Twitch

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Para saber si algo es mainstream hay que comprobar cuántos presentadores de La Sexta hay en el ajo. Primero arribaron a Instagram y luego a TikTok, y ahora navegan por los acantilados de Twitch. Todo personaje público necesita estar en cuantas más redes mejor, por si nos olvidamos de su existencia. Qué esclavitud.

Twitch hace dos años era territorio abonado para el videojuego. El salto generacional estaba ahí. Una, de pequeña, si contemplaba a otros jugar era porque no tenía monedas para la máquina. Y ahora los adolescentes ven jugar a otros ora para aprender a pasarse el juego, ora para escuchar los chascarrillos del jugador. La industria del videojuego ya incluye sillas especiales, teclados retroiluminados y almohadillas para evitar el dolor en los metacarpos.

Twitch es un vasto océano en el que tan pronto aparece una chica lamiendo un micrófono (subyugante género, por cierto) como una persona sin discurso hablando con siete mil fulanos que han pagado para poder interactuar. Si usted quiere enrolarse en este barco dese prisa, que dentro de unos meses ya estará el mercado copado.

Pero más allá de lo crematístico hay algo en Twitch que une a la generación zeta con las generaciones de antes de la guerra: la compañía. Veo tantos canales, tanta gente que solo está ahí para hablar… Escucho tantas voces y veo tantas caras, tanta palabra hueca meciendo la soledad del personal, que solo puedo pensar que hay mucha gente —mucha más de la que pensamos— que para no estar sola se conecta a una pantalla a que le cuenten lo que sea, como los vigilantes nocturnos se conectan a la radio para pasar la jornada. Y cuando veo una familia en la que todos están con el móvil pienso que quizás, sin la pantalla, no tendrían nada que contarse.

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