La carrera china hacia la hegemonía mundial tiene su meta en 2050. Un objetivo que desde el inicio de la pandemia ha hecho que el gigante asiático apriete el paso. Para ello cuenta con numerosos aliados. De entre todos, Rusia es el principal. Especialmente ahora, cuando la tensión bélica entre este país y Ucrania nos coloca al borde del abismo. La pregunta es evidente: ¿caeremos en él? Para acertar en la respuesta hay que advertir previamente que asistimos a un conflicto que se enmarca dentro de otro de fondo que libran en varios frentes China y Estados Unidos alrededor del liderazgo global.
Ucrania es ahora uno de esos puntos de fricción entre las dos superpotencias, aunque China no lo haga explícito. Esta circunstancia hace que nos hallemos ante un conflicto que difícilmente puede desembocar en una Tercera Guerra Mundial. ¿Por qué? Porque no interesa a China y no le aporta nada a su objetivo de alcanzar la hegemonía por la fuerza de los hechos económicos, comerciales y tecnológicos. Y, aunque Rusia tiene su propios intereses, estos no actúan separados de los chinos. De hecho, una parte fundamental del poder ruso descansa precisamente sobre activos geopolíticos que sintonizan con los intereses de China. Algo que hay que tener presente si se quiere evaluar correctamente los riesgos que pesan en la crisis ucraniana.
Hay que recordar que estamos ante un nuevo episodio de la serie de tensiones que discurren delante de nuestros ojos en los últimos meses. Habrá quien diga años, si incluyéramos también el conflicto sirio y el recientemente vivido entre Armenia y Azerbaiyán, aunque en estos casos intervienen potencias con agendas relacionadas entre sí y en conflicto unas con otras, tal y como sucede con Turquía, Irán, Arabia Saudí e Israel. En cualquier caso, desde la salida precipitada de Estados Unidos de Afganistán nos enfrentamos a una actualización y resignificación del centenario Gran Juego que tensionó las relaciones anglo-rusas durante un siglo.
Asia Central vuelve a cobrar relevancia global debido a la Nueva Ruta de la Seda que, desde 2013, es la principal apuesta estratégica de carácter económico y de cooperación internacional que impulsa Xi Jinping. ¿Por qué? Porque pretende comunicar China con el mercado que tiene mayor relevancia para sus intereses. No hay que olvidar que los chinos creen que, si logran controlarlo, les proporcionará una ventaja decisiva sobre su competidor estadounidense. Primero, porque Europa sigue siendo la mayor economía del planeta. Segundo, porque los europeos disfrutan de niveles de prosperidad y educación superiores a cualquier otra región del mundo. Tercero, porque estas circunstancias redundan en un excepcional ecosistema de datos, industria 4.0, infraestructuras tecnológicas e innovación aplicada, que es básico para el desarrollo de la carrera hacia la inteligencia artificial. Y cuarto, porque desde el segundo trimestre de 2021 China es el principal socio comercial de Europa al desplazar a Estados Unidos. Una hazaña que ahora necesita consolidar para aumentar la dependencia del Viejo Continente de los mercados asiáticos que controla Pekín.
Aquí está la clave de fondo que hay que poner sobre la mesa de la realidad que nos conduce hasta Ucrania y los gaseoductos que patentizan la dependencia energética del centro de Europa de Rusia. Desde la retirada afgana en el verano de 2021 se han ido sucediendo conflictos que ponen en riesgo la Nueva Ruta de la Seda que comunica Shenzen y Hamburgo. Así, el choque migratorio de Polonia y Bielorrusia en noviembre; la concentración de tropas rusas en la frontera ucraniana desde diciembre; los incidentes de Kazajistán en enero de este año o el reforzamiento militar sueco en la isla sueca de Gotland hace unos días han terminado en el cruce de amenazas que personifican la OTAN y Rusia desde la semana pasada.
Hablamos de una serie de seísmos geopolíticos que descubren el extraordinario valor estratégico de una vía de comunicación terrestre que enlaza el Báltico y el Mar de China en 15 días, mientras que la circulación marítima tarda 20 días más. De ahí que China no permitirá que su aliado ruso cause un incidente militar de consecuencias imprevisibles, parecido al que desencadenó el asesinato de un archiduque en Sarajevo. China tiene demasiado que perder y poco que ganar si las cosas se fueran de las manos en Ucrania.
En este sentido, no evitará que Europa se debilite un poco más y se agraven sus contradicciones internas para aumentar su influencia sobre ella. Tampoco pondrá reparos a que se desestabilice la relación trasatlántica, se agite la opinión pública en Estados Unidos y se mine su crédito entre las repúblicas exsoviéticas. Pero de ahí a permitir que Rusia provoque una guerra a gran escala que comprometa sus intereses estratégicos de futuro hay un paso que China no dará jamás. Estados Unidos tiene una ventaja militar abrumadora sobre el gigante asiático. Al menos durante una década. Provocar un incidente que haga real lo que Graham Allison describió en 2015 como la trampa de Tucídides es un riesgo en el que China no incurrirá.
Su proyecto para lograr la hegemonía mundial no sobreviviría a un mal paso que llevara a Estados Unidos a aprovechar su superioridad bélica, que es lo que hizo Esparta con Atenas en la guerra del Peloponeso que relata Tucídides. Un error de ese calibre acabaría con el liderazgo de Xi Jinping y retrasaría la apuesta de la superpotencia asiática por conquistar el liderazgo con armas comerciales y digitales. ¿Para qué comprometerlo con una apuesta arriesgada si Estados Unidos va dando poco a poco signos de desfallecimiento en la carrera que mantiene con China?
El gigante asiático, cada vez más confuciano que comunista, sabe que las cosas deben madurar por si solas y no forzarlas. Para ello debe consolidar el control sobre Asia Central y sus territorios adyacentes: Oriente Próximo y Cáucaso. Para lograrlo, necesita que Rusia desempeñe el papel de centurión de los intereses de Pekín en la mencionada Nueva Ruta de la Seda. Un proyecto que actualiza las tesis de Halford Mackinder y su idea de que la hegemonía planetaria está subordinada al control del territorio que va del Volga al Yangtsé.
La crisis ucraniana necesita desplegar esta panorámica estratégica para entender del todo cuáles son los intereses en presencia y saber dónde están los riesgos que operan sobre ella. El mayor es la debilidad europea y la cadena de humillaciones que Europa y Estados Unidos han forzado en las últimas décadas sobre Rusia tras el colapso de la antigua Unión Soviética. El empeño alemán y norteamericano por llevar los intereses europeos hasta el Don después de 1990 está también en el origen de la situación actual. Lo mismo que el apoyo a la revolución naranja y ahora el deseo de ampliar la OTAN a costa de los intereses estratégicos rusos en la región.
Europa ha creído que podía aumentar su poder geopolítico sin verlo respaldado por una fuerza militar autónoma y más cohesionada, así como por una autonomía energética mayor, más sólida y barata. Esperemos que esta crisis no le convierta en el campo de batalla de una guerra hibrida que utilice la energía para bloquear su recuperación económica y que, de paso, abra conflictos internos que demuestren que, al igual que el Imperio Otomano fue el enfermo de Europa a finales del siglo XIX, ahora el Viejo Continente pase a serlo del siglo XXI. Me temo que tampoco sobreviviría a la enfermedad de la división.
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