Viaje a La Place de Burdeos, el Wall Street del vino, con Telmo Rodríguez

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Cuatro candelabros de plata y cristal en el centro de la mesa proyectan una luz tenue, casi fantasmal, sobre el delicado mantel de hilo. La vajilla está grabada con el escudo de la familia, y la cubertería, bruñida como un espejo. Ante cada comensal, tres copas de vino: añadas de 1955, 1962 y 2019 de Château Lafite, quizá la bodega más icónica del planeta. El comedor privado del barón Éric de Rothschild está entelado en tonos pastel, decorado con retratos de antepasados y carece de electricidad, como cuando la adquirió la poderosa estirpe de banqueros en 1868. Hachones sobre los muebles y estanterías segundo imperio aportan la única iluminación. Cae la noche. En una repisa reposa un mágnum (vacío) de la cosecha de 1975 rubricado por Juan Carlos I. El menú es ligero y muy francés.

El anfitrión es Jean-Guillaume Prats, de 50 años, presidente de Château Lafite Rothschild, en Pauillac, a una hora de Burdeos. Estamos en la milla de oro del vino, en la margen izquierda del río Garona, la más conservadora y elitista. La derecha, con capital en Saint-Émilion, es más minimalista y rompedora: la cuna de los “vinos de garaje”. E igual de cara. Su último récord, 12 millones de euros por hectárea del Château Beauséjour desembolsados por la multinacional Clarins. En ambas márgenes nacen las marcas más cotizadas e imitadas, donde la demanda siempre supera a la oferta. Bodegas sin precio. El capricho de los milmillonarios y los holdings del lujo, y la apuesta de los grupos bancarios, de seguros y cosmética. Algo que “ha deshumanizado la propiedad y provocado problemas sociales”, critica un alcalde socialista de la zona. Joyas de una tierra, clima e historia irrepetibles, y también de la especulación y el marketing. En especial, los únicos cinco châteaux (pagos) clasificados en 1855 y 1973 como Premier Cru: Latour, Lafite, Margaux, Haut-Brion y Mouton Roths­child, que producen entre 100.000 y 200.000 botellas, según la añada. Son los más codiciados. Estamos en Lafite, uno de los pocos que aún pertenecen a una familia.

Oliver Casteja (derecha) and Jean-Quentin Prats en la nace de la empresa  Joanne, con algunas de sus seis millones de botellas de grandes marcas.
Oliver Casteja (derecha) and Jean-Quentin Prats en la nace de la empresa Joanne, con algunas de sus seis millones de botellas de grandes marcas. James Rajotte

La corbata es de rigor. Prats, elegante traje gris muy V República, abrigo de Loro Piana y zapatos de Berluti, forma parte de la más vetusta aristocracia del vino bordelés. La familia materna de su padre, los Ginestet, fueron poderosos comerciantes y propietarios del Château Margaux (hoy pertenece a una familia enriquecida con los supermercados de bajo coste); él trabajó en la iconoclasta bodega familiar de los Prats, Cos d’Estournel (desde el año 2000, propiedad del imperio hotelero de Michel Reybier), antes de ser uno de los primeros en abrir mercado en China, a finales de los noventa, y a continuación, durante cinco años, responsable de la veintena de viñedos globales de LVMH (Moët Hennessy Louis Vuitton), el mayor conglomerado del lujo mundial. Prats aterrizó de nuevo en la rive gauche (la orilla izquierda) en 2017, fichado por esta rama de los Rothschild (una de las tres que hace vino). Y está a punto de abandonar la presidencia de Lafite, cuyas riendas tomará Saskia de Rothschild, de 34 años, la única hija del barón, periodista de formación, que tiene la misión de poner al día este dominio (unas 100 hectáreas de viñedo) originario de 1234 y enfrentarse al reto del cultivo orgánico y el cambio climático sin que se resientan las esencias de la casa. Un equilibrio complicado. Una botella de la última cosecha de Lafite (la de 2019) cotiza en el mercado internacional teledirigido desde el Wall Street bordelés por encima de los 1.000 euros.

