¿Sirve de algo verificar las mentiras de Trump?



El presidente Donald Trump tiene una acusada tendencia a esquivar la verdad. No faltarán escépticos que digan que este rasgo está dentro del repertorio habitual de muchos políticos, pero, como ocurre con sus interminables corbatas y su exagerado tupé, el problema del estadounidense con la verdad rompe los cánones.
El rigor claramente no se encuentra entre sus puntos fuertes. Desde que llegó a la Casa Blanca, en enero de 2017, hasta el pasado 27 de abril ha hecho 10.111 afirmaciones falsas en público. Según el metódico recuento que lleva a cabo un equipo de The Washington Post liderado por el periodista político Glenn Kessler, en 828 días como comandante en jefe ha faltado a la verdad en público unas 12 veces al día, 85 veces a la semana o 370 al mes, en ámbitos como discursos oficiales (999), mítines (2.217) y tuits (1.803). Y la tendencia va al alza: de noviembre de 2018 a finales del pasado abril, la media diaria fue de 23 bulos. Y ahí se incluyen los 171 que lanzó en apenas tres días de abril, la mayoría en una entrevista con la cadena Fox celebrada entonces. Son más mentiras que visitas a sus campos de golf en su primer año como presidente: 150.
La laxa relación con los hechos factuales del magnate inmobiliario quebrado (según se ha descubierto recientemente) y estrella de la telerrealidad que derrotó a Hillary Clinton en las elecciones de 2016 empezó a ser probada por la prensa estado­unidense durante la campaña, pero, como era de esperar, la obsesión con los embustes de Trump ha alcanzado su apogeo durante su presidencia.

El presidente ha repetido 150 veces que está construyendo el muro en la frontera con México y otras tantas ha sido desmentido

El equipo del Post trata de poner orden ante la avalancha de falsedades, que ellos definen como “tsunami”, pero no son ni mucho menos los únicos. Angie Drobnic Holan, ganadora de un Premio Pulitzer por la cobertura de la campaña presidencial de 2008 y directora de la web de verificación de información política Politifact, explicaba en un panel celebrado en la Universidad de Columbia el pasado 9 de mayo que el volumen de patrañas de Trump es tal que decidieron preguntar a sus lectores si estaban haciendo un buen trabajo: “Un tercio dijo que lo estábamos haciendo bien, otro tercio contestó que deberíamos hacer un seguimiento más intensivo aún, y el resto manifestó que ya les había quedado claro que Trump mentía y que nos concentráramos en otra gente”.
Si en campaña el republicano volvía una y otra vez al bulo mil veces desmentido sobre el acta de nacimiento de Obama —que supuestamente probaba que no era realmente estadounidense—, la mentira más recurrente de Trump como presidente ha sido decir que está construyendo el muro en la frontera con México. Lo ha repetido 150 veces. Otras tantas el error ha sido señalado. ¿Sirve de algo? Trump no se ha retractado, ni sus fieles le ponen en duda. “No podemos obsesionarnos con que haya una acción inmediata a lo que publicamos porque esto puede llevar años”, apuntaba en una entrevista tras el panel de mayo Kyle Pope, director de la revista especializada en el análisis de los medios Columbia Journalism Review. “Esto es un proceso muy largo y se puede tardar mucho hasta que algún fiscal tome el asunto en sus manos. No es válido decir que nada cambia porque tras la publicación de una historia no se modifican las leyes o hay una acción drástica. Y aunque esto no llegue a ocurrir nunca, el trabajo periodístico no queda deslegitimado. Nuestra tarea es informar al público y ayudarles a tomar las mejores decisiones. Este territorio es peligroso, no hay duda”.
El presidente se estrenó en el cargo calificando como fake media (medios falsos) y fake news (noticias falsas) las informaciones que probaron que era mentira su aseveración de que en su toma de posesión había mucha más gente que en la de su antecesor, Obama. Desde entonces, sus ataques a la prensa han sido frontales y los medios estadounidenses han respondido con vigor, aumentando de paso sus audiencias. Tanto el presidente como la prensa están inmersos en un círculo que recuerda a ese “vamos a contar mentiras” de la canción infantil: el primero, narrándolas; los segundos, contabilizándolas. La obsesión por desmentir a quien ya muchos califican como embustero en jefe no amaina. Su fijación con lanzar falsedades, tampoco.
Parece que, más que Trump, son los medios quienes pierden credibilidad ante el público. Su reputación se está resintiendo de la lucha, y el partidismo del electorado deteriora la confianza que se deposita en los medios y sus profesionales. El 60% de los estadounidenses piensa que los periodistas reciben dinero de sus fuentes alguna vez o con frecuencia, según una encuesta de Reuters, Ipsos y Columbia Journalism Review publicada en enero.
En semejante entorno, el tono equilibrado y equidistante que ha sido tradicionalmente defendido por la prensa estadounidense ha sido cuestionado desde las propias redacciones. El periodista ganador de dos premios Pulitzer y decano de la Facultad de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York, Steve Coll, abordaba los retos que la situación actual plantea en los debates del pasado 9 de mayo: “Llevamos décadas enseñando ética periodística, pero la desinformación que nos rodea exige que revisemos nuestros planteamientos”.

“No podemos obsesionarnos con que haya una reacción inmediata a lo que publicamos”, sostiene Kyle Pope,  director del Columbia Journalism Review

Metidos en faena, las disquisiciones metaperiodísticas en la era Trump en un principio giraron sobre algo tan básico como si era legítimo calificar como mentiras las inexactitudes y falsedades del presidente. La mentira presupone una intención, un conocimiento de la verdad que se oculta a propósito. ¿Se trataba entonces de declaraciones falsas, medias verdades o de mentiras? El Post ha ido añadiendo nuevas categorías para clasificar metódicamente el ingente cúmulo de falsedades made in Trump: en diciembre sumaron una nueva “Bottomless Pinocchio” (Pinocho sin fin) para designar aquellas afirmaciones falsas repetidas con tanta frecuencia que podrían prácticamente considerarse como “campañas de desinformación”.
Hoy las reservas sobre qué término resulta más exacto han sido superadas: los medios no dudan en señalar enfáticamente las mentiras como tales en los titulares. “Sabemos que miente mucho y que la gente que le apoya lo pasa por alto o no le importa. Pero señalar sus falsedades es importante y útil porque legitima el periodismo. La cuestión es cómo podemos presentar historias que ya resultan familiares de una forma nueva”, planteaba Kyle Pope, del Columbia Journalism Review. En su respuesta a semejante reto, asemeja la constante verificación de Trump con la información sobre el cambio climático. “Mantener la cobertura de este tema separada del resto resulta demasiado deprimente y afecta al impacto de las historias; sería mejor integrar la crisis medioambiental en todas las historias y secciones. Con las mentiras de Trump pasa lo mismo, se debería intentar esta misma aproximación, la denuncia de sus bulos debería estar integrada en otras informaciones”.
En la campaña a las elecciones presidenciales de 2020 se verá cuántas lecciones se han aprendido y cuánto ha calado la denuncia de las mentiras. Mientras tanto, ¿vamos a seguir contando?


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