Visión de los vencidos


Cuando la realidad se tambalea, nos formamos una opinión sólida refugiándonos en los —imparciales— análisis de quienes piensan como nosotros. Sospechosamente, las versiones que coinciden con nuestros prejuicios nos resultan más verosímiles. Las redes y los buscadores de internet alimentan ese sesgo de confirmación: cada día más cómodos y convencidos dentro de nuestra burbuja, observamos a los discrepantes como gente malintencionada que solo busca su provecho. Censuramos los intereses ilegítimos del prójimo, mientras encontramos en los nuestros pura lógica y sentido común. Rara vez hacemos el esfuerzo de entender las razones del otro y eliminamos cualquier matiz intermedio entre atacar y acatar.

La literatura occidental empieza a sangre y fuego: la primera palabra de la Ilíada es “cólera”. Sin embargo, el poema ofrece rostros más amables. Es insólito que los enemigos troyanos aparezcan representados con la misma dignidad que los griegos victoriosos. Los hexámetros ceden la palabra también a los adversarios, escuchamos sus miedos y sus dilemas; el aedo parece incluso simpatizar más con el fiable Héctor que con el inflamable Aquiles. Cuenta la leyenda que, en la “operación retorno” tras la guerra, los dioses castigaron a los vencedores por sus fechorías en el saqueo y su crueldad con los derrotados. Tras los cortinajes de los desfiles y la fiesta, el triunfo siempre oculta la oscuridad de la barbarie. Como también haría Clint Eastwood en Cartas desde Iwo Jima, Homero evita la caricatura del enemigo pérfido e incluye la mirada del adversario.

Somos seres de memoria y, desde que empezamos a contarnos el pasado, hemos escuchado sobre todo la voz engolada de los ganadores. Sin embargo, a veces, algunos textos salvados sacan a la luz los relatos del bando olvidado. Durante un verano de hace cinco siglos, Tenochtitlán se convirtió en una ciudad sitiada. En una recopilación de crónicas indígenas editada por Miguel León-Portilla encontramos fuentes poco atendidas, como los Cantos tristes. Fueron compuestos a la antigua usanza por poetas nahuas supervivientes ante los escombros del mundo que habían conocido. Allí se narra cómo los españoles, por orden de Alvarado, atacaron a los mexicas “mientras se gozaba de la fiesta, y se enlazaba un canto con otro, como una algarabía de olas. Los soldados, con sus escudos de metal y sus espadas, rodearon a los que bailaban y dieron un tajo al que estaba tañendo. Lejos fue a caer su cabeza cercenada”. Todo desembocó en un largo asedio y una epidemia de viruela que hizo estragos. Tras tres meses de contagio y cerco, cayó la capital de México. Los cantares recordarían durante mucho tiempo, como Ilíadas indígenas, el drama y el trauma de aquellos días: “Gusanos pululan por calles y plazas, en las paredes están salpicados los sesos, y era nuestra herencia una red de agujeros. Se nos puso precio. Precio del joven, el sacerdote, el niño y la doncella”. Solo unos pocos españoles, como Bernardino de Sahagún, trataron de conservar el eco de aquellas voces heridas.

También Troya fue atacada en el transcurso de una fiesta. El relato es conocido: un grupo de guerreros griegos se escondió en el vientre del famoso caballo. Los troyanos lo introdujeron en la ciudad para celebrar la paz, creyendo que los enemigos habían huido. Mientras danzaban indefensos, los soldados emboscados salieron a través de la escotilla de madera, y empezó la masacre. Siglos más tarde, el dramaturgo griego Eurípides escribió una tragedia, Troyanas, donde las mujeres esclavizadas por los vencedores hablan, lamentan y recuerdan. La anciana reina de Troya dice: “¿Qué debo silenciar? ¿Qué he de llorar? No hay otra musa para los desventurados que la de clamar sus desgracias sin la compañía de los coros”. La historia es un tapiz entretejido de civilización y brutalidad, pero no olvidemos que entre nuestras tradiciones más antiguas late la mirada de quienes dieron la palabra al bando contrario sin encubrir la barbarie propia. Si no escuchamos la versión del otro, del adversario, incluso del derrotado, nosotros también perdemos: el rumbo y el humanismo.


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