Jean-Guillaume ha invitado a cenar en la intimidad de este palacete al viticultor español Telmo Rodríguez, su amigo de la infancia y correrías por el dominio riojano de Remelluri, y a los dos periodistas. El motivo es celebrar el ingreso de Telmo y su último vino, el tinto Yjar, en La Place de Burdeos, lo que para un bodeguero supone ascender a la grandes ligas del vino mundial. Es el primer español que accede al sofisticado sistema de comercialización global ideado en Burdeos hace cuatro siglos y que alcanza de forma capilar y segmentada a 186 países. Y utilizan sin excepción todos los grandes châteaux de la región (no más de 200 entre las 8.000 marcas existentes, que solo aportan el 4% del volumen, pero suponen el 20% de la cifra de negocio). Y al que también se han ido incorporando con cuentagotas desde 1998 algunas de las más renombradas bodegas mundiales de fuera de Burdeos.

En torno a 90 vinos internacionales ya se sitúan bajo el paraguas logístico, comercial y de imagen de La Place; su estilo es bordelés, pero aportan modernidad y dinamismo a Burdeos. Su cotización no baja de los 100 euros y en algunos casos roza los 1.000 (como el Masseto). Más de la mitad son italianos (la mayoría toscanos) y estadounidenses (la mayoría californianos), pero hay también australianos, sudafricanos, argentinos y chilenos. Y un español. Una estrategia que supone para un vino, más allá de lo comercial, un suplemento de credibilidad, reputación, notoriedad y reconocimiento. Y la oportunidad de alcanzar todos los restaurantes con estrella, las mejores tiendas y llegar a las manos de los entendidos. Estén donde estén. Y aspirar incluso a las subastas de Christie’s o Sotheby’s.

François Lévêque es uno de los cinco courtier (intermediarios) más respetados del centenar de ‘La Place’. Solo trabaja con grandes vinos. En la imagen junto a su hija Caroline Lévêque, quinta generación de la familia en el negocio, volcada en un sitio de internet que intermedia entre las bodegas y los mayoristas..
François Lévêque es uno de los cinco courtier (intermediarios) más respetados del centenar de ‘La Place’. Solo trabaja con grandes vinos. En la imagen junto a su hija Caroline Lévêque, quinta generación de la familia en el negocio, volcada en un sitio de internet que intermedia entre las bodegas y los mayoristas.. James Rajotte

El pasado 16 de septiembre, Telmo Rodríguez colocó las 7.200 botellas de su tinto Yjar a 120 euros en todo el planeta en 15 minutos, a través de siete negociants (marchantes) bordeleses que a golpe de e-mail los asignaron a su red mundial. “Y podía haber vendido 50.000, porque demanda había; los entendidos desde Hong Kong hasta Nueva York o Zúrich quieren cosas nuevas; cuanto más sabes, más ganas tienes de probar vinos diferentes, el reflejo de una tierra, un clima y unas variedades, y estás dispuesto a pagar por ello. Es la tendencia, y ese negocio se lo está quedando La Place”, explica François Passaga, el gran importador de caldos franceses en España.

Esa mañana de septiembre representaba para Telmo el final de un camino. El que inició hace 10 años, cuando, al frente de Remelluri, su pago en la Rioja Alavesa, uno de los más bellos de España, en los límites de Labastida, con raíces en el siglo XII, en el que se vinifica al menos desde 1420 y resucitó su padre en los sesenta, decidió hacer un vino solo con las uvas de una parcela de 3,8 hectáreas anclada en la ladera caliza de la sierra de Toloño. Quería concentrar en cada botella ese paisaje y tradición.

