Singladura veraniega con una novela de guerra naval, un cóndor y una cobra

Un avión alemán Focke-Wulf Fw 200 Cóndor en vuelo sobre el mar.
Un avión alemán Focke-Wulf Fw 200 Cóndor en vuelo sobre el mar.

Pocos viajes más raros, e intensos, que el de vuelta en barco de Formentera a Barcelona vía Ibiza, con el gato Charly, una cobra (innominada) y la terrible sensación de que en cualquier momento aparecería por la amura de estribor como un siniestro albatros pintado de gris oscuro un enorme cuatrimotor Focke-Wulf Cóndor para rociarnos de balas y bombardearnos. Charly, cuyo viaje de vacaciones a la isla ha generado hipertensas críticas de conservacionistas radicales y cat-haters (que nos han acusado de genocidas de lagartijas y a mí de irresponsable y directamente de “gilipollas”, que ya es argumento ecológico), se ha metido en otro lío al colarse de polizón, con mi ayuda, en el ferry de Trasmediterránea Volcán de Tijarafe. Me daba pena confinarlo en las preceptivas jaulas para mascotas en las que habría tenido de vecinos a grandes perros que no paraban de ladrar, así que pasamos buena parte de la travesía en una de las cubiertas, él en su cómodo transportín camuflado en una bolsa de Condis y yo con la espalda apoyada en un mamparo leyendo una novela de Alistair MacLean sobre la Batalla del Atlántico (de ahí lo del avión Cóndor alemán de la Segunda Guerra Mundial) y observando el mar con mis prismáticos, por si aparecían una ballena o un periscopio.

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Decía que viajábamos también con una cobra; es verdad, pero la dejé en el coche a la vista, lo que me pareció una buena medida disuasoria por si alguien trataba de levantar el techo de lona y mangarme la pelota de vóley. Es una cobra disecada, pero asusta lo suyo. El por qué regresaba de Formentera con una cobra merece una explicación. La tenían en su por lo demás acogedora y bonita casa de La Savina la familia Carola. La había traído de un viaje a la India hace muchos años la madre de Tito y, aunque algo ajada y polvorienta, la serpiente, montada en una posición intimidatoria, con la característica capucha desplegada, me cautivó: fue amor a primera vista. Me dio la impresión de que los Carola querían deshacerse de ella porque enseguida me la regalaron. “Si te gusta llévatela, seguro que contigo estará mejor que con cualquier otro”, zanjó Tito. Me marché de la casa con la serpiente bajo el brazo más contento que unas pascuas y, como imaginé que habría salido poco estos años, la llevé de paseo a Sant Francesc a comprar el diario. De lo variopinto que es el turismo este verano en Formentera da fe que a nadie le pareciera raro.

En fin, que allá estábamos finalmente embarcados en el Volcán de Tijarafe la cobra (supongo que ahora tendré críticas por tráfico de especies), el gato, Alistair MacLean, representado por su novela San Andreas, y yo. San Andreas (la tengo en la edición de 1987 de Círculo de lectores) ha sido una de las mejores cosas del verano. Me la reservé para leerla a bordo en la larga singladura de ocho horas y pico pues trata de un barco británico, un buque hospital con el nombre del título, que vive una tremenda aventura atacado por aviones y submarinos nazis, y con el enemigo dentro infiltrado. Soy un gran fan de las novelas del escocés MacLean (1922-1987), “el hombre que sabía dónde estaba la acción”, como dijo alguien, que incluyen tres títulos famosísimos, inmortales (aunque el autor escribía como si disparase un cañón Oerlikon de 20 mm), con sendas películas de referencia del género thriller bélico/ aventuras: Los cañones de Navarone (publicada en 1957, el año que nací: a ver si no ha de marcar eso), El desafío de las águilas (basada en su propio guion cinematográfico) y Estación polar Cebra.

San Andreas (1984), una de las últimas (escribió una treintena), no es de las mejores novelas de MacLean pero es puro disfrute. En ella, como en la de su debú (1955), la espléndida HMS Ulysses (La odisea del Ulysses, en la inolvidable colección Áncora y Delfín, 1962), aprovechó su experiencia de primera mano como marinero de la Royal Navy durante la Segunda Guerra Mundial. El escritor estuvo embarcado desde 1941, con 19 años, en buques de diferentes clases, e incluso sirvió en la protección de convoyes en el Atlántico norte como el famoso y trágico PQ 17 (casi 70 % de pérdidas). Participó también en la caza del Tirpitz, sirvió asimismo en el teatro mediterráneo (Milos le inspiró Navarone) y luego en el Extremo Oriente. Ya de mayor explicaba que había caído prisionero de los japoneses y que lo habían torturado arrancándole uno a uno los dientes, pero parece que eso eran fantasías derivadas de su afición a la bebida.

