Tres hayedos mágicos para el otoño

Queserías, mielerías, bodegas, salineras ecológicas. Artesanos que llevan décadas elaborando sus productos en los valles navarros de Yerri y Guesálaz ofrecen visitas guiadas, catas y propuestas turísticas para que se conozca su trabajo, su entorno, su cultura y su manera de vivir. Nutren el programa de ecoexperiencias de la asociación Tierras de Iranzu —formada por 40 pueblos, 5 municipios y más de 90 empresas de agroturismo de Navarra—, empeñada en que los visitantes no solo vean sino que vivan este territorio situado en el centro de la comunidad foral. Un chapuzón de etnografía que, por ejemplo, lleva al viajero al Centro Henri Lenaerts, la casa del artista belga en la localidad de Irurre convertida en museo, donde esperan un maravilloso jardín poblado de estatuas de bronce y actividades de mindfulness, meditación y yoga en la planta de arriba. Y al día siguiente lo invita a subirse en una furgoneta pick up para emprender un safari por los encinares de la finca La Tejería de la ganadería Alba Reta, en los montes de Grocin, donde Miguel Reta recupera la casta brava navarra y se puede estar en contacto directo con sus vacas en las praderas del valle de Yerri. Tierras de Iranzu, un enclave próximo a Pamplona y a Estella, es un apacible lugar para disfrutar de planes rurales donde la naturaleza y el distanciamiento social están garantizados, perfectos en estos tiempos de coronavirus.

El claustro del monasterio de Santa María de Iranzu.
El claustro del monasterio de Santa María de Iranzu.

Duendes junto al monasterio

La lamia coquetea con un fornido gentil junto a una fuente, mientras que, unos metros más adelante, dos sorguiñas (brujas) recogen hierbas, un galtxagorri (duende o geniecillo) holgazanea subido a la rama de un árbol, dos carboneros discuten, el Basajaun sale de la fronda sorprendiendo a los caminantes y el Tartalo de un solo ojo asusta a los niños. Es el Bosque Mágico, una visita teatralizada con personajes de la mitología navarra que tiene lugar todas las mañanas de domingo, hasta el 18 de octubre, con un aquelarre como fin de fiesta. Discurre por el cañón del río Iranzu, un camino encantador, fácil de hacer, transición entre el paisaje mediterráneo dominado por los viñedos del sur de la región y los hayedos imponentes, de clima atlántico, que escalan, al norte, el parque natural de Urbasa y Andía. Un camino que bien merece un paseo, sea entre simpáticas criaturas mitológicas o ya sin ellas.

Hayas, arces, robles, encinas, espinos albares; alimoches, halcones y quebrantahuesos sobrevolando un cielo gris que gotea sirimiri. El recorrido, de cuatro kilómetros (ida y vuelta), empieza y termina junto al imponente monasterio de Santa María de Iranzu, fundado por benedictinos en el siglo XI, engrandecido por cistercienses entre los siglos XII y XIV y actual hogar de una comunidad de padres teatinos que organiza visitas guiadas: de la ermita de San Adrián —la parte más antigua— hasta su monumental cocina, pasando por el claustro o las celdas de castigo, donde terminaban los monjes que osaban maldades como lavarse en el río (solo podían hacerlo en el lavatorium, manos, pies y cara).

Tantas plazas para alojarse como habitantes

La hospedería del monasterio, con 150 camas disponibles para quienes busquen el mayor de los silencios, es un ejemplo de cómo Tierras de Iranzu está trufada de alojamientos singulares en los que dormir puede ser, igualmente, toda una experiencia. Palacios y casonas reconvertidas en casas rurales, en su mayoría de alquiler íntegro aunque las hay que ofrecen habitaciones, como el alojamiento rural Casa Baquedano, en Murugarren: tres plantas del siglo XVI exquisitamente rehabilitadas, con blasón en su fachada. Junto a los tres campings, dos albergues y varios hostales suman unas 3.000 plazas, tantas como habitantes tiene la zona.

Un barco de vela en el embalse de Alloz (Navarra).
Un barco de vela en el embalse de Alloz (Navarra).

Un Cantábrico de interior

La región ha sido destino tradicional de caminantes, amantes de la naturaleza y practicantes de turismo activo. Lo demuestran las 18 rutas senderistas que cruzan el territorio, la fama de la localidad de Eraul como epicentro de la iniciación a la escalada o los 30 años de experiencia en la enseñanza de trialbici de la Escuela Trialbici Ros (656 90 84 58), situada junto al monasterio de Iranzu. Los visitantes también descubrieron este verano de covid marcado por los viajes cercanos las dos zonas de baño del embalse de Alloz, que para el que viene es más que probable que luzcan bandera azul. Tanto que hubo que regular su aforo. Sus aguas turquesas y salinas, procedentes de los ríos Salado y Ubagua, brillan entre los valles de Yerri y Guesálaz, se pican con un viento norte que entra de tarde y ofrecen condiciones óptimas para la práctica del windsurf y la vela. Por aquí lo llaman el “Cantábrico de interior” o la “Costa Azul de Navarra”. El embalse es sede de la Escuela Navarra de Vela, que ofrece, además, bautismo en paddle surf y alquiler de piraguas e hidropedales. Eso sí, hasta que el nivel del agua baja tanto que hay que guardar los bártulos y esperar a que llegue la siguiente primavera.