“Le dimos muchas vueltas. Para entrar en Burdeos, Pablo Eguzkiza, mi socio desde 1987, y yo estábamos obligados a crear un vino que hiciera soñar. Y pocos vinos españoles provocan ese efecto, quizá solo el Vega Sicilia. Lo que habíamos hecho desde 1971 en Remelluri no valía para La Place, adonde se accede por magia y pedigrí; teníamos que hacer un vino diferente, de pueblo, que hablara de nuestra tierra y tuviera una leyenda que contar. Solo así accedes al ecosistema de Burdeos. Empezamos en 2010 a investigar nuestra tierra, a analizarla, observar la vegetación, hacer microvinificaciones. Hasta que tuvimos una barrica con lo mejor que podíamos dar. Y lo cataron los números uno del negocio de Burdeos. Y dijeron: ‘Adelante’. Hoy solo distribuyen Yjar en el mundo siete de los más importantes negociants de La Place, con un cupo de menos de 1.000 botellas cada uno”.

—¿Cuál era su objetivo? ¿Ganar dinero, prestigio?

—Demostrar que los vinos españoles están entre los mejores del mundo. Que la próxima revolución va a ser la de nuestros viñedos. Yo he abierto la puerta. Ahora le toca al resto de viticultores hacer cosas consistentes. No es lógico que en La Place de Burdeos haya 30 italianos y un solo español. Nos están esperando. Además, estar en Burdeos da categoría a todo tu proyecto. Es una caja de resonancia, la bisagra para el gran vino sea del país que sea.

Château Angelus es uno de los vinos más caros de la orilla derecha del Garona. El vino de James Bond en alguna de sus películas. Al fondo, la mítica capital vitícola de Saint-Émilion.
Château Angelus es uno de los vinos más caros de la orilla derecha del Garona. El vino de James Bond en alguna de sus películas. Al fondo, la mítica capital vitícola de Saint-Émilion.James Rajotte

Jean-Guillaume Prats prueba el Lafite de 1955, se enjuga con una servilleta almidonada, reflexiona y profiere: “Está vivo, mejor que cuando nació. Esa es la categoría de un gran vino: su capacidad de envejecer, de trascender al tiempo. Y ese ha sido el modelo de Burdeos”.

—¿Por qué es el epicentro del vino?

—Es diferente a todo. Ha tenido una influencia y una presencia exterior desde hace cientos de años. En los siglos XVI y XVII fueron los comerciantes holandeses y alemanes; en el XIX, los banqueros británicos, y desde hace 30 años, los empresarios del lujo, que nos han dado una dimensión de exclusividad, detalle, visión a largo plazo y cuidado al cliente. Pero en Burdeos ha habido siempre ideas nuevas, dinero nuevo y nueva ambición. Y un gran mercado cautivo, el británico. Y no hay ninguna región vitícola que haya contado con eso. Y le sumas que es una región de vinos de gran calidad y además de gran cantidad (700 millones de botellas); y que es un vino fácil de beber y se conserva. Y además, por el sistema comercial de La Place, que es una distribución muy cuidadosa, llegan a todos los rincones, por lo que son conocidos globalmente.

La cena en Lafite es la primera escala en nuestro viaje desde Labastida (Rioja Alavesa) hasta Burdeos. Un trayecto que hizo el viticultor y religioso alavés Manuel Quintano en 1785 para aprender la elaboración de los “vinos modernos” bordeleses, que aplicaría a partir de 1787 en Rioja. O el marqués de Riscal en 1860, que reclutó al enólogo francés Jean Pineau (a cuyos descendientes visitaremos en el Château Lanessan) con el objetivo de hacer vinos de estilo bordelés en su bodega riojana. Un siglo y medio más tarde, Telmo Rodríguez recorre ese camino.

La Place de Bordeaux no es un lugar, es un sistema. Aunque, si se le quiere buscar un decorado, sería la plaza de la Bolsa, donde se alzan los majestuosos edificios de la Bolsa, Aduanas y la Cámara de Comercio junto a la orilla del Garona, en cuyos muelles se embarcaban las barricas de vino bordelés rumbo a Amberes, Hamburgo, Inglaterra y, desde allí, a todo el mundo.

