Victoria del ecuatoriano Narváez en Cesenatico

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Narváez, en los últimos kilómetros de la etapa.
Narváez, en los últimos kilómetros de la etapa.Fabio Ferrari/LaPresse / AP

A 20 kilómetros, Mark Padun sufre una avería. Jhonatan Narváez, que le acompaña en la fuga, ni frena ni mira hacia atrás. No espera al ucraniano desafortunado. Acelera solo. Narváez es ecuatoriano, como Carapaz, ganador del Giro pasado, como Caicedo, ganador en el Etna, como Cepeda, un tercer ecuatoriano en el Giro, como muy pocos ciclistas del WorldTour más. Como ellos, Narváez, del Playón de San Francisco, Sucumbíos, a más de 2.500 metros de altitud, es un ganador, un conquistador, pionero en territorios que pocos de su país antes que él se han atrevido a aventurarse. Y como los dos portugueses del Giro, también ganadores, Almeida y Guerreiro, ha crecido en el equipo de Axel Merckx. A 15 kilómetros, terminado el descenso de la colina de Gorolo, la novena y última del círculo, Narváez cruza el Rubicón, que fluye agitado entre Rímini y Cesenatico. No hay vuelta atrás. Hasta el final continúa. Padun, desencadenado, no logra alcanzarle. Narváez, de 23 años, gana la etapa, que no es la de Pantani, el mito cuya vida tormentosa se ha convertido en un ejemplo para los jóvenes a los que se la cuentan sin espinas, y ellos llenan el recorrido de pancartas, y veneran su monumento. Es la de Pozzovivo

En agosto del 19, Domenico Pozzovivo, lo cuenta él, ve la muerte de frente. Le atropella un coche mientras se entrena en Calabria. Le rompe tantos huesos que no los puede recordar todos. Tumbado debajo del Fiat Punto que ha invadido su calzada intenta respirar y durante un minuto de angustia, de hemorragia interna, sentía que sus pulmones eran un neumático pinchado, cómo se le escapaba el aire y no podía atraparlo, devolverlo a la cámara. Un mes de cama de hospital. Decenas de tornillos en su cuerpo y placas metálicas que tardarán años en retirarle. Unos médicos asustados cuando su mujer aparece en el hospital con un rodillo de bicicleta. Dos meses en silla de ruedas. Tiene 36 años, un cuerpo pequeño, una voz dulce, de niño cantarín. Ya se ha acabado su contrato con el Bahrein. Vuelve a casa, le dicen. Disfruta de la vida. Sigue tocando el piano. Pasea. Cuelga la bici. Retírate de un deporte que te ha roto el cuerpo tantas veces en tantas caídas que hay caídas que ni siquiera puedes recordar, aunque lo intentes. Pero sentado en la silla de ruedas llama a su agente y le pide que le encuentre un equipo.

Ha pasado un año. Pozzovivo, lucano de la Basilicata, en el arco del pie de la península, de azul oscuro riguroso, es el italiano mejor clasificado del Giro, su 14º Giro. Va cuarto, a menos de un minuto de Almeida, 10 días rosa ya. Le dirige Bjarne Riis. Se siente al menos tan fuerte, tan escalador, tan contrarrelojista, como en los mejores momentos de su carrera. Su cuerpo es fuerte. Su espíritu allí encarnado, su tenacidad, su carácter, más fuertes aún. Es el más joven de espíritu de un pelotón que espera, que ve llover y ve el peligro de los descensos por las carreteras del Pirata. Pozzovivo, no. Mediada la etapa, viendo que el Deceuninck de Almeida contemporiza tranquilo y deja a la fuga libre, el lucano pone a su equipo, el NTT, al frente, y acelera. Somete a todos, a los jóvenes que sorprenden y no dejan de surgir –Almeida, McNulty, Hindley–, a los viejos Nibali y Fuglsang, a los fuertes, a Kelderman, a Bilbao, a Konrad, a Majka, a una prueba de eliminación por resistencia, por capacidad de aguantar, de superar el momento malo. Él es el maestro. Los demás se agarran y rezan. Terminan él y 22 más en el pelotón más importante.

El Giro se decidirá la última semana, de sábado a sábado, entre la contrarreloj y Sestriere. Pozzovivo estará allí peleando. Los demás, quizás.


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