Una tumba

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No hay alegría en este bote de garbanzos rescatado del fondo del armario, cuando estaban a punto de caducar. “Os he salvado la vida”, les digo telepáticamente, porque hay más gente en la cocina, “ojalá a mí me hubieran cocinado antes de que se cumpliera la caducidad en la que me hallo”. Conviene lavar los garbanzos de bote por el problema de los conservantes. Luego, yo dejo que se tuesten un poco en a la sartén antes mezclarlos con el sofrito porque me gusta que crujan al masticarlos. Prefiero los alimentos que oponen alguna resistencia a la masticación, de ahí que aborrezca los postres blandos.

Mientras cocino, atraviesan mi cabeza ideas bobas que desaparecen, como estrellas fugaces o como meteoritos, antes de dejar paso a otras igual de inconsistentes. Me viene, por ejemplo, a la memoria el número de teléfono de la casa de mis padres, que murieron hace mil años. A veces dejo lo que estoy haciendo y les llamo e imagino a mi madre secándose las manos en un paño de cocina para ir a cogerlo. “Soy yo”, le decía, como si pudiera identificarme diciéndole “soy otro”. Ella aseguraba que estaba a punto de llamarme. “Telepatía”, concluía yo y nos quedábamos callados porque teníamos dificultades para hablar, para hablarnos.

Mi madre se escandalizaría si viera estos garbanzos de bote, pues les tenía miedo a las conservas. Para ella, abrir una lata de sardinas era como abrir una tumba. Imagino entonces un mundo de gigantes que hicieran humanos en conserva y me veo a mí mismo en el interior de una de esas latas, perfectamente alineado junto a otros congéneres (quizá mi padre, mis hermanos), todos en aceite o en escabeche. No había alegría en el bote de garbanzos a punto de caducar, pero nos los hemos tomado con una botella de vino y nos han sabido bien. Ahora le estoy momentáneamente agradecido a la existencia.

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