El sistema de La Place está compuesto por tres actores: los châteaux (bodegas), que se limitan a producir el vino y carecen de un departamento comercial; los negociants (marchantes), que lo compran, almacenan y mueven a través de su red de importadores y distribuidores por todo el mundo, y los courtiers (brokers), que median entre los viticultores y los negociantes y dan fe de las transacciones. Un modelo que tiene su momento crucial cada mes de abril, durante la venta en primeur (en primicia), cuando esos marchantes catan en cada château de prestigio los vinos aún en barrica, recién ensamblados, apenas terminados y sin crianza de la cosecha recogida el anterior mes de septiembre. Los estudian. Reflexionan. Y compran a futuro. Como en el mercado de materias primas. Les serán entregados casi dos años más tarde en botella, pero están obligados a pagar un tercio en el acto, otro a los seis meses y el último a la entrega. Si los negociantes renuncian a su cupo en un año de mala cosecha de determinados châteaux, pierden el de los años siguientes. Aquí no se perdona la traición. Y se venera el apretón de manos. Y cuanto más fina y cuidadosa sea su distribución en el mundo, más cupo conseguirán de los grandes bodegueros en los años sucesivos.

Los Brokers Jeremy Quievre, a la izquierda,, de Excellence Vin, y Laurent Quancard, uno de los courtier de más prestigio, especializados en los últimos tiempos en grandes vinos extranjeros, en su sede en Burdeos.
Los Brokers Jeremy Quievre, a la izquierda,, de Excellence Vin, y Laurent Quancard, uno de los courtier de más prestigio, especializados en los últimos tiempos en grandes vinos extranjeros, en su sede en Burdeos. James Rajotte

La venta en primeur supone para las bodegas un flujo de caja por adelantado. Y para los negociantes, asegurarse un cupo de grandes vinos a un precio determinado (el más barato que, se supone, tendrán nunca) que les proporcionará un margen de beneficio entre el 15% y el 18%. Según su prestigio y el alcance cuantitativo y cualitativo de su red de ventas, cada uno de los marchantes puede conseguir entre 1.000 y 10.000 botellas de los grands crus. Más tarde, además, cada uno de ellos será libre de especu­lar en el mercado secundario con las limitadas unidades de las grandes añadas que haya atesorado o consiga a través de otros negociantes o coleccionistas.

La cantidad de vino que cada château lanza en primicia a través de varios tramos es confidencial y puede oscilar entre un 50% y un 90% de su cosecha. El resto de sus stocks (existencias) le sirve como “reservas de seguridad” y también para lanzarlas cada cierto tiempo con el objetivo de animar el mercado (como en Bolsa) o para especular con las viejas añadas, muy de moda entre los adictos al gran vino. La venta en primeur es una apuesta. Calentada (como los valores bursátiles) por las calificaciones de los gurús (como Robert Parker) y los periodistas globales (como Jane Anson o Jancis Robinson). Es la Fashion Week del vino de lujo. “Y con el Brexit y el consiguiente retroceso de Londres como uno de los centros mundiales de comercio de vino se refuerza aún más la posición de Burdeos”, explica la periodista británica Jane Anson.

La otra fecha clave de La Place es septiembre, cuando lanza al mercado los grandes vinos no bordeleses de cuya comercialización se encarga. Ambos procesos, la venta en primeur y la oferta de los vinos globales, culminan ese mismo día con la fijación del precio al que los bodegueros venden cada botella a los marchantes. El cerebro gris de esa decisión son los intermediarios, los courtiers (un oficio que se remonta a 1321), que tienen que reunir todos los datos sobre la cosecha, su cantidad y calidad, la cotización de los años anteriores, si el vino va a ser más afrutado (al gusto del público asiático, que supone más de un tercio de las ventas) o mineral (al gusto anglosajón; Estados Unidos es el segundo importador). Y, sobre todo, la situación socioeconómica mundial. Si el mercado chino (que es clave desde 2008) está más abierto o cerrado; si hay crisis o expansión económica. Fue el caso del primer año de pandemia, en el que los precios se desplomaron. “Esto es como una cotización bursátil”, explica el courtier François Lévêque, “si pones el precio de salida demasiado alto, el mercado se atasca. El vino debe circular, venderse. Si lo pones a un precio realista, lo normal es que suba. Puedes ganar, pero a largo plazo”. Los courtiers cobran un 2% de cada transacción (que pagan los marchantes) y tienen prohibido comprar en su nombre. “Somos los casamenteros entre los productores y los negociants”.

