Sylvia Townsend Warner, otra deuda de la literatura con las mujeres


Sylvia Townsend Warner no fue a la escuela. No porque no quisiera, sino porque no había escuela que la quisiera a ella. Fue una niña salvajemente divertida para la Inglaterra de finales del XIX. A Sylvia Townsend Warner la expulsaron de la guardería por reírse de las monitoras. Las imitaba a todas, y de forma tan brillantemente absurda que algunas de ellas suplicaron a la directora que le quitasen a aquella cría de en medio. Esa cría era la futura escritora de cuentos de títulos tan deliciosos como Mi padre, mi madre, los Bentley, el caniche, Lord Kitchener y el ratón.

Así que Warner, que había nacido en 1893, un frío día de diciembre, en la fría campiña inglesa, nunca fue al colegio. Su padre le dio clases en casa. Es por eso por lo que de alguna forma siempre fue una outsider. O se acostumbró a observar el mundo desde fuera. Ahí estaban todos los demás, haciendo las cosas que se suponía debían; y ahí estaba ella, en mitad de ninguna parte, sintiéndose a la vez una privilegiada –a su familia nunca le fue nada mal– y una paria. De ahí quizá el absurdo de sus historias que siempre colocan a un personaje –la protagonista– por encima del resto. O simplemente la acompañan en ese universo paralelo que se abre ante ella y por el que transita, inevitablemente, tratando de acercarse al resto sin llegar nunca a hacerlo del todo, como en un cuento de hadas en el que realidad siempre está lejos. Algo así es lo que ocurre en El corazón verdadero.

Recién recuperada por Gatopardo, El corazón verdadero se publicó originalmente en 1929. Esto es, tres años después de su primera y más conocida novela, Lolly Willowes (Siruela/Minúscula) que anticipó demasiadas cosas. Fue uno de los primeros clásicos del feminismo y hasta de lo fantástico que simplemente juega a serlo. Lolly es uno de esos personajes suyos apartados de la sociedad, y apartados por vocación. Es una mujer con gato que decide empezar a coquetear con la brujería. Aunque a Warner lo que le gustó desde niña, además de imitar a profesoras, fue la música. Llegó a ser una reconocida musicóloga especializada en la música de los siglos XV y XVI. Buena parte de las entradas de los enciclopédicos diez volúmenes de la Tudor Church Music publicada por la Universidad de Oxford son suyas. No se acercó a la literatura hasta los 32 años con una antología poética.

Por entonces, mediados de los años veinte del siglo pasado, empezaba a producirse en Inglaterra lo que La hija de Robert Poste, de Stella Gibbons, resumiría a la perfección casi una década más tarde, en 1933, cuando fuese distinguida con el Prix Femina-Vie Heureuse, esto es, una pequeña explosión de inteligentísimas y, casi siempre en extremo divertidas, autoras. Como Warner, en muchos casos se estrenaban con un poemario –ocurrió lo mismo con Gibbons– y escribían con asiduidad en todo tipo de publicaciones. Renovaron desde un segundo primer plano la narrativa británica de la época, mientras sus homólogos masculinos –desde Evelyn Waugh a Edmund Crispin pasando por Kingsley Amis– se llevaban fama y laureles.

En muchos casos, las novelas escritas por estas autoras se publicaban y no se promocionaban, se olvidaban, y apenas de ninguna de ellas llegaba a haber una segunda edición, porque se tenían por cualquier cosa prescindible

Me contó en una ocasión el escritor Peter Cameron, autor de, entre otras, la celebrada Algún día este dolor te será útil (Libros del Asteroide) que hasta hacía no demasiado era “complicadísimo” dar con una novela de no ya nombres como los de Rose Macaulay o Penelope Mortimer, al fin y al cabo, en primera línea entonces, cuyos títulos, en muchos casos, se tuvieron por long sellers, sino de muchas otras, menos afortunadas, como Barbara Pym, o la misma Elizabeth Taylor –algunas ya hijas de esta primera ola–. Sabía de lo que hablaba porque llevaba años coleccionando viejas ediciones y descubriendo, según me explicó, cada día autoras cuya existencia ignoraba. Eran, en sus palabras, “brillantes”, “mucho más que muchos de los hombres que se hicieron famosos en esa época y que hoy son considerados clásicos”. Su obsesión le hizo detectar cómo, cada cierto tiempo –por ejemplo, en la década de los setenta– se producía una pequeña recuperación –siempre parcial– de todas ellas. Algo que, dijo, estaba volviendo a pasar ahora.

Sin embargo, en muchos casos, contaba Cameron, la novela se publicaba y no se promocionaba, se olvidaba, y apenas de ninguna de ella llegaba a haber una segunda edición. Ese fue el caso de El corazón verdadero y buena parte de la obra de Townsend Warner, a excepción de Lolly Willowes y su polémica biografía sobre T. H. White. Otra cosa que se obvió, pues, como dice Sarah Paulson en Ratched, “si salvas una vida te llaman héroe, pero si salvas 100 te llaman enfermera”, es su participación en la Guerra Civil española, no empuñando ningún fusil, como el harto homenajeado George Orwell, sino subida a una ambulancia de la Cruz Roja. Townsend Warner fue miembro del Partido Comunista británico y participó en el II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura que tuvo lugar en Madrid en 1937, donde se quedó a intentar salvar vidas.

Aunque en su momento fuese desplazada por la importancia de lo masculino, hecho que explica por qué hasta la fecha apenas se había publicado en español uno de sus 14 volúmenes de relatos –Mi padre, mi madre, lo Bentley, el caniche, Lord Kitchener y el ratón– y Lolly Willowes, además de sus desconocidos ensayos sobre España, reunidos en Tras la muerte de Don Juan, su figura no ha dejado de crecer en su país desde su muerte (ocurrida en 1978). Aunque lo ha hecho como lo haría uno de sus personajes. Desde los márgenes, como el resto de autoras de la época, que igual practicaban el humor que, en el caso de Warner, el extrañamiento. Como Sukey Bond, la protagonista de El corazón verdadero, la huérfana que escapa a su destino de sirvienta por seguir al que todos tienen por un idiota: un tipo llamado Eric. Personaje que podría ser la idiotez de la escritura para aquellos que nunca entienden nada.


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