De la colmena al viñedo

En 2007 o 2008, este trozo poco conocido de Navarra recibía unos 50.000 o 60.000 visitantes al año, según calcula, a ojo (porque no había nada cuantificado), Charo Apesteguía, gerente de la asociación Tierras de Iranzu. Este año habrá superado con creces, y solo en verano, los 300.000. Las ecoexperiencias, que ofrecen al público actividades muy tradicionales, son las que, en su opinión, atraen al turista, fijan la población local, ya que los jóvenes ven futuro al oficio de sus padres, y están logrando que se creen nuevas empresas. Como la Mielería Eztitsu, en Lorca (por donde pasa el Camino de Santiago), que ofrece diferentes experiencias apícolas y abrió 10 días antes del confinamiento decretado el pasado marzo. Las mieles que sirven en la cata, de romero (que se recolecta en abril), la de mil flores (a principios de verano), de zarza (agosto) o de savia (el mielato, negro), tienen un sabor más intenso después de haber conocido de cerca, en el campo, las colmenas y sus amenazas, vistiendo la equipación de un auténtico apicultor.

Recorrido por los viñedos de la bodega Lezaún.
Recorrido por los viñedos de la bodega Lezaún.

Hay otras dos mielerías, Gorena y La Sacristana, que forman parte de la asociación. Y tres bodegas de vino, Aroa —con su vanguardista restaurante sobresaliendo en la cima del monte Apalaz—, Tandem y Lezaún. “Teníamos que hacer algo para poner en valor nuestros viñedos, que no se ven desde la bodega”, explica Edorta Lezaún desde el pescante de una carreta tirada por dos yeguas bretonas con la que organiza visitas al terreno. Es una actividad muy demandada que incluye una cata de vino ecológico al aire libre y encuentra un paisaje diferente según la época del año. Durante el paseo a finales de septiembre se despliegan las vides cuajadas de racimos de uva tempranillo, garnacha, graciano; es tiempo de recolección y vendimia. En dos o tres semanas, estos campos vivirán su particular otoño, con las hojas de la variedad graciano tornándose amarillas, y rojizas las de tempranillo.

Por Tierras de Iranzu

Comer y beber de kilómetro cero

El asador de Lezaún, adyacente a su bodega en roca del siglo XVIII, la más antigua de Tierras de Iranzu, pone mucho kilómetro cero en su mesa. Por ejemplo, chuletón de potro de la Finca Sarbil, en Etxauri, donde se crían, siguiendo criterios ecológicos, caballos, vacas y pollos (también se puede visitar). La sidrería Etxesakan, en Garisoain, a menos de tres kilómetros del embalse de Alloz, es la única de la zona que abre todo el año (la temporada alta de la sidra dura de enero a mayo); se acompaña su bebida de manzana fermentada con chorizo a la sidra, costillas de cordero, chuletón, queso Idiazábal con membrillo, nueces y cuajada. Aquí es fácil ver una marca de miel local en una cuajada; y quesos y vinos de pueblos vecinos maridando en buena armonía.

La elaboración de quesos Idiazábal, gazta zaharra (crema de queso viejo) o cuajada con leche de oveja latxa es otro de los recursos que ha abierto una ventana al turismo. “Nos lo planteamos como actividades complementarias”, cuenta Mari Mar Castro, de Quesería Urrizaga —con varios premios al mejor queso de pastor de Navarra—, quien hace 20 años dejó el ordenador en Pamplona, donde trabajaba de informática, por la ordeñadora en Abárzuza. De noviembre a julio, la época del grueso de la producción, ella y su marido, Miguel Iriarte, se dedican a lo suyo y apenas reciben público; en verano y parte del otoño intensifican sus visitas guiadas (948 52 01 09) y sus catas, y hablan a sus invitados de cómo hacen sus quesos con la misma pasión que emplean en hacerlos.

Hay un valor añadido en el hecho de que quien comenta los platos y sirve el menú de pastor —migas, chorizo de oveja o caldereta de cordero— a las dos mesas con bancos corridos de la borda (casa de pastor) que la Quesería Aldaia tiene en la sierra Andía, el único negocio dentro del parque natural, sea Mirentxu San Martín, una de las dueñas. O en que sea María Teresa Arizaleta, quinta generación elaborando el pacharán artesano de Bodegas Azanza, quien pormenorice cómo ha de ser el anís en el que maceren las endrinas, dirigiendo la visita guiada a la bodega y a los campos donde se cultivan y cosechan.

Las piscinas de la salinera Gironés.
Las piscinas de la salinera Gironés.

Sal de manantial

Hace 220 millones de años, el entorno de la localidad de Salinas de Oro, en el valle de Guesálaz, estaba cubierto por el inmenso mar de Tethys que, al evaporarse, dejó tras de sí un diapiro o gruesa capa de sales a unos 3.000 metros de profundidad. Las aguas subterráneas las devuelven de nuevo a la superficie en forma de manantiales naturales que nutren dos salineras en la zona, la de Nuin Eraso y la de Gironés. Gregorio Gironés pone en contexto mientras se prepara. Botas de agua, txapela, pañuelo al cuello y manga corta en una mañana fría. Coge una especie de rastrillo y va conduciendo el agua de una era a otra (piscinas con muy poca profundidad) de las que se yuxtaponen en sus instalaciones. El sol y el viento harán el resto, evaporando el agua y dejando una sal ecológica, blanquísima, brillante por todo el mineral que contiene —yodo, magnesio, hierro, calcio— y, según subraya Gironés, más sana, por contener menos sodio. Los visitantes pueden meterse en faena para vivir este proceso artesanal y conocer cómo se obtiene la flor de sal (el caviar de las sales) o cómo se elaboran productos innovadores: sal al vino, con hierbas provenzales o con pimiento. “Esas son cosas de los hijos”, dice Gregorio. Siguiente generación, asegurada.

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