Todo en Francia sucede en torno a un mantel y una botella de vino. Lévêque, chaqueta de tweed a medida y educación exquisita, uno de los cinco courtiers más respetados del centenar acreditado en La Place, y que solo trabaja con grands crus, descorcha dos en su elegante hotelito del centro de Burdeos: un Château Leoville Las Cases 2003 y un Mission Haut-Brion del mismo año. “Consigues trabajar con los grandes productores de Burdeos por confianza y relación personal. Y eso se logra a través de siglos”, afirma. Un hijo chef prepara el almuerzo. Su hija Caroline, quinta generación de Lévêque en el oficio, sirve champán. Es una de las dos mujeres courtier y está revolucionando la profesión. Por un lado, está sirviendo de puente para que los vinos extranjeros se abran camino en La Place; ha desarrollado además un sitio en internet que intermedia entre las bodegas y los mayoristas y sus respectivos stocks, y es muy activa en el mercado de los vinos de mayor crianza de grandes añadas, que son hoy la mina de oro.

La nave de la empresa de marchantes de vino Joanne, a las afueras de Burdeos. Esta compañía posee seis millones de botellas de marcas míticas conservadas a 16º y con una seguridad propia de Fort Knox.
La nave de la empresa de marchantes de vino Joanne, a las afueras de Burdeos. Esta compañía posee seis millones de botellas de marcas míticas conservadas a 16º y con una seguridad propia de Fort Knox.James Rajotte

Un courtier debe saber dónde están las mejores botellas, de quién son, si está dispuesto a venderlas y por cuánto. Debe tener toda la información. Sin hacer ruido. Íntimos de los propietarios de los châteaux, recorren durante todo el año la región observando las viñas y catando; escuchando y olfateando; evalúan las cosechas y son pieza clave en la fijación del precio y los cupos que cada marchante recibe. Están detrás de cada paso que se da en La Place. Incluso median entre los mayoristas entre bambalinas. El 99% de las grandes operaciones de los châteaux de prestigio pasa por ellos. Incluso la compra de bodegas por parte de los grandes inversores y la valoración de sus existencias. Llegan a identificar las falsificaciones de vinos. Su figura está regulada por ley y se accede a ella por oposición. Son los que aconsejan la cotización.

A Telmo Rodríguez le abrió las puertas de La Place otro gran courtier, Laurent Quancard. Mediana edad, traje antracita a medida y zapatos ingleses de hebilla, recibe en el palacete napoleónico donde tiene su oficina. Secundado por el joven Jeremy Quievre como encargado de conducir y mover los vinos extranjeros en La Place (como el Yjar de Telmo Rodríguez) bajo la compañía Excellence Vin, su perfil se asemeja más a un corredor de Bolsa que a un paisano de la Gironda. “Un courtier debe tener inteligencia comercial. Dar un buen servicio en un mercado global y abierto. Aproximar intereses opuestos, los de la oferta y la demanda. Y saber dónde están los stocks. Hemos pasado de ser meros intermediarios a asesores. A los vinos extranjeros que vienen a Burdeos les ayudamos a posicionarse y les acompañamos en el mercado con marketing y comunicación. Tener el control sobre la distribución de esos vinos míticos de todo el mundo ha sido vital para la subsistencia de Burdeos, le hace ser más sexy; si no, se lo hubieran quedado Nueva York o Hong Kong”.

—¿Quién manda en el vino de Burdeos?

—Primero fueron los aristócratas; después, los negociantes, que tenían el dinero, sabían inglés, movían el vino y se hicieron con algunos grandes pagos. Pero desde que JFK puso de moda el vino de Burdeos en Estados Unidos en los sesenta [el Petrus era su vino favorito], las marcas comenzaron a ser más codiciadas y caras. A partir de los ochenta entraron los grupos del lujo. E hicieron grandes inversiones sin prisa. Y desde entonces mandan ellos. Bernard Arnault [LVMH] tiene Château d’Yquem y Château Cheval Blanc; François Pinault [del grupo Kering, propietario también de Gucci] tiene Château Latour, y los hermanos Wertheimer [dueños de Chanel], Château Canon y Château Rauzan-Ségla. Hoy, en La Place hablamos de lujo.