Un fotograma de la versión cinematográfica de 'Mar cruel'.
Un fotograma de la versión cinematográfica de ‘Mar cruel’.

San Andreas, que cuenta con un interesante prólogo del propio MacLean sobre las condiciones en que se libró la cruenta (y fría) batalla del Atlántico (incluye un sorprendente elogio de los submarinistas alemanes, lo que es verdadero fair play cuando han tratado de torpedearte), me enganchó desde la primera página y sólo solté la novela al acabarla con el skyline de Barcelona ya en el horizonte. Con la lectura, el ligero bamboleo adormecedor, el plateado brillo hipnótico de infinity pool del mar y un poco de imaginación, el Volcán de Tijarafe (clase Ro-Ro Passenger Ship, 154,51 metros de eslora, 24,2 de manga, velocidad de 24,5 nudos, identificativo de llamada ECNO) se transformó en el San Andreas, ex Ocean Belle, una nave Liberty ―los mercantes estadounidenses de producción masiva que salvaron a Gran Bretaña― reconvertida en barco hospital.

En la novela, el navío es saboteado desde dentro y acosado ferozmente desde fuera sin respetar su condición (ni convención de Ginebra ni de tintorro, como hubiera dicho Gila) y las marcas de la Cruz Roja por razones que se ignoran hasta el final. El ataque de un Cóndor deja maltrecho al buque, con numerosos muertos y heridos, sin radio ni instrumentos de navegación, con maniobrabilidad reducida y la oficialidad diezmada. Afortunadamente, el San Andreas tiene como contramaestre (“regla número uno: cuando algo sale mal échale la culpa al contramaestre”) al resolutivo Archie MacKinnon (escoces como MacLean), un marino extraordinario que ha servido en submarinos y que toma las riendas de la situación. “Uno de los nuestros”, musité, aunque desde luego nadie que me conozca nos englobaría en la misma categoría de hombres. Para empezar, yo llevaba los iPods, una rebequita por si se levantaba brisa y masticaba un toblerone comprado a precio de oro en la cafetería del barco, en el que los únicos riesgos eran el mal funcionamiento del aire acondicionado y la comida del autoservicio. Así que difícilmente afrontaría los treinta grados bajo cero en el puente del San Andreas y menos aún sería capaz de recoger los trozos de los tripulantes destrozados por el ataque del Cóndor o discernir el rumbo a tomar con el barco perdido en algún punto del mar de Barents, al norte de Noruega, y veinte horas diarias de oscuridad nublada. “Dios nos de a la vez un buen capitán que sea un hombre bueno”, recé constatando que yo no sabía distinguir Tagomago de las Lofoten.

Lo de los Cóndor es un puntazo en la novela. Yo pensaba que lo malo para los convoyes eran los submarinos, pero hay que ver la amenaza, casi comparable, que suponían esos enormes pájaros que cobraron una cantidad sobrecogedora de tonelaje. Aparecen en todos los grandes libros sobre la Batalla del Atlántico. El bautismo de fuego de la Compass Rose en Mar cruel (Península, 2000), el gran libro, tan conradiano y melvilliano de Nicholas Monsarrat, por ejemplo, lo protagoniza un Cóndor al hundir salvajemente uno de los barcos que protege la corbeta. Luego los grandes aviones son la sombra que se cierne siempre como ave de rapiña sobre los buques (hay un episodio en la novela en la que encuentran un carguero sueco arrasado por un avión con toda la tripulación muerta excepto un gato).

La clásica maqueta para armar de un Cóndor producida por Revell.
La clásica maqueta para armar de un Cóndor producida por Revell.

He leído un ensayo espléndido sobre los Fw 200 Cóndor, Scourge of the Atlantic, el azote del Atlántico, como los denominó Churchill, de Kenneth Poolman (editorial MacDonald and Jane’s, 1978), acreditado historiador naval que combina la Royal Navy con el Trinity College de Cambridge. El estudioso documenta todos los casos de ataques y la lista es estremecedora. Lo más curioso es que el Cóndor no era inicialmente un avión de guerra sino de pasajeros, un gran cuatrimotor de lujo diseñado para cubrir largas distancias. Lo desarrolló en 1937 el ingeniero de la compañía Focke-Wulf Kurt Tank (!), creador luego del famoso caza Fw 190, y de repente la Luftwaffe, a la espera de contar con un aparato militar de sus características (sería el Heinkel He 177, muy malo, lo apodaban “el mechero de la Luftwaffe” por su propensión a incendiarse), lo incorporó a sus fuerzas.

