Vendo adosado

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Hace 25 años me mudé de mi pisito de casada a un adosado de medio pelo. Cambiamos hipoteca por hipotecón, pero valía la pena. Dos plantas, sótano, buhardilla y piscina comunitaria semiolímpica, qué menos. Los vecinos estábamos cortados por el mismo patrón sociológico: parejas con dos sueldos, dos coches y dos niños, o intención de tenerlos. Y vaya si los tuvimos. Crecimos y nos multiplicamos que daba gusto vernos. Durante muchos años, fue todo amor y lujo en el vecindario. Las fiestas de la piscina, las cachas de los socorristas, las comparativas de biquinis y petunias, o de barbacoas y BMW centraban los debates de verano, porque en invierno cada oso volvía a su osera y, si nos habíamos visto, no nos acordábamos. Hasta que los chicos crecieron y nos fuimos quedando las madres y padres fundadores a solas con nuestras glorias y miserias. Henos aquí, un cuarto de siglo y varias idas a más y venidas a menos más tarde. Unos, aún casados. Otros, con las peras partidas hace siglos. Alguno estrenando pareja. Y alguna, ay, criando malvas en plena flor de la vida. Lo que no consta en el Registro son las broncas a muerte que traspasaban las paredes antes y después de los gemidos del sexo. Ni los celos, ni los cuernos, ni los carros y carretas. Eso queda intramuros.

Ciertos popes andan enfangados en sonrojante trifulca de casados frente a solteros, y viceversa, como si fueran modelos excluyentes. Como si uno fuera el culmen de la libertad frente al mandato divino de creced y multiplicaos, y el otro, el marco del sometimiento de la mujer al varón, o viceversa. Como si, lo que hay que leer, la familia estuviera oprimida por la dictadura del poliamor y el género fluido. Como si el mundo fuera tan en blanco y negro como el TAC de sus cerebros. No. Lo malo —lo bueno— de la vida es que, con tiempo suficiente, te puedes ver queriendo o sin querer a uno y otro lado de la trinchera. O en medio. La única agua que no beberás es la del desierto. Vendo adosado.

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