Un país distinto a todos

Un país distinto a todos

Gerald Cavendish Grosvenor, sexto duque de Westminster, fallecido en 2016, poseía uno de esos rasgos que se atribuyen a las clases altas británicas (o inglesas, mejor no adentrarse en ese jardín): la capacidad de disfrazar la verdad más cruda con un manto de ironía y modestia. Dada su inmensa fortuna, durante una charla le pidieron un consejo útil para los jóvenes emprendedores. “Deberían asegurarse de tener un antepasado que hubiera sido muy amigo de Guillermo el Conquistador”, dijo.

Aunque los Grosvenor llegaron a las islas británicas con el conquistador normando hace un milenio, su patrimonio inmobiliario (más de 150 hectáreas en los carísimos barrios londinenses de Belgravia y Mayfair, al margen de las propiedades rurales) se formó mucho más tarde, en 1677, cuando un Grosvenor se casó con una joven de 12 años cuya dote consistía en unas enormes fincas pantanosas junto al Támesis. Historias similares tienen las fortunas inmobiliarias de los Cadogan, los Portman o el nuevo rey, Carlos III: lo mejor de Londres es suyo desde hace siglos. Cuando se construye un edificio, se hace sobre un terreno en alquiler.

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Eso da una idea de la peculiar estructura económica del Reino Unido, un país distinto a cualquier otro, cuya única revolución, acompañada de una guerra civil, data del siglo XVII. Terminada la revolución se volvió a la monarquía y a lo de antes. Hablamos del único gran país europeo que no se vio obligado a cambiar sus instituciones tras la II Guerra Mundial. Las tradiciones (reales o inventadas) y la estabilidad han constituido hasta la fecha valores supremos.

Por supuesto, el mundo ha cambiado y el viejo imperio británico ha desaparecido. La decadencia es un hecho. Pero se ha procurado seguir una de las consignas emitidas por el Gobierno en 1939, cuando estalló la guerra, y ahora de moda en todas partes: “Keep calm and carry on”. Mantenga la calma y siga con lo suyo.

El Reino Unido sigue viviendo, en cierta forma, de las cenizas del imperio: la habilidad financiera y comercial de la City londinense es el fruto de una larga experiencia en el arte de mover dinero (propio o ajeno) por el planeta. También el supuesto carácter británico (o inglés) procede del imperio: la administración de las colonias requería que la raza superior se mostrara fría, lacónica, estoica ante los súbditos exóticos. Como sabe cualquiera que haya veraneado en Magaluf o en cualquier otro campo de batalla del turismo británico, la realidad es muy distinta. Quizá Isabel II fuera la última persona con esas características. A día de hoy, puede que el único rasgo que caracterice la personalidad colectiva de los británicos sea la tendencia a decir “sorry” en todas las circunstancias, incluyendo las de peor violencia física.

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La gran cuestión es si una sociedad moderna, multirracial, altamente creativa y sujeta a tensiones nacionalistas, puede mantenerse encajada en un marco tan tradicional, a veces incluso medieval, como el de las instituciones británicas. Hasta ahora ha podido. Persiste entre las élites un cierto sentimiento de superioridad (más o menos disimulado: dice el tópico que un británico nunca es tan vanidoso como cuando exhibe su modestia) que permea las clases inferiores y que explica hasta cierto punto el Brexit.

El gran sostén de las estructuras tradicionales solía ser, paradójicamente, la clase obrera. Ya no hay, sin embargo, grandes fábricas ni minas, y esa clase (14% de la población, según el gran censo de 2011), que sobrevive gracias al patrimonio (básicamente la vivienda) adquirido en tiempos mejores y viene perdiendo con rapidez influencia social y cultural, ha sido desbordada por el precariado (35%), sin apenas patrimonio y con ingresos irregulares pero culturalmente dinámico y con aspiraciones de cambio. Los miembros de esta nueva clase muestran muy poco interés por las tradiciones, la monarquía y las muecas de Carlos III. Y constituyen una potencial fuerza transformadora.

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