Whitehead: el hombre que escapó de la prisión matemática

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Los hombres pueden ser tan provincianos en el tiempo como en el espacio. Podemos preguntarnos si la mentalidad científica del mundo moderno no es un ejemplo de tal limitación provinciana. (Alfred North Whitehead)

Todo está lleno de vida. Esa fue la premisa de Whitehead. Una idea antigua que evoca esa otra (la única conservada) de Tales de Mileto, primero de los filósofos: “Todo está lleno de dioses”. Ahora que se descubren indicios de vida en Venus, el fogoso planeta del amanecer, el asunto cobra actualidad. Occidente ha recorrido un fatigoso camino de siglos hasta distanciarse casi por completo de la naturaleza. El cristianismo (primero insurgente, luego imperial), llevado por corrientes gnósticas, despojó a la naturaleza del valor sagrado que poseía en la Antigüedad. En la edad moderna, el pensamiento cartesiano la redujo a cosa inanimada, a mera extensión diseccionable. La revolución industrial exhortó a su conquista y explotación indiscriminada. En la actualidad, el planeta (que es como hoy llamamos a la naturaleza) ofrece un alarmante retrato, un escenario agonizante asediado por continuas crisis climáticas, víricas y migratorias.

Esta situación tiene mucho que ver con la codicia y ambiciones humanas y con la revolución científica, ese periodo glorioso de la ciencia que encabezó Newton y sobre la cual se erige el mundo de hoy. Y tiene mucho que ver con los éxitos de la física matemática, que es la ciencia que ha dominado al resto de las disciplinas desde entonces. Uno de los pensadores que mejor ha comprendido este proceso ha sido Alfred North Whitehead (Reino Unido-EE UU, 1861-1947). Whitehead fue uno de los matemáticos más importantes del siglo pasado. Colaboró durante diez años con Bertrand Russell en el llamado “programa logicista”, encaminado a derivar de la lógica simbólica los conceptos fundamentales de la matemática. Pero Whitehead siempre mantuvo el contacto con la filosofía, a través de la Aristotelian Society, donde debatía amigablemente con expertos en Leibniz o Spinoza. Esa afición le deparó un destino singular. Cuando llegó la hora de su jubilación como matemático, la Universidad de Harvard le ofreció una cátedra de filosofía. A veces para ser otro hay que cambiar de paisaje y el matemático inglés devino filósofo americano. Una metamorfosis intelectual le había llevado de la lógica matemática a la filosofía de la ciencia y, de ésta, a la metafísica, un campo hasta entonces hollado sólo en privado. En Boston erigió un sistema que ha tenido una importante repercusión en la filosofía de la ciencia y que, en líneas generales no ha sido asimilado del todo.

Uno de los descubrimientos más decisivos de Whitehead fue constatar que la vida no es matemática. La vida puede ser burla sangrienta o ironía mordaz, teatro, contradicción y caos, todos ellos elementos que no encajan en un mundo ideal y perfecto de las matemáticas. La vida puede ser chapucera y deforme y seguir siendo vida. La espontaneidad, la sorpresa y el asombro del vivir se encuentran muy lejos de la armonía y perfección matemática. Las matemáticas son maravillosas (cualquiera que las haya estudiado lo sabe), pero son una ciencia abstracta, cuantitativa y, sobre todo, incolora. Mientras que la vida es color, mezcla de luz y oscuridad. Newton fue capaz de reducir el color a un número (el ángulo de refracción) y, al hacerlo, trasmutó, como el alquimista que siempre quiso ser, lo cualitativo por lo cuantitativo. En esa operación está la clave del mundo moderno, la piedra filosofal que nos ha dado riqueza y prosperidad, al precio inevitable de una creciente crisis climática y ecológica.

