Vivir exprimiendo cada minuto: el enloquecido manejo que hacemos del tiempo

Una madre hace ejercicio frente al televisor mientras su bebé descansa en el sofá.
Una madre hace ejercicio frente al televisor mientras su bebé descansa en el sofá.South_agency / Getty Images

El filósofo Blaise Pascal dijo: “La infelicidad del ser humano se basa solo en una cosa: que es incapaz de quedarse quieto en su habitación”. Pascal vivió en el siglo XVII y ya la gente andaba obsesionada con hacer algo en vez de no hacer nada. Cuatro siglos después, el ajetreo cotidiano ha aumentado notablemente, apoyado en los avances tecnológicos que colonizan todos los aspectos de nuestra vida. Se da un culto a la productividad, y no solo en el ámbito laboral, sino también en el tiempo llamado “libre”, del que, como se vio en los confinamientos pandémicos, tratamos de sacar el máximo provecho a través de la creación artística, las clases de pilates o el noble oficio de la panadería doméstica. Hubo quien recordó a la ciudadanía que Shakespeare escribió El rey Lear durante una reclusión por peste bubónica. El objetivo general es trabajar más, consumir más, formarnos más o vivir más experiencias de las que luego dar buena cuenta en las redes sociales. El minuto se exprime al máximo y la vida se acorta con respecto a su contenido deseado. Pero la infelicidad de Pascal sigue ahí.

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El sistema capitalista siempre ha sido proclive a fomentar la productividad personal. “Pero los desarrollos más recientes han eliminado algunos de los amortiguadores que evitaban la colonización de toda la vida por el impulso de ser productivo: los sindicatos y el Estado de bienestar están en declive”, opina el escritor Oliver Burkeman, autor de Four Thousand Weeks: Time Management for Mortals (4.000 semanas: administración del tiempo para mortales; próximamente lo publicará en español Planeta). El surgimiento de la gig economy, en la que se da un víncu­lo mucho más estrecho entre la eficiencia personal y los ingresos, genera nuevas ansiedades en el uso de esas 4.000 semanas que, como nota Burkeman, son las que tiene una vida promedio. “Somos el tiempo que nos queda”, escribió el poeta Caballero Bonald, y, desde el punto de vista del culto a la productividad, lo que produzcamos en ese tiempo, en un contexto de seguridad vital decreciente, será lo que seamos y lo que tengamos, a donde lleguemos. Toda nuestra actividad parece tener que estar dirigida a un fin concreto, mientras que genera culpa, y puede hasta ser sospechoso, eso de “perder” el tiempo.

La tecnología nos permite hacer más cosas en menos minutos, y hace que la exigencia laboral o la posibilidad de realizar muchas actividades nos acompañe en cada momento y lugar: nos da la impresión de que podemos sacar mucho más partido a nuestros días. Al mismo tiempo, mediante el proceso llamado infoxicación, puede sobreestimularnos a través de continuos mensajes, avisos, correos, notificaciones, y minar nuestra capacidad de atención a cambio de pequeñas dosis de dopamina, haciendo que estemos en todo y en nada al mismo tiempo. Para muchos, ya es difícil trazar una línea que separe claramente lo que es el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio o cuidados. Simultaneamos quehaceres y saltamos de una cosa a otra, ya sean tareas o entretenimientos, a toda velocidad. “Nos movemos cada vez más rápido, pero nos volvemos más impacientes y frustrados, porque a medida que nos acercamos al espejismo de la ‘productividad total’ y la optimización perfecta, se vuelve cada vez más irritante que nunca la consigamos del todo”, señala Burkeman. En vídeos de YouTube o en los anaqueles de las librerías se nos ofrecen manuales o tutoriales para sacar todo el jugo a nuestro tiempo y, paralelamente, métodos para intentar frenar: el veneno junto al antídoto. El hecho de estar en el mundo es cada vez más problemático.

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La épica del emprendimiento y los eslóganes del pensamiento positivo ponen toda la responsabilidad sobre los individuos y no tanto sobre sus circunstancias: penalizan al que no “triunfa” o al que no le van bien las cosas como “culpable” de su propia situación, al tiempo que crece la precariedad y la inestabilidad vital. “No tiene nada de malo formarse, adquirir habilidades y conocimientos, el problema reside en la lógica que lo mueve”, explica el sociólogo Jorge Moruno, autor de libros como No tengo tiempo. Geografías de la precariedad (Akal). Las personas se ven impelidas a construir constantemente su marca personal, a dar una imagen de éxito, a adaptarse a las exigencias del mercado en todos los aspectos de la vida. El cursillo por internet para hablar en público generando impacto, la foto en Instagram del crepúsculo en la playa, las horas de fitness para lucir una imagen atractiva, el divertido reto que se propone esta semana en TikTok, la formación constante durante la vida laboral para adaptarse a un mercado cada vez más cambiante, al compás de las continuas innovaciones tecnológicas (que no tienen por qué identificarse siempre con el progreso). “Pero nunca se cuestiona si el mercado responde a las necesidades que exige la sociedad, porque actúa como un Dios omnímodo emancipado de cualquier control democrático”, señala el sociólogo.

Curiosamente, el empeño en la productividad constante no tiene por qué redundar en una productividad efectiva mayor, o en una vida mejor: tenemos límites y necesitamos descansos corporales y mentales. “Aunque pensemos que corriendo y ocupados estamos haciendo mucho más y siendo más virtuosos, la ciencia del comportamiento ha descubierto que la escasez de tiempo crea un fenómeno llamado túnel”, explica Brigid Schulte, autora de Overwhelmed: Work, Love and Play When No One Has the Time (abrumados: trabajar, amar y jugar cuando nadie tiene tiempo) y directora del laboratorio Better Life Lab at New America. Resulta como si la visión periférica se oscureciera (metafóricamente) y avanzásemos en una tiniebla en la que es difícil tomar decisiones acertadas, teniendo en cuenta el gran cuadro y no solo la pincelada. Según informa Schulte, cuando estamos metidos en ese túnel nuestro cociente intelectual puede llegar a caer 13 puntos. “Así que el follón no nos hace productivos. No mejora nuestras vidas. Pero es muy difícil para las personas salir del ajetreo porque vivimos en culturas que lo valoran mucho”, dice la autora.

Se proponen otras opciones para ocupar nuestro tiempo. Por ejemplo, la artista Jenny Odell, afincada en el ajetreado Silicon Valley, se rebela contra este culto a la productividad en su libro Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención (Ariel). La inacción es para ella una forma de protesta ante el capitalismo desbocado que se ha enseñoreado en cada rincón de nuestro tiempo: actividades sencillas que redunden en el bienestar personal y nada más, como observar los pájaros (una de sus aficiones) o dedicarse a dar largos paseos, pueden mejorar nuestra vida e incluso considerarse como un acto íntimo de resistencia política. “Si la ciudadanía del siglo XX se vinculó con el derecho al trabajo, la del siglo XXI tiene que hacerlo con el derecho al tiempo: el derecho a vivir con dignidad como algo garantizado al margen de la situación laboral”, apunta Moruno. Cuando en nuestro tiempo libre nos asalte esa insidiosa voz interior para que hagamos algo útil, a veces conviene decir, siguiendo al escribiente Bartleby creado por Herman Melville: “Preferiría no hacerlo”.

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