Un Tribunal Supremo que alienta el calentamiento global

Un Tribunal Supremo que alienta el calentamiento global

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Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no la escucha. Primero fue necesario civilizar al hombre en su relación con el hombre. Ahora es necesario civilizar al hombre en su relación con la naturaleza y los animales, Victor Hugo dixit. El actual Tribunal Supremo de Estados Unidos no está por la labor civilizatoria, como demuestra la reciente sentencia que limita seriamente las funciones en beneficio del planeta que competen a la federal Agencia de Protección Medioambiental. La decisión judicial beneficia los intereses de las compañías petroleras y mineras, decisión celebrada por el Partido Republicano. Es significativo que el tribunal haya accedido a las pretensiones expuestas en el caso de Virginia Occidental contra la Agencia de Protección Medioambiental, satisfaciendo la demanda de los litigantes, viejos conocidos en los lares de la obtención de beneficios cueste lo que cueste al medio ambiente.

Cuando en enero de 2021 Biden accedió a la presidencia, hizo público su plan para combatir lo que denominó “amenaza existencial” para el planeta a causa del calentamiento global. Tres meses más tarde proclamó que reduciría a la mitad las emisiones de carbono en 2030. Sin embargo, científicos, técnicos y políticos norteamericanos aseguran que no hay procedimiento viable para atajar las emisiones para 2030 sin cambiar radicalmente la legislación del país, cambio que hoy parece prácticamente imposible, por varias razones. Por un lado, demócratas y republicanos están prácticamente empatados en la Cámara alta y se ignora si las elecciones de noviembre favorecerán a los demócratas. Por otro, el presidente Biden tiene al enemigo dentro de su propia casa. Me refiero al senador demócrata Joe Manchin, empresario con una sólida fortuna personal ligada a los combustibles fósiles y elegido precisamente por Virginia Occidental, el Estado rico en gas y carbón que se ha dirigido al Supremo para cancelar las facultades de la Agencia de Protección Medioambiental.

No obstante, se vislumbró en julio un atisbo de esperanza. Felizmente para Biden y para el planeta, la presión de la mayoría de los senadores demócratas y de los activistas contra el calentamiento global, cada vez más numerosos, logró que el senador rebelde firmase el pasado día 28 un pacto con el líder demócrata, Chuck Schumer, que aunque reduce las expectativas inicialmente anunciadas por el presidente desbloquea la vía para combatir el calentamiento. La declaración conjunta Schumer/Manchin afirma que se tomarán medidas para reducir las emisiones de carbono en torno al 40% en 2030. Por su parte, Manchin emitió un comunicado personal asegurando que el pacto incluye “la inversión necesaria en tecnología para todo tipo de combustibles, hidrógeno, nuclear, renovables y combustibles fósiles”, al tiempo que (al parecer con la intención de salvar los intereses del Estado de Virginia Occidental y los suyos propios) “no excluye arbitrariamente nuestros abundantes combustibles fósiles”. Matiz a cuyas consecuencias habrá que prestar atención.

La Casa Blanca obtiene con este acuerdo la posibilidad de disponer de 396.000 millones de dólares para seguridad energética y el combate contra el calentamiento global, inferior a la cantidad de 555.000 millones de dólares anunciada por Biden al inicio de su mandato.

Los obstáculos a que se enfrentan quienes tratan de lograr un Estado de derecho ecológico universal son enormes, ante los indeseables y poderosos protagonistas de un neoliberalismo de rapiña, insensibles a las palabras de Victor Hugo. Nos enfrentamos a quienes, para negar o aminorar sus efectos, rehúsan hablar de “calentamiento global” y priman el concepto “cambio climático”, que fue puesto en boga en 2003 por Frank Luntz, asesor de la Administración de Bush. Atemorizaba menos y además la palabra “cambio” exonera al comportamiento humano de responsabilidad en el mismo. George Lakoff sostiene que la expresión cambio climático fue elegida para propiciar la inacción. Lakoff añade una curiosa reflexión: “¿Se han preguntado ustedes por qué los conservadores se expresan fácilmente con unas cuantas palabras mientras que los liberales necesitan párrafos? La razón es que los conservadores, durante décadas y día a día, han estado construyendo en el cerebro de la gente marcos de referencia y creando un mejor sistema de comunicación para transmitir sus ideas en público. Los progresistas no lo han hecho”.

Cabe preguntarse si el Supremo norteamericano persigue crear marcos de referencia en las mentes de los ciudadanos para que asuman sus peculiares valores. La intención ha estado presente desde hace mucho tiempo. Durante décadas, el tribunal, con la presencia vitalicia del ultraconservador Antonin Scalia (fallecido en 2016) “ha incrementado las restricciones de acceso a los tribunales en temas ambientales, desarrollando requisitos más estrictos para la legitimación. Por ejemplo, en el caso Lujan vs Defenders of Wildlife (1992), el magistrado Blackman, en su disidencia, describe la opinión del magistrado Scalia como ‘un ataque directo y voraz contra la legitimación procesal ambiental” (Martínez & Porcelli, 2020).

Que la primera potencia mundial, con un presidente claramente partidario de hacer todo lo posible por combatir el calentamiento global, se vea constreñida por su más alta instancia judicial, prácticamente imposibilitada de avanzar en el tema número uno de nuestras vidas, puede llegar a ser desalentador. Son numerosas las fuerzas y actores que bloquean la vía para aliviar el acoso contaminador que pone crecientemente en peligro el clima, el planeta y las especies —no solo la humana— que lo habitan. Son plenamente conscientes del daño que causan sus acciones y se coordinan y organizan con el fin de bloquear políticas, legislaciones o iniciativas que persigan implantar fórmulas en defensa del planeta, pero que ellos consideran que dañan sus intereses. La confianza se resquebraja cuando comprobamos el mal hacer, la mentira o el engaño de determinados sectores privados o públicos. Cuando conocemos que empresas de las más importantes del mundo incumplen los objetivos para combatir el calentamiento que ellas mismas se han impuesto o que exageran o desinforman al publicar los supuestos progresos obtenidos.

Ante ello, probablemente hay que cambiar de estrategia, visto el incierto futuro del proceso. Una estrategia que al menos garantice la rendición de cuentas de quienes han incumplido sus compromisos, a veces solemnemente expresados, mentido, engañado o elaborado planes sobre la base de suposiciones irreales, por ignorancia o mala fe. Raphael Heffron, titular de la cátedra Jean Monnet de Derecho de la Energía y Recursos Naturales en la escocesa Universidad de Dundee, sostiene que los tribunales deberían ser cruciales para afrontar el calentamiento y forzar a las grandes compañías a reducir emisiones: “La lucha contra el cambio climático requiere una revolución, que incluye otorgar poderes a los tribunales nacionales para acelerar la transición a energías más limpias”.

Es meridiano que, salvo los tres disidentes, los magistrados del actual Tribunal Supremo de Estados Unidos no son partidarios de la doctrina Heffron. No obstante —y aunque tal vez resulte tarde—, cuando los efectos devastadores sobre el planeta sean evidentes a causa de, entre otros, comportamientos como los de este tribunal, los ciudadanos, sumidos en la imponente realidad y conscientes de la catástrofe (¿algo tarde?), exigirán masivamente acción, convencidos (¿algo tarde?) de la inutilidad de los sistemas jurídicos —y en concreto del norteamericano— para hacer frente a la devastación. Las futuras generaciones tendrán (espero) ocasión de testimoniar.

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