La biología molecular, imitando lo que hizo la física matemática con la materia, ha creído encontrar los ladrillos que edifican lo vivo. El “secreto” de la vida. Como si la vida procediera arquitectónicamente desde sus cimientos, como si la planta fuera semilla y no sintiera el magnetismo del fruto. Lo que Galileo dijo del universo (que habla el lenguaje de las matemáticas), los biólogos lo repiten de la vida, que habla el lenguaje de los genes, las proteínas o las moléculas de ADN. Pero si hay algo que hemos aprendido en física, como diría Whitehead, es que “la escala de observación crea el fenómeno”. Hay muchos niveles y cada uno de ellos es un mundo en sí mismo. La mecánica cuántica no tiene nada que decir a la mecánica de fluidos. La relatividad general no puede inmiscuirse en la termodinámica. Simplemente porque trabajan con marcos teóricos diferentes, porque ven las cosas bajo un prisma teórico diferente y son, en cierto sentido, inconmensurables.

Pese a ello, algunos siguen vendiendo la teoría del todo. Un asunto éste muy americano, la solución total, la ecuación absoluta. Una de las grandes enseñanzas de la física es precisamente el pluralismo hermenéutico. El mundo es una confederación de repúblicas y cada nivel se expresa a su modo. En cierto sentido, esta interpretación es afín a la antropología. Cada cultura es un mundo en sí mismo, un universo de significados. En una entrevista al final de su vida, Whitehead, posando su mano sobre la madera de una vieja librería, afirmó: “En el interior de esta estantería podría haber civilizaciones”. Hacía referencia, claro está, a los descubrimientos del mundo subatómico, donde entramos buscando ladrillos y encontramos un vergel. Un mundo regido por fuerzas sutiles y partículas inmateriales.

Las diferentes subdisciplinas de la física aprendieron a trabajar desde su nivel horizontal y a no hacer extrapolaciones verticales. Pero la biología molecular, como las neurociencias, o como en general todas las ciencias que desconocen el trabajo de las demás, caen en la tentación de hacer este tipo de extrapolaciones. Whitehead advirtió, entre otras muchas cosas, que el secreto de la vida, o de la mente, no está en un único nivel. Está en todos los niveles y en ninguno. En la física no sólo hay cimientos, también hay ventanas y tejado. La vida tiene sus raíces tanto en la tierra molecular como en el cielo de la percepción y la imaginación. La vida humana, como decía Simone Weil, es un árbol que cuelga del cielo, es gravedad y gracia, experimenta fuerzas concéntricas y fuerzas ascendentes. Reducirla a un único nivel, no sólo es no entenderla, es mutilarla. Una idea que debían tener en cuenta nuestros dirigentes en esta nueva era de la biopolítica.

Las relaciones espaciales entre cuerpos inanimados se explican bien mecánicamente. La lógica, como apuntó Bergson, expresa las relaciones generales entre cuerpos sólidos, externos unos a otros (como bolas de billar), pues la lógica necesita de identidades precisas y bien definidas (A=A). Pero la vida rechaza esa exterioridad. El hecho concreto de la vida es proceso, metamorfosis, refutación continua de la identidad, ya sea a nivel celular o psíquico. No somos iguales a nosotros mismos. El alimento, la percepción y la respiración, por no decir la vida mental, con sus recuerdos y esperanzas, ponen de manifiesto la “falacia de la ubicación simple”, una de las ideas más hermosas de Whitehead. El hábito de creer que las cosas están simplemente donde están. La vida de la mente es una referencia continua a otras regiones del espacio y otros ritmos del tiempo. La experiencia consciente incorpora lo ausente, lo invisible, lo que fue escuchado o soñado y todavía resuena. Lo que llamamos seres vivos son amasijos de percepciones, pueden estar aquí y allá al mismo tiempo, están desde dónde miran y están en lo que miran.

