuál es su visión de futuro”, explica Almirall, una labor de acercamiento y sensibilización fruto de la cual sucede, por ejemplo, que jóvenes somalíes acepten hoy casarse con mujeres sin infibular (a las que no han extirpado el clítoris), un paso de gigantes hacia el fin de la ablación femenina. Avances indispensables para voltear la injusticia.

Almirall hace mucho hincapié en algo: la expectativa de futuro. La mayor parte de las personas refugiadas creen que su circunstancia será transitoria, que podrán retornar pronto (en 2020 solo regresaron 102.600 según datos de Acnur, el 0,003%) y viven, al principio, sin pisar de veras la tierra del lugar que los acoge. A medida que la situación se alarga llegan el estupor y la desesperación, una angustia que también es peor para las mujeres refugiadas que, en muchos casos, ni siquiera tuvieron que ver en la decisión de abandonar su casa y que, según las cifras, tienen más probabilidades de verse obligadas a residir en asentamientos informales, sin integrarse. “Cada país y cada territorio tiene sus retos, pero es imprescindible perseguir siempre una solución con rapidez, y la más viable suele pasar por dos puntos: la inserción laboral de los adultos en el mercado laboral y la escolarización de los niños y niñas”. Sin embargo, como puede observarse en las cifras de debajo, basadas en un informe de Acnur, también en la educación hay desigualdades por corregir.

Almirall narra una anécdota que lo resume todo: “Una vez, en Líbano, fui a ver a una siria con cinco hijos. Su marido había sido conserje, vivían en la portería. Cuando este falleció, el cuidado de tantos pequeños no le permitía trabajar. No tenían ingresos y, aun así, no salían de aquel sótano: no quería que los echaran de la casa. Los niños dejaron de ir a clase porque no había quien pudiera acompañarlos. Estaban pálidos como el papel”. El equipo de Almirall consiguió que los trasladaran a un colegio más cercano y que alguien se ocupara de acompañarlos. La hija mayor tenía 11 o 12 años. Podría haber terminado casada a la fuerza…

Hala (Qamishli, 1976), que se licenció en Económicas en Alepo (Siria), ha inculcado a sus hijos, un adolescente de 14 y una niña de casi diez, el valor de una buena educación: el futuro hay que trabajarlo. Ambos sacan notas brillantes y están muy integrados, “son casi madrileños”, cuenta, lo que supone el mayor orgullo de Hala. La mejor garantía. Llegaron hace siete años huyendo de la guerra en Siria. Algunos parientes se instalaron en Suecia, país al que fantaseó con mudarse, pero el Convenio de Dublín obliga a permanecer donde se registraron sus huellas. Hala cree que, de alguna manera, la huida está inscrita en su linaje. Sus abuelos, asirios, escaparon de las matanzas del régimen turco a principios del XX.

Los primeros años, confiesa, fueron muy duros. “muchos llantos”, y tampoco ha sido fácil el último: Hala padece de los pulmones, y cuidarse de la covid-19 ha supuesto un reto más en la senda de esta mujer pertinaz que no solo saca adelante a su familia, sino que ha sido indispensable para el futuro de otras muchas. ¿Cómo alcanzar, se preguntaba Menéndez, a todas esas mujeres que ni siquiera tienen noción de su derecho a pedir asilo? ¿Cómo acompañarlas? La respuesta son mujeres como Hala, que comparten su experiencia y echan un cable mediante el programa Refugiadas voluntarias de Acnur. En el tiempo que lleva colaborando Hala ha trabado relación con más de 23 familias que ahora reciben asistencia. Ha tejido una red que puede salvarlas, aunque ella lo describa así: “Ahora tengo muchos amigos”. Saca del bolso unas pulseras: hace joyas inspiradas en la cultura aramea, en honor de sus ancestros, y con lo que recauda ha ayudado ya a más de 40 familias en Siria antes de Navidad, y volverá a enviar otra remesa en Semana Santa. “Mis cuatro sobrinos han nacido durante la guerra, no es algo que se pueda olvidar”. Porque, aunque tal vez ella y su familia permanezcan ya en España, Hala nunca pierde de vista dos certezas: la generosidad de algunos actos puede cambiar el curso de una vida y nadie, nadie, puede estar seguro de que no tendrá que hacer maletas y dejar atrás su hogar alguna vez. Cuantos lleguen a Madrid podrán seguir contando con el esfuerzo denodado de Hala.

Refugiada, mujer y trans

“Se deberían poder identificar rápidamente personas que han podido sufrir violencia sexual o de género, perfiles como los del colectivo LGTBIQ”, afirma Eva Menéndez, que advierte de la necesidad de seguir avanzando en formación sobre género entre los profesionales, así como de la importancia de “garantizar dispositivos de acogida que tengan en cuenta las necesidades de las mujeres”.

Camila le da la razón y, de hecho, le gustaría formarse para contribuir a esa labor. Llegó en marzo de 2019 de El Salvador. Había alquilado un apartamento, que dejó de poder pagar, viéndose abocada a la calle. Luego, cuando comenzó su proceso de asilo, compartió techo con familias, hombres que jamás habrían aceptado su condición… “Fue complicado”. Camila es una mujer trans de 27 años, una activista que desde 2015 ha defendido en su país los derechos LGTBIQ+ y que ha peleado incluso contra las acciones criminales de las pandillas juveniles, tan preponderantes allí. Un discurso en el parlamento, según cuenta, la colocó en el foco. Por más veces que se mudara siempre la encontraban, la perseguían. Así que tomó un avión y se marchó, con una carpeta bajo el brazo con todas las denuncias que había presentado, con todas las amenazas que había recibido. Incluso su familia le decía: “¿Por qué tienes que llamar la atención?”. Escogió Madrid por su tolerancia, porque aquí sí, creía ella, podría vivir una vida plena. Y por el momento todo sigue su curso. Comparte piso y no para de buscar trabajo (“He hecho entrevistas para ser dependienta, aunque está todo muy parado con la pandemia”). Su objetivo es ahorrar para sacarse el título de trabajadora social. Un par de manos más dedicadas por entero a traer un futuro de igualdad.


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