Viaje a Persia con una guía de hace 400 años

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Llegué a Irán como llegan todos los viajeros occidentales: cargado de prejuicios. Eran las cuatro de la madrugada y tenía por delante el reto de conseguir el visado on arrival (a la llegada), una modalidad muy reciente que evita el engorroso y caro trámite que antes suponía obtener la visa de Irán, pero de la que nadie, ni siquiera la propia Embajada iraní, había sido capaz de darme información exacta.
Sin embargo, el somnoliento funcionario que me atendió se desvivió en amabilidad y en apenas 10 minutos tenía el trámite hecho (bien es cierto que en el vuelo solo íbamos mi pareja y yo en esa circunstancia) y los funcionarios de la aduana me despacharon con la misma rapidez, la misma generosa sonrisa y un “Welcome to Irán” que sonó —diría Sabina— como un portazo con signo de interrogación contra mis prejuicios occidentales.

El axioma de que cuando viajas te percatas de que las cosas no son como te las cuentan en los telediarios parece estar hecho para Irán. La imagen que tenemos del país de los ayatolás, mil veces difundida, es negra, muy negra. Un país donde todo está prohibido, donde todo es pecado y donde te azotan por bailar el Happy. Y es cierto que sus gobernantes son capaces de castigar a unos adolescentes por la osadía de celebrar una fiesta mixta, empecinados en mantener a 80 millones de habitantes en la Edad Media de la moralidad. Pero una cosa son los gobernantes y otra el pueblo gobernado. Y eso también se aprende en Irán. He visto poca gente tan amable, abierta y dispuesta hacia el extranjero como los iraníes. Y cualquiera que haya viajado por el país confirmará mi opinión.
El cerrojazo al que les tienen sometidos los ayatolás deriva en una necesidad imperiosa de saber, de conocer, de hablar, de contactar con cualquiera que venga de fuera. Entrar en un restaurante iraní (cuando lo encuentras, porque no abundan) supone acabar —inevitablemente— haciéndote selfies con todas las familias de las mesas contiguas; los padres mandarán a alguna hija o hijo adolescente, que chapurrea el inglés, a preguntar de dónde eres, y, segundo e inevitable, qué piensas de Irán.

Visitantes en el palacio de Darío I, en Persépolis (Irán). BEHROUZ MEHRI

La ciudad más bella
Con este preámbulo y una vez dejados en el armario los prejuicios, al viajero que quiera una primera inmersión en el país de los persas le recomendaría una ruta de unos 10 días por lo mejor del sur. Una ruta que debería comenzar en Isfahán, la ciudad más bella de Irán. Isfahán es muchas cosas, pero, sobre todo, es Naghsh-e-Jahan, la gran plaza del Imán, el teatrillo de las variedades mundanas iraníes. Un lugar hecho para la solemnidad donde sin embargo se escenifica a diario la colorida existencia de este país de gentes alegres. La solemnidad de los edificios de Naghsh-e-Jahan contrasta con el jolgorio popular que se vive en esta plaza rectangular, la más grande de Irán. A los iraníes les encanta hacer pícnic. Y una hermosa plaza como ésta con el suelo de mullida hierba es un lugar perfecto.
Naghsh-e-Jahan es un bazar a cielo abierto de las intimidades populares. Si el clima acompaña se ven familias enteras tumbadas sobre alfombras en la hierba. Chicas modernas, llegadas probablemente de Teherán (Isfahán es uno de los destinos favoritos para el turismo nacional), con el pañuelo prendido de manera imposible en el moño y maquillaje muy generoso, comprando en alguna de las tiendas del bazar. Hay largas colas para montar en unas calesas que dan una vuelta rápida a la plaza. Hay niños corriendo y parejas de novios inmortalizándose con un palo selfie. Hay bullicio, hay calor y mucho color en Isfahán.
La siguiente parada sería Yazd, la gran sorpresa de mi viaje. Porque de Isfahán te lo esperas todo, tanta es la información visual y escrita que tenemos de ella. Pero nadie me había advertido de que Yazd era aún una auténtica ciudad del desierto, un laberinto de callejuelas estrechas e irregulares, flanqueadas por casas de muros de adobe por las que podrías cruzarte en cualquier momento con Marco Polo y su comitiva. Además, la parte antigua es una ciudad peatonal y recogida, perfecta para hacer a pie y muy amigable con el viajero porque todo queda cerca. La mezquita del Viernes es bellísima, así como el ambiente del bazar, pero lo mejor es deambular por sus callejas en el claroscuro del atardecer o subir a alguna de las muchas azoteas que se han habilitado como miradores y restaurantes para deleitarse con la vista de ese mar de cúpulas de barro, minaretes y torres de ventilación.

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Plaza de Naghsh-e-Jahan, en Isfahán. J. Fuste Raga Agefotostock

De allí recomendaría seguir hasta Shiraz, otra de las grandes ciudades monumentales del sur, aunque nada comparable con Isfahán. Imprescindible el mausoleo Shah-e-Cheragh, uno de los centros de peregrinación más santos y famosos de Irán; recomiendo ir al atardecer. Y, por supuesto, la excursión más demandada de Shiraz y por lo que muchos viajeros llegan hasta esta ciudad: las ruinas de Persépolis, que quedan a 70 kilómetros.
Venir a Irán y no ver Persépolis es como ir a Roma y no visitar el Coliseo. Alejandro Magno dejó la antigua capital persa hecha unos zorros en el año 331 antes de Cristo, pero aun así sus ruinas hablan de la magnificencia de sus palacios y construcciones y del grado de desarrollo que el imperio persa llegó a alcanzar hace más de 2.500 años.

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