Todos morían

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Cuando tenía nueve años se puso de moda un peligroso juego cuyo nombre no recuerdo. Primero y muy importante: no decirle a nadie que vas a jugar. Segundo: hacerlo en un lugar apartado. Tercero: estar todos. La mecánica es simple: junto a una pared, uno de los niños empieza a hacer sentadillas todo lo rápido que pueda. Salta, corre en el sitio, hiperventila. Cuando ya suda se pone junto a la pared de pie, recto. Coge aire y otro niño (preferiblemente el más fuerte y bruto de todos, que siempre es un par de años mayor) golpea con sus dos manos contra el pecho del niño sudoroso y este cae al suelo perdiendo el conocimiento. Luego todos los demás quieren hacerlo, claro. Lo mantuve en secreto desde 1991 hasta verano de 2019, cuando mi madre me echó una bronca diferida insultando de paso a todos mis amigos de entonces. No la puedo culpar.

Yo no sé cómo llegamos a adultos siquiera. Es una suerte que haya juegos que se puedan jugar a plena luz del día. Palmitas, rayuela, el escondite inglés (el otro no; ese servía para que tus primos mayores se librasen de ti) o la comba. El juego del calamar usa todo ello para elaborar un juego de vida o muerte, al igual que los toros y el boxeo. Una noche de verano unos amigos y yo nos quedamos solos. Nos dijeron “No pongáis la tele, que ponen una película muy fuerte”. Un par se quedaron despiertos y vieron el Calígula de Tinto Brass. No era lo que ellos esperaban. Hay productos para niños, para preadolescentes, y productos para adultos. El juego del calamar es de los últimos, pero tampoco pasa nada si los niños lo ven. Y no olvidemos que las escopetas de plástico no matan de verdad. El juego es que te dicen que no veas una película y que tú trates de verla. Saltarse las normas es el juego más divertido que hay. Y por suerte en la infancia es cuando ese juego es más inofensivo.

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