Era un pedazo de avión. Lo sé bien porque con mi hermano lo montamos en la estupenda maqueta 1:72 para armar de Revell, que colgó del techo en nuestra habitación, demostrando notable autonomía de vuelo, varios años. Tenía una envergadura de 33 metros y sobrecogía verlo aparecer como a su tocayo andino. Lo que lo hacía especial para la fuerza aérea de Hitler eran su alcance (3.560 kilómetros) y las horas que podía permanecer en el aire (14). Además, lo equiparon con bombas y un poderoso despliegue de cañones y ametralladoras (en sus características torreta dorsal y góndola ventral). Yo pensaba que su papel había sido esencialmente de reconocimiento (había algunos de transporte y varias unidades se reservaron como aviones personales de Hitler y otros líderes nazis), pero cuando lees el libro de Poolman, o la novela de MacLean, ves que era un verdadero depredador marino. Además, la combinación Condor-submarinos para estrangular el tráfico marítimo fue letal para los buques Aliados. El avión, con cinco tripulantes, no sólo hundía por sí mismo barcos sino que comunicaba la posición de estos a los U-Boots, atrayéndolos como pirañas.

Los Cóndor, las alas de Doenitz, se hicieron terriblemente famosos como la garra de la célebre unidad Kampfgeschwader 40 (KG 40), la primera patrulla aérea marítima del mundo, comandada por el oberst Edgar Petersen y que volaba desde bases en Francia y Noruega. Nunca fueron muchos y eran frágiles (factor 1.9 de seguridad frente al 7 de un Junkers 88), como lo son las aves, pero llevaron el terror al corazón de los marinos Aliados. Yo mismo, en el Volcán de Tijarafe convertido en el San Andreas, podía sentir el pavor de la súbita aparición del gran pájaro oceánico con la muerte en las alas. El ataque, explica Poolman, se producía a muy baja altura, la sombra del avión gris rozando casi las olas, siempre desde proa hacia popa, que era donde los mercantes iban más armados. El Cóndor ametrallaba y cañoneaba la cubierta y dejaba caer sus bombas apuntando al centro del navío y desatando la devastación.

Un Focke-Wulf Cóndor abatido.
Un Focke-Wulf Cóndor abatido.

Yo pasaba las intensas páginas de la novela de MacLean dando un respingo cada vez que una nube pasajera oscurecía el sol y creyendo divisar en el agua cadáveres de marinos flotando como delfines muertos. En el libro, lleno de detalles auténticos, derriban uno con fuego antiaéreo y su piloto acaba siendo huésped del buque hospital cuyos ocupantes (tripulantes, médicos, enfermeras, náufragos rescatados, prisioneros) conforman una pequeña comunidad en la que casi todos son sospechosos de ser el espía y saboteador nazi. En ese terreno de Agatha Christie en tiempos de guerra, con traiciones y dobles agentes, se mueve extraordinariamente bien el autor de El desafío de las águilas. Hay muchos tópicos del género de la aventura bélica naval en la novela (el submarino embestido por el barco, el capitán nazi rescatado, el abnegado jefe de máquinas) pero, pese a las guapas enfermeras, nada de sexo: MacLean consideraba que ralentizaba la acción (no debía conocer el sexo rápido).

Los británicos encontraron que la solución ante los agresivos Cóndor era armar más a los buques y embarcar aviones. Entre ellos los Fairey Fulmar (lo que hacía que se enfrentaran dos pájaros, los cóndores y los petreles) y sobre todo los Sea Hurricane adaptados al mar, que eran precariamente lanzados desde marcantes y barcos de guerra por medio de catapultas. En Transmediterránea, constaté con alarma, no había previsto nada así. De hecho, por no llevar no llevábamos ni Oerlikons ni Bofors, ni siquiera una triste Lewis.

Huelga decir que el Volcán de Tijarafe sobrevivió a los Cóndor y a los submarinos y nos depositó puntuales, sanos y salvos al gato, la cobra y servidor en el puerto de Barcelona. Pero no se vive una tensión como la de la lectura de San Andreas a bordo tantas horas sin consecuencias y camino del refugio de las montañas, lejos de las olas refulgentes que oscurecen los grandes pájaros, era imposible dejar de pensar en Mar cruel, la mejor novela jamás escrita sobre el mar y la guerra, y recordar que nuestra vida entera es un viaje en un barco que se hunde y que, como constatan los tripulantes de la Compass Rose en la conmovedora historia de Nicholas Monsarrat, nadie sabe si el amor hace a los hombres más proclives a salvarse, o a ahogarse.

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