Jaques Bouteiller, miembro de la familia propietaria del vino Chateau Lanessan, junto al palacete que preside la finca de viñedo. Esta bodega estuvo muy unida a los vinos de rioja modernos, en 1860.
Jaques Bouteiller, miembro de la familia propietaria del vino Chateau Lanessan, junto al palacete que preside la finca de viñedo. Esta bodega estuvo muy unida a los vinos de rioja modernos, en 1860.James Rajotte

Algo que tiene claro Nicolas Audebert, director de los viñedos de Chanel. Audebert, que ya trabajó para LVMH en su casa de champán Krug, recibe en la bodega Rauzan-Ségla, en Margaux. Su imagen es cool: jersey de lana andina, vaqueros de marca, botas de Timberland; incluso la delicadamente bucólica decoración de su despacho huele a dinero. Sentado en el suelo de madera, junto a la chimenea, Audebert explica la impronta de Chanel en su bodega: “Una empresa familiar del lujo no tiene que rendir cuentas a nadie; hace las cosas con la máxima calidad, sin las tensiones del dividendo. Este no es un vino de Chanel; es un vino de lujo por el músculo de la familia Wertheimer y nuestro trabajo para hacerlo. Chanel exige que todo sea perfecto y el dinero no le interesa tanto”.

La gran nave con la seguridad de Fort Knox donde el negociant Pierre-Antoine Castéja atesora a 16 grados gran parte de los seis millones de botellas míticas de su compañía Joanne, tiene un cierto aire de club de moda neoyorquino. Gigantescas estanterías hasta el techo concentran miles de cajas de madera rotuladas con las mejores marcas del mercado. Vende cuatro millones al año. La luz es tamizada, hay enormes fotografías en las paredes, algunas instalaciones artísticas propiedad del marchante y una gran lámpara de cristal. La compañía fue fundada en 1865 por su familia. Hoy es número uno en Estados Unidos y de las más poderosas de China. Solo en Nueva York, su red atiende a los 600 mejores restaurantes de la ciudad.

Hay en torno a 300 de estos negociants en La Place de Burdeos. Entre 40 facturan 2.000 millones y proveen a una red de 10.000 distribuidores de calidad en todo el mundo. Y están reforzando su posición global con la comercialización de grandes vinos de fuera de Burdeos. Castéja ya ha creado una nueva filial dedicada a esas etiquetas, bautizada como Joanne Rare Wines, que dirige el veinteañero marchante Jean-Quentin Prats, de la saga de los Prats y los Ginestet, con aspecto de joven cachorro de la City. El negociant Castéja —que abre tres joyas, un Margaux de 1996, un Leoville Las Cases de 2001 y un Château d’Yquem 2016—, de 69 años, impecable traje negro y corbata de punto de Hermès, no tiene ganas de hablar esta noche de negocios. Prefiere conversar sobre arte y los platos de su amigo el chef Martín Berasategui. “En Joanne somos artesanos de la distribución. El 75% de nuestros clientes nos compran menos de 23 botellas. Somos un ultramarinos. Y eso sigue siendo Burdeos, una mezcla única de tradición y modernidad”.

Pan y queso en Saint-Émilion. Y carretera. El regreso transcurre bajo un aguacero entre Burdeos y la Rioja Alavesa. El mar se queda atrás. La Rioja se vislumbra. Y Telmo Rodríguez prepara el siguiente golpe.

Telmo Rodriguez y Jean-Guillaume Prats (de pie) en la plaza de la Bolsa de Burdeos.
Telmo Rodriguez y Jean-Guillaume Prats (de pie) en la plaza de la Bolsa de Burdeos. James Rajotte

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