Ocurría dos milenios después y mucho más allá de las columnas de Hércules. Pero al senador romano Catón el Viejo —aquel que pedía en todos sus discursos Delenda est Carthago (Cartago debe ser destruida)— la atmósfera en la sala 390 del edificio Cannon del Congreso de EE UU le hubiera resultado muy familiar, y no solo por sus capiteles corintios. A lo largo de tres horas, en horario de máxima popularidad, una veintena de legisladores republicanos y demócratas y cuatro expertos acumularon crítica tras crítica contra el Gobierno del presidente Xi Jinping en la primera audiencia del nuevo Comité Especial para las Relaciones con China. La rivalidad entre Washington y Pekín, subrayaba el presidente del comité, el republicano Mike Gallagher, es una “lucha existencial sobre lo que significa la vida en el siglo XXI y el futuro de los derechos y libertades fundamentales”. De hecho, Estados Unidos ha intensificado esta semana su presión en todo tipo de áreas —diplomática, tecnológica, o incluso médica— sobre una China con la que mantiene una rivalidad cada vez más áspera.
Esas presiones se deben, en parte, a la preocupación sobre el papel que Pekín pueda adoptar en la guerra de Ucrania, cuando el conflicto parece a punto de entrar en una nueva fase de ofensivas. La Administración Biden ha denunciado que China, que presentó un plan de paz para el conflicto la semana pasada, ha comenzado a plantearse, por primera vez desde que Rusia lanzó su invasión hace un año, el envío de armamento a Moscú. También ha advertido tajantemente contra esa posibilidad, que despierta pesadillas en Washington y la perspectiva de una drástica escalada de las tensiones.
El presidente Joe Biden ha asegurado que la propuesta de paz de Pekín no contiene nada “beneficioso para nadie más que Rusia”. En los últimos días, la Casa Blanca y el Departamento de Estado han subrayado que ayudar a Moscú llevaría a China a un terreno muy peligroso. “Pekín tendrá que tomar sus propias decisiones sobre cómo procede, si proporciona asistencia militar. Pero si va por ese camino, eso tendrá un coste real para China”, ha declarado el consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan. “Queremos dejar claro como el agua que sería una mala decisión, si deciden hacer eso”, ha puntualizado por su parte el portavoz del Departamento de Defensa, Pat Ryder.
El aumento de la presión “pública y sostenida” para disuadir a Pekín de asistir a Moscú “sugiere que Estados Unidos percibe una capacidad limitada para influir mediante los contactos bilaterales en la opinión de quienes toman las decisiones en China y que Washington adoptará una actitud de mayor confrontación en el futuro”, apunta en una nota la consultora Eurasia Group, que ha aumentado del 30% al 40% sus expectativas de un rápido declive en las relaciones de los dos colosos este año.
Pero las presiones también reflejan el deterioro gradual de una relación donde la rivalidad, sea geopolítica, militar o comercial, está cada vez más acentuada. La desconfianza es el sentimiento principal, como quedó de manifiesto en la crisis bilateral provocada por el globo chino que sobrevoló territorio de EE UU en febrero. La desconfianza es compartida tanto por los representantes políticos como por una sociedad que comparte en gran parte la opinión negativa sobre el gigante asiático. La proximidad de las elecciones presidenciales de 2024 convierte la dureza contra China en algo políticamente rentable.
Límites a los fabricantes de semiconductores
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A las advertencias diplomáticas se ha sumado la puesta en marcha de medidas económicas. Tras la imposición de sanciones a empresas chinas la semana pasada por sus lazos con el grupo Wagner ruso, el Departamento de Comercio acaba de imponer límites drásticos a las operaciones de las empresas fabricantes de semiconductores en China: aquellas que deseen recibir recursos del fondo de 39.000 millones de dólares (36.000 millones de euros), establecido por el Gobierno para desarrollar el sector de los chips, deberán renunciar a expandirse en el gigante asiático durante una década. Una medida encaminada a estimular el sector nacional e impedir que Pekín pueda beneficiarse de esos fondos, aunque sea indirectamente.
Incluso ha resurgido un viejo fantasma: el origen de la covid. Uno de los principales motivos de disputa entre Washington y Pekín durante la era de Donald Trump había quedado en un discreto segundo plano después de que una investigación ordenada por Biden no lograra resultados concluyentes. Pero un informe del Departamento de Energía filtrado a la prensa estadounidense esta semana apunta, aunque con un “nivel bajo” de confianza, que la pandemia pudo surgir de un escape del virus de un laboratorio en la ciudad china de Wuhan, donde se detectaron los primeros casos de la enfermedad. El director del FBI, Chris Wray, ha alimentado la polémica al reconocer en una entrevista con la cadena Fox News que su institución “ha evaluado desde hace ya un tiempo que lo más probable es que los orígenes de la pandemia se encuentren en un potencial incidente en un laboratorio en Wuhan”.
Un contenedor en Shanghái transformado en una clínica contra la fiebre en la lucha contra la covid.ALEX PLAVEVSKI (EFE)
Las iniciativas de dureza hacia China no se limitan al Gobierno. El Congreso estadounidense, donde los demócratas controlan el Senado y los republicanos la Cámara de Representantes, también ha dejado claro que es territorio hostil para Pekín. Un proyecto de ley, impulsado por los republicanos en la Cámara, concedería al presidente Biden, de salir adelante, poderes para prohibir la popularísima red social china TikTok, ya vetada en los terminales electrónicos de los funcionarios federales.
Solo este martes, cuatro comités de la Cámara celebraban cuatro audiencias diferentes para analizar la rivalidad entre Washington y Pekín. La cita estrella era la primera organizada por el flamante Comité Especial de la Cámara sobre la Competición Estratégica entre Estados Unidos y el Partido Comunista de China, creado a instancias republicanas. Bajo el título La amenaza contra Estados Unidos del Partido Comunista de China, los legisladores de uno y otro partido y cuatro testigos —dos de ellos antiguos miembros de la Administración Trump: el antiguo consejero de Seguridad Nacional Herbert McMaster y su asesor para China, Matt Pottinger— arremetieron contra el Gobierno de Xi Jinping.
“A lo largo de las tres últimas décadas, tanto demócratas como republicanos subestimamos al Partido Comunista de China y asumimos que el comercio y las inversiones llevarían de manera inevitable a la democracia y a una mayor seguridad en la región del Indo-Pacífico… Y lo que pasó fue al revés”, apuntaba el congresista Raja Krishnamoorthi, el demócrata de mayor rango en el comité.
La rivalidad va a continuar. Pero, al tiempo que aumenta la presión, Estados Unidos también ha dejado claro que no busca un enfrentamiento ni un desacople completo con China. Aunque el secretario de Estado, Antony Blinken, suspendió su visita prevista a Pekín a raíz del incidente del globo, se reunió con el jefe de la diplomacia china, Wang Yi, en Múnich una semana más tarde. Y los contactos continúan.
“Estados Unidos y China han participado en esfuerzos para expandir sus lazos bilaterales y crear cierta estabilidad en la relación desde que los presidentes Biden y Xi se reunieron en la cumbre del G-20 en noviembre pasado”, recuerda la consultora Eurasia. No es tiempo, por tanto, aún, para clamar Delenda est Sina (China debe ser destruida).
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