Taylor Swift le canta al amor y busca venganza



Taylor Swift ha agitado el panorama musical veraniego con dos bombazos lanzados casi al unísono: la publicación de su nuevo álbum, Lover, y el anuncio en el programa de televisión Good Morning America de que se está planteando volver a grabar los seis primeros discos de su andadura. La primera noticia se sabía y se esperaba con devoción en el universo pop desde hacía semanas; la segunda supone un golpe de efecto en el litigio empresarial y personal que la artista estadounidense mantiene con el que fuera su representante, el magnate Scooter Braun, y una apuesta firme por tener el control absoluto de su carrera.

El rapero Nas contaba recientemente en una entrevista que su ansiado dueto con Prince nunca llegó a producirse porque el genio de Minneapolis le dijo que no colaboraba con cantantes que no fueran propietarios de sus grabaciones originales. Si Taylor Swift hubiese querido grabar con el autor de Purple Rain, habría acabado recibiendo la misma negativa: antes de su fichaje por Universal Music, en 2018, todos los masters de la vocalista pertenecían a Big Machine Records, el sello que la propulsó a la fama cuando era una adolescente y que, para desgracia suya, pasó a formar parte del imperio de Braun a cambio de 300 millones de dólares.
Ante la llegada del empresario, enemigo público número uno de la estrella, al que ha acusado con rotundidad de hacerle bullying y acosarla con la complicidad de otros exrepresentados como Kanye West, parecía inviable cualquier opción de hacerse con los originales, condición indispensable, como ya aseguraba el visionario Prince, para tomar las riendas de tu trayectoria con firmeza. Aún es pronto para saber si las declaraciones de Swift responden a un gesto simbólico para recrudecer la guerra con Braun, que ella misma define como “una pesadilla”, y cobrarse su propia venganza, si existe la intención de llevar a cabo una empresa tan ambiciosa y compleja, o si tan solo estamos ante un avispado truco para calentar la campaña de promoción del nuevo álbum. Pero si hay alguna voz ahora mismo con poder, aliados y medios en el pop para meterse en un proyecto de estas dimensiones y salir airosa, esa es Taylor Swift.
Producido por Joel Little, Louis Bell, Frank Dukes, Jack Antonoff, Sounwave y la propia protagonista, y con colaboraciones de artistas tan dispares como Dixie Chicks o Brendon Urie, de Panic! At the Disco, Lover es otro capítulo más en la consolidación de la vocalista como icono musical y generacional del momento. A lo largo de 18 canciones están todos los registros que iluminan su evolución sonora hasta la fecha: algún que otro guiño al country de sus inicios, mucho pop urbano, con un pie en el R&B y otro en la electrónica bailable, baladas que apuntan a himnos y un cruce de influencias de los ochenta y los dos mil que gustará a un espectro muy amplio y transversal de público.
Como mandan los cánones en la era del streaming, Lover es largo, muy largo, y calculadamente ecléctico, pero más allá de su abultada colección de sencillos potenciales y de puntuales dardos envenenados, que abarcan desde la política de Trump hasta algún exnovio de mal recuerdo, el retorno de Swift destaca por el cambio de tono respecto a su predecesor, el combativo y visceral Reputation. La llama del amor arde con fuerza y pasión en un disco que tiene todos los vicios y virtudes del enamoramiento en estado de máxima ebullición: exceso de azúcar, intensidad, mucha exposición personal, referencias íntimas y entrega absoluta al proyecto. Todo ello con su actual pareja, el actor y modelo Joe Alwyn, como actor secundario involuntario. No parece una postura casual: tratándose del primer disco en que la artista ya sí dispone del control de sus canciones y en el que se juega su propio pan, Lover apuesta más que nunca por la baza autobiográfica y por la llegada de tiempos más felices.


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