Whitehead nos legó otras ideas importantes que ayudan a entender el alcance y la naturaleza de nuestra situación actual. Una de ellas es la falacia de la reificación, también llamada “identidad desubicada” (misplaced concreteness). El trabajo de los laboratorios consiste en aislar el fenómeno para estudiarlo. Pero siempre existe el peligro de tomar ese fenómeno aislado (desprovisto de sus relaciones internas), como el fenómeno real. La abstracción del objeto, sea virus o planeta, no puede tratarse como el objeto real, eso sería confundir el mapa con el territorio.

Otras de las grandes genealogías de Whitehead fue mostrar que, desde Newton, las ciencias se han ocupado de reducir lo cualitativo a lo cuantitativo. Y ha otorgado “realidad” a lo segundo, rebajando lo primero a la categoría de la ilusión. Los colores y los sonidos son una ilusión creada por partículas diminutas que no vemos a simple vista, pero que podemos ver con los instrumentos adecuados. Lo que ve el instrumento prima sobre lo que se ven nuestros propios ojos, tiene “más realidad”, como si el detalle fuera ontológicamente superior a la impresión, como si la pintura de Courbet estuviera por encima de la de Monet.

El imperio de la cantidad puede satisfacer a ciertos temperamentos, mientras que para otros consagrar la atención a una ciencia incolora y abstracta resulta deprimente. Sea como fuere, la ciencia de lo cuantitativo goza hoy día de la aprobación general. De hecho, es la única ciencia admisible. En esa cultura llevamos ejercitándonos más de trescientos años. Pero más que afirmar que el universo habla el lenguaje de las matemáticas, sería más adecuado decir que el universo es “matematizable”, que se presta a la “matematización”. Es importante entender la matemática no como una verdad que se oculta tras las apariencias fenoménicas, sino como un modo particular de leerlas, una lectura complementaria de otras.

Esa cultura científica hace creer que la ciencia “descubre” una realidad subyacente, que existe como “objeto” o “relación” antes de que se inicie la investigación. Pero lo que ocurre simplemente es que la naturaleza es capaz de responder la inquisición analítica y cuantitativa. Eso no quiere decir que la naturaleza sea matemática, sino que las matemáticas son un modo eficaz (en algunos casos y para algunos fines) de leerla. De hecho, la “verdad” de la física matemática es algo que puede ser realizado en la historia (la conquista del espacio o la energía nuclear lo prueban), pero no es algo que está detrás, como esencia verdadera, de los fenómenos. Eso sería hacer metafísica. El éxito de estas empresas no significa que comprendamos el fenómeno, significa únicamente que somos capaces de controlarlo y manipularlo según nuestros propósitos y, como diría Wittgenstein, la exactitud depende de nuestros intereses.

Terminamos. Whitehead insistió en que la reducción cuantitativa puede afectar tanto al entorno natural como a la propia vida. Y se propuso hacer un puente entre la pizarra de las abstracciones y la lava de las emociones. Ese puente es un libro difícil pero fundamental: Proceso y realidad, que pronto verá una nueva traducción a nuestra lengua. Las leyes de la vida rigen desde dentro, desde el interior mismo de la costumbre y el hábito. Estrictamente hablando, no son leyes sino costumbres. Estos hábitos se encuentran ya orientados antes de nacer y se desarrollan en un paisaje. La vida no es nada sin el medio. Siempre hay un tú y un nosotros. Por eso el bosque, el desierto o la aldea son criaderos de valores, ámbitos donde palpitan otros tiempos y lugares. La memoria, esa infatigable constructora del yo, nos lo recuerda constantemente. La naturaleza viva no puede desligarse de los valores, de las emociones estéticas, del asombro mismo de la existencia. La vida, cada vida en particular, es un huerto de valores, un pequeño cultivo donde crece la generosidad o la nobleza, la ira o el resentimiento. Whitehead, el matemático convertido a filósofo, recogió así dos herencias olvidadas: el elogio de la atención (del asombro, que dirían los antiguos) y la idea romántica de la naturaleza como experiencia.


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