Hace tres años, en uno de esos foros donde se juntan los prebostes a palmearse las espaldas y medirse las mangueras, Teodoro García Egea, entonces flamante secretario general del Partido Popular, se plantó ante el rector magnífico de una prestigiosa universidad madrileña y le soltó, de birrete a birrete: “Soy Teo Egea, doctor ingeniero de teleco”. Quienes presenciaron la escena previeron que Teo iba a dar grandes tardes dentro y fuera del partido. No defraudó expectativas. El capataz de Pablo Casado, siempre tan crecidito como en aquel cenáculo, ha ejercido su mandato de callar toda voz más alta que otra dejando un reguero de ilustres agraviados que, a la hora de la verdad, han cumplido la que le tenían jurada pidiendo su cabeza y llamándolo cateto a la jeta. Olvídense de más altas razones. En un partido en el que la corrupción y el espionaje forman parte del histórico, lo de más es lo de menos. Al final, al ingeniero no le dio el ingenio para llevar a su jefe de componenda en componenda a La Moncloa. Ni al doctor el conocimiento suficiente para, negándose a dimitir por sus murcianas pelotas hasta ultimísima hora, haber podido y no querido taponar los navajazos amigos que estaban desangrando a su líder. Este Teo siempre a tope, macho. Así ha dimitido. En la tele. En hora punta. Yendo de buen hijo, esposo y padre de familia. Echándole la culpa de haber sido el malo de la película a que lo dibujaron así los estatutos. Da igual. Nadie llorará por Teo en Génova 13.
Más pena daba ayer su jefe, Casado, haciendo mutis por el forillo del Congreso tragándose las lágrimas bajo la mascarilla tras cantar su propio responso desde su escaño de exjefe de la oposición mientras le aplaudían a manos blandas los mismos que le habían apuñalado con saña por radio, tele y Twitter la víspera. Solo tres de su legión de exfieles tuvieron la piedad de arropar al ángel caído en la hora aciaga de la bajada al infierno. En algunos curros se muere matando y se mata muriendo.
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