Son los medios, ¡estúpido!


De un tiempo a esta parte se ha extendido la idea de que la crispación y la polarización política que vive nuestro país es culpa de “los políticos”. Parece imposible negar que los políticos ponen en práctica estilos polarizadores, en lugar de optar por estilos centrados, serenos y constructivos.

La premisa es que si tuviéramos otros políticos practicarían otros estilos. Algunos los quieren menos ideologizados, otros más preparados técnicamente. Los hay que quieren que hayan demostrado su valía en el mundo privado o en ámbitos regionales o locales, donde los incentivos para la negociación y el acuerdo serían mayores. En general, se ambiciona que miren menos por sus intereses, dialoguen cortésmente y se pongan más de acuerdo sobre intereses comunes.

Una cosa que se olvida a menudo es que los políticos, al igual que otros agentes económicos o sociales, responden a incentivos. Hay analistas que se refieren despectivamente al hecho de que los políticos se comportan de una manera u otra “solo” para ganar votos. Ese “solo” es posiblemente una exageración, pero prescindir de una estrategia de comunicación o de acción política para ganar votos, es algo que un político no se puede permitir: los votos se traducen en eficacia para influir en las políticas públicas en el sentido que consideras más adecuado para tu comunidad (que es el fin de la política).

Dicho de otro modo, un político se debe, en buena medida, a su público. Está obligado a navegar en un entorno en que su público solamente prestará atención, y quizás se deje seducir, si logra lanzar mensajes que lleguen (no es paso baladí) y sintonicen con sus preferencias (o que consigan “activar” predisposiciones latentes). Para eso debe conocer los códigos y participar con eficacia en los juegos que plantean los portadores de esos mensajes a la opinión pública.

Es inconcebible que un político mantenga estilos tradicionales si el entorno mediático por el que traslada sus mensajes ha cambiado. Muchos analistas echan de menos estilos políticos del pasado, pero tampoco los practican. Fustigan la polarización, pero contribuyen a ella escribiendo encendidos tuits en 240 caracteres para desacreditar a rivales. Lamentan la sentimentalización de la política, pero trabajan en medios que se afanan en agitar emociones en la coctelera de noticias diarias. Recuerdan con nostalgia el debate pausado y culto de programas como La Clave, mientras participan en espacios de horse race journalism —programas de debate electoral donde presentan a los candidatos como caballos de carreras— donde impera el incivismo y la crispación.

Los medios son actores clave en el encuadre de los asuntos comunes y juegan un papel fundamental en la configuración de debates públicos polarizados. Como sugiere Ezra Klein en Polarizados, el contexto en el que compiten los medios ha cambiado, especialmente tras el auge de la televisión por cable y las redes sociales. La explosión de opciones, el recrudecimiento de la competición provocado por la aparición de los medios digitales, así como el acceso continuo a métricas de audiencia, han transformado la producción de contenidos. Eso materializa una nueva estructura de incentivos. Los incentivos para contarle a segmentos de la audiencia lo que quiere escuchar son mucho mayores, relegando a un segundo plano los tradicionales objetivos “nobles” de ofrecer información veraz a la audiencia o explicarle lo que le conviene saber. También crecen los incentivos para contarles cosas que les conmuevan y les animen a compartirlas. En este sentido las redes se han convertido en el gran amplificador de los contenidos de otros medios, pero solo si consiguen en primer lugar motivar a las personas a contárselos al mundo. Motivar a las audiencias a reproducir contenidos es el nuevo gran reto de los medios políticos.

Una de las estrategias más exitosas ha sido crear formatos que convierten intereses y opiniones en identidades, fortalecer esas identidades y confrontarlas con identidades antagónicas. Las tertulias y los debates que se producen con arreglo a estos nuevos formatos ya no están interesados en identificar consensos, destilar lo que comparten voces discrepantes o buscar puntos intermedios. Su objetivo es pertrechar a los políticos que intervienen de munición y oportunidades para utilizarla contra sus adversarios, para anunciar calamidades si no son elegidos e infundir indignación y miedo. Tienen todas las de perder los políticos aburridos que se limitan a exponer pulcramente sus argumentos, pretenden convencer con razones y datos, y mantienen respeto escrupuloso al derecho de su interlocutor a expresar puntos de vista discrepantes.

Es así como cobran protagonismo las “voces fuertes”, las que no dejan indiferente. Como muestra Klein, basándose en rigurosas investigaciones científicas, en este contexto cuánta más información política se consume, más pobre es la comprensión de la realidad política, fundamentalmente porque más erróneas y distorsionadas son las percepciones que uno tiene sobre el bando al que no pertenece.

En los nuevos entornos mediáticos, son los políticos más diestros en sembrar conflictos identitarios quienes encuentran mayores oportunidades para prosperar. Las grandes provocaciones de Donald Trump, que en el pasado hubieran sido consideradas como opiniones de un inadaptado a los códigos hegemónicos (lo que le condenaría a la insignificancia y al olvido) encuentran en los espacios creados terreno abonado para ser cubiertas, reproducidas, comentadas y diseccionadas, reempaquetadas y trasladadas a otras esferas por quienes las manejan en sus batallas identitarias. En este proceso, son celebradas o denostadas, pero no dejan a nadie indiferente. Trump coloca su opinión en una maquinaria mediática preparada para catapultarla a una nueva esfera de confrontación identitaria.

Como señala Klein, “los medios políticos están sesgados, pero no tanto hacia la izquierda o la derecha, sino hacia los ruidosos, escandalosos, llamativos, inspiradores y conflictivos”. Cuando Trump llama a los inmigrantes mexicanos violadores y criminales, captura la atención compartida de las personas que lo odian, cuya identidad “progresista” se siente amenazada, y la de las personas que han estado esperando ansiosamente a alguien que se atreva a decir “la verdad”.

Así, durante las primarias, la cobertura media de Trump en las menciones de noticias por cable fue del 52%. Había 17 candidatos republicanos en primarias, y la atención a Trump ocupaba más tiempo que la ofrecida al conjunto de los restantes. La cobertura de Trump volvió imposible que sus rivales hicieran oír sus mensajes.

Quien dice Trump probablemente también esté diciendo Pablo Iglesias en 2014 y 2015. O Isabel Díaz Ayuso en 2020. Un nuevo perfil de políticos se mueve como pez en el agua en el nuevo entorno mediático, y obtiene más tiempo en antena. Son tratados como más dignos de comentario que los discursos más cuidadosos, ajustados a hechos y orientados al impulso de políticas públicas. La mayor virtud de estas figuras es entender lo que es noticiable en el nuevo escenario y usarlo a su favor. Sin embargo, por mucho que sus estilos nos parezcan aborrecibles, no están en la génesis de la polarización que son las profundas transformaciones del panorama de competición mediática.

Últimamente, se alzan voces de académicos, intelectuales y profesionales cualificados contra la polarización, genuinamente preocupados por las implicaciones para la calidad de la democracia. Desafortunadamente rara vez consiguen sustraerse a la tentación de la antipolítica, culpando a políticos y partidos de incurrir en prácticas y dinámicas de las que solo son responsables en una parte, real pero limitada. El primer paso para abordar un problema es conocerlo adecuadamente. Sus manifiestos para pedir políticos más responsables, competentes y comprometidos con el interés general, continuará siendo papel mojado mientras no dirijan también el foco hacia quienes ponen las cámaras, montan el escenario y lo iluminan. E invitan a los políticos a participar en los juegos que les proponen.

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