La invasión rusa de Ucrania nos recuerda, una vez más, que el indolente letargo que embriaga el confort europeo es solo un espejismo: la guerra se puede tocar a la vuelta de la esquina. Tras el ruido ensordecedor y macabro de las bombas, de masacres de poblaciones civiles, impera la razón del más fuerte, y los ucranios huyen de la destrucción de su nación. El objetivo central de Vladímir Putin es fragmentar, desarticular y, por fin, llegar a la partición de Ucrania. La ONU anuncia que, hasta hoy, unos 4,5 millones de personas han abandonado su país. Es un desafío humano enorme para Europa, que sumaba ya, en 2021, más de 761.000 solicitudes de asilo pendientes de respuesta, sobre todo en Alemania, Francia y España.
Tras la natural y solidaria conmoción provocada por la invasión, en un abrir y cerrar de ojos, el 4 de marzo el Consejo Europeo tomó la decisión de reactivar una antigua normativa comunitaria de 2001, que sirvió de colchón protector a la llegada masiva de quienes escapaban del conflicto en la desaparecida Yugoslavia procedentes de Kosovo. Esta vez, la Unión Europea ha querido tender excepcionalmente y solo a los ucranios —olvidando a los 761.000 ya presentes— un verdadero canal humanitario, eludiendo el consabido corredor espinoso, salpicado de campos de internamiento, laberintos burocráticos y estrategias de externalización que destila el vigente sistema de asilo de Dublín III, particularmente desde la afluencia de refugiados de Oriente Próximo en 2015.
Rescatar del cajón aquel viejo y más seguro cordón salvavidas viene a poner de relieve una inquietante interpretación sobre la universalidad de los derechos de los refugiados en territorio de la UE. La Directiva de 20 de julio de 2001 tenía como objetivo fomentar “un esfuerzo equitativo entre los Estados miembros para acoger a dichas personas y asumir las consecuencias de su acogida” mediante instrumentos de protección temporal, “sin prejuzgar el reconocimiento del estatuto de refugiado”, garantizando un asilo inmediato y, al mismo tiempo, un visado de tránsito capaz de reducir la presión sobre los sistemas de asilo nacionales. Este sistema elude la humillante acumulación sine die en campos de refugiados y fomenta, simplificando las formalidades, preservar la unidad de las familias.
Hay que aplaudir, desde luego, este gesto de la UE en la medida en que debe ser inherente a toda política de asilo que merezca esa denominación. Sin embargo, no ha sido precisamente la seña de identidad de la política europea aplicada ante la misma urgencia que sufrieron, desde 2015, las mujeres, hombres y niños desplazados procedentes de Siria y otros lugares de conflicto en Oriente Próximo. La duda, por tanto, inquieta: ¿estará en el “origen” europeo de las víctimas de la guerra la distinta respuesta? ¿Es posible que los valores universales de la UE se vean debilitados en virtud de un trasfondo étnico o confesional que discrimine el tratamiento tuitivo de las víctimas? Estas preguntas no son, desde luego, insidiosas: ¿cómo interpretar, y explicar, que, entre otros refugiados, millares de peticionarios de asilo procedentes de África subsahariana y Oriente Próximo permanezcan largos periodos de tiempo —la media es de 15 meses, a veces mucho más—sin recibir respuesta, viviendo como desterrados en los vertederos de la UE?
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Decenas de miles de refugiados, a quienes se les niega visados de tránsito, siguen aparcados en campos europeos
¿Cómo explicar el número tan elevado de solicitudes rechazadas cuando provienen de no europeos? ¿Cómo entender la actitud que pretende arropar los derechos humanos pisoteados por la invasión rusa y, al mismo tiempo, se dé la espalda a la condición dramática de los refugiados no europeos en Europa?
Sea como fuere, el corredor humanitario que prevé la mencionada decisión del mes de marzo tampoco solucionará todos los problemas a los que los mismos ucranios se enfrentarán. El estatuto de protección temporal será otorgado para un año, prorrogable, como máximo, hasta dos (o tres, según ciertos países), sin que se pueda aventurar hoy el final de la escalada de violencia. Si el conflicto dura, Europa tendrá que responder a nuevas bolsas de inmigrantes ilegales.
Desde 2015, la UE se encuentra enredada entre graves divergencias de los Estados miembros porque carece de una política de asilo consensuada. Los países del Grupo de Visegrado (República Checa, Eslovaquia, Hungría y Polonia) rechazaron acoger, por razones obviamente étnicas y confesionales, a los refugiados no europeos, vulnerando frontalmente los derechos más básicos y asumiendo la xenofobia como característica de sus políticas institucionales. De otro lado, los países de primera entrada (España, Italia, Grecia, etcétera) son sospechosos de favorecer migraciones “secundarias” hacia el resto de los socios. La crisis de la política comunitaria de asilo es, desde luego, profunda. Y todo indica que los criterios de emergencia aplicados hoy a los ucranios desplazados no empujarán a la UE a convertirlos en un crisol universal para los demás refugiados.
De momento, se plantean varios asuntos urgentes. Primero, ¿cómo se financiará la ayuda a los países receptores de refugiados ucranios? Por su carácter inmediato, la Comisión pretende utilizar una parte del presupuesto dedicado a la lucha contra las secuelas de la pandemia. No bastará. Será probablemente necesario crear un mecanismo mutualizado entre los Estados miembros para la financiación, a medio plazo, del sistema global de asilo. Es decir, habría que aplicar también, para este otro asunto humanitario, el modelo del fondo europeo de recuperación pensado para la crisis de la covid, porque constituye un buen ejemplo de solidaridad y de pertenencia común europea. Segundo, si el conflicto no se detiene y los refugiados ucranios no pueden volver a su país, conviene prever desde ahora medidas que permitan su integración en los países de acogida.
Hay otra cuestión pendiente de aclarar y que parece haberse revertido con la llegada de los refugiados ucranios. Recuérdese que la UE había adoptado medidas sancionadoras contra los países del Grupo de Visegrado precisamente por incumplimiento de la cuota de gestión de solicitantes de asilo procedentes de Siria; hoy, estos Estados están abriendo sus brazos a los nuevos refugiados. ¿Asistiremos a un levantamiento de las sanciones a cambio de esta loable acogida? La respuesta a esta cuestión nos brindará un retrato sobre el devenir de la UE.
Desde comienzos de este siglo, las catástrofes humanitarias se han ido encadenando por doquier. Aumentan las poblaciones desplazadas por violencias políticas, por el cambio climático y por la hambruna; por otro lado, son sistemáticas las vulneraciones de los derechos en las fronteras, incluso europeas. Decenas de miles de refugiados a quienes se les niega visados de tránsito siguen aparcados en campos europeos, sin hablar de los dramas en los mares y los desiertos. Europa, bien lo sabemos, no puede sola resolver los problemas del mundo entero. Pero no debe, en su territorio, legitimar el uso de una política de doble rasero, que diferencia otredades entre los refugiados. Retomar hoy la vieja Directiva de 2001 puede ser un haz de luz alentador; pero hay que ir más lejos: es tiempo de aplicar seriamente el Convenio de Ginebra sobre el estatuto de los refugiados políticos, y tiempo de pensar en un estatuto específico para los que huyen del hambre y los cambios climáticos. Frente al auge del populismo xenófobo, es el momento de convertir el principio de hospitalidad en valor cardinal de la civilización. Los ucranios, y los demás refugiados, merecen beneficiarse de una política de asilo digna, equitativa y universal. ¡Ojalá si la bienvenida reacción de la UE frente a esta tragedia pudiera servir también para mirar de cerca el futuro del sistema de asilo!
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