Walid, Mustafá y Mohammed sobrevivieron al infierno de Guantánamo. Llegaron a España hace 10 años, gracias a un acuerdo con el Gobierno de Estados Unidos que les impide volver a sus países de origen, Palestina, Afganistán y Yemen, respectivamente. Viven como rehenes sin pasado, mitad libres mitad vigilados. Cruz Roja se ha hecho cargo de ellos pero la integración no es fácil.
“Yo sigo viviendo en Guantánamo, aunque ya esté fuera. Tengo un sufrimiento profundo clavado en mi cabeza, por las torturas. Estoy en tratamiento psicológico. A veces me dan ataques de ira y destrozo el piso”, dice Mohammed Basardah en un parque de las afueras de Logroño una tarde de este verano. La conversación exige un intérprete de árabe porque, aunque entiende el castellano, Basardah no lo habla.
Exmiliciano yihadista, el yemení lleva con orgullo haber combatido a las órdenes directas de Bin Laden en Afganistán, al que asegura haber visto en persona “cinco o seis veces”, la primera vez en una base soviética abandonada de Kandahar (Afganistán), en 2001, pero también en el campamento de entrenamiento de Al Qaeda en Al Faruq y en las montañas de Tora Bora. Tiene 47 años y es residente legal en España pero no tiene pasaporte. Su país reniega de él porque vivió 23 años en Arabia Saudí. Desde que llegó ha sido detenido varias veces por traficar con drogas. “Me condenaron a seis meses y cumplí trabajo social. Una policía local en Logroño me ha cogido manía y me acusa de ser camello, pero yo soy consumidor, no trapicheo”, asegura.
Cuando llegó a Logroño, en 2010, estuvo varios años viviendo en un piso de Cruz Roja. El Gobierno le entrega 450 euros al mes, al igual que a los otros dos expresos. La administración norteamericana financia el coste. En la actualidad se ha mudado a un pueblo donde vive con su segunda mujer en otro piso que le facilita Cruz Roja. “Conocí a una chica que vivía en Marruecos a través de una web de búsqueda de parejas. Ella no tenía papeles y no pudo venir a España. Me puso en contacto con una amiga suya, que vivía en Almería. Fui a conocerla, nos enamoramos y nos casamos. Tiene permiso de residencia y está trabajando.
En una conversación de una hora, Basardah enhebra el relato de un perdedor que lucha por mantenerse a flote. Se emociona al hablar de su único hijo. Cuando vino a verle al poco tiempo de llegar a España —Estados Unidos vetó las visitas de familiares, pero España ha mirado para otro lado— el chico tuvo un accidente de moto y regresó a su país, a pesar de estar amenazado por grupos islámicos extremistas. “En Yemen solo me queda mi hijo, que tiene 20 años. A él le gustaría venir a España, pero con la guerra en Yemen es complicado”.
Basardah guarda una foto en su móvil en la que se le ve sonriente, vestido a la manera tradicional yemení, con turbante y falda, posando contento en su nueva vivienda. “Esto es España. Esta es mi casa ahora. Un estudio, una habitación, baño y cocina”, dice en un castellano básico. Su madre vive en Arabia Saudí. “En 20 años, yo mirar madre dos veces, en total 60 días”, dice.
Hay un Basardah que intenta rehacer su vida en España y hay un Yasin —su nombre de guerra— que combatió a las órdenes de Bin Laden en la 55 Brigada Árabe, en las montañas de Tora Bora, en Afganistán. Se especializó en el uso de explosivos y veneno y ejercía de técnico de adiestramiento en los campamentos de al Qaeda.
Fue detenido por la policía pakistaní en diciembre de 2001, cuando intentaba cruzar la frontera desde Afganistán, y entregado a los americanos en Kandahar. Ingresó en Guantánamo el 11 de febrero de 2002. Era el preso número 252. Pasó el primer año y medio en régimen de aislamiento total. Los americanos le clasificaron como “fuente inestimable de inteligencia. Ha facilitado abundante información, táctica y estratégica, sobre campos de entrenamiento de combatientes de al Qaeda y los milicianos Talibanes”, según los papeles de Guantánamo que WikiLeaks sacó a la luz a principios de 2011. “Me usaron para enfrentarme con otros presos”, se defiende. “Me clasificaron de espía dentro de Guantánamo, pero no es cierto. Fueron mentiras eso de que yo delatara a cambio de comida y trato especial. Yo no colaboré con nadie”.
Basardah se queja de que no encuentra trabajo porque no habla castellano. Cruz Roja le ha dado cursos para aprender nuestro idioma y le ha buscado contratos temporales, en la vendimia y de mecánico, pero no ha mantenido ningún empleo. De manera confidencial, la Policía reconoce que está causando muchos problemas y que incluso “sus guardianes” han tenido que interceder ante el fiscal y el juez para que no le metieran en la cárcel. Él mismo reconoce que ha intentado suicidarse en varias ocasiones desde que está en España, aunque ahora mira al futuro sin desgana.
Quien está a punto de aprovechar la segunda oportunidad es el afgano Mustafá Sohail Bahazada. Desde que llegó se ha instalado en Málaga, primero en un piso de Cruz Roja, pero desde hace unos años vive por su cuenta con su mujer, de nacionalidad rumana.
“Es un tipo inteligente. Quiere tener libertad de movimientos, pero sabe que si vuelve a Afganistán correría peligro. Tiene familiares refugiados en varios países europeos bajo identidades falsas”, explican fuentes policiales. “Su obsesión es que le permitamos viajar”, añaden “pero eso no es posible”.
Hace unos años intentó ir a Rumania para conocer a la familia de su mujer. Los servicios de inteligencia rumanos le prohibieron subir al avión. En la comisaría del Aeropuerto de Málaga todavía recuerdan el enfado de Mustafá por no poder volar.
En 2002 trabajó para DynCorp en Camp Serenity (Kabul) como traductor, conductor y administrativo. DynCorp es una de las mayores empresas militares del mundo. Los americanos culpan a Mustafá de espiar para Al Qaeda, la milicia Talibán y el servicio de espionaje afgano (NDS), según WikiLeaks. Le acusan de recabar información para atentar, en 2002, contra la residencia del presidente de Afganistán, Hamid Karzai, y la embajada americana en Kabul.
El primero de los tres expresos en aterrizar en el aeródromo de Torrejón de Ardoz fue Walid Hijazi, el 24 de febrero 2010. Los terapeutas de Cruz Roja que le hicieron las primeras revisiones enseguida detectaron su enfermedad mental. Fue enviado a la ciudad cántabra de Torrelavega y los primeros meses fue un paciente asiduo de la unidad mental del Hospital de Valdecilla. EL PAÍS consiguió hablar con él cuando llevaba tan sólo dos meses en España. “Estoy bien pero esto lleva tiempo, necesito tiempo”, explicaba en aquella entrevista.
Una década después, Hijazi sigue necesitando tiempo para una integración que está muy lejana todavía. Sigue viviendo en un piso de acogida de Cruz Roja, compartido con refugiados y asilados políticos. Últimamente apenas pisa la calle, sólo sale para ir a una carnicería tradicional musulmana y a la mezquita del barrio de La Inmobiliaria, donde hay una importante población inmigrante, la mayoría de origen marroquí.
Hijazi intenta pasar desapercibido y ser uno más en el barrio y casi lo consigue. Muy pocos vecinos conocen su pasado. Entre ellos, Hicham, el presidente del Centro Social Islámico de la ciudad. “Es como si no tuviera memoria. No es consciente de lo que dice. A veces se le oye hablar sólo. No tiene vida. Un animal vive mejor que él. No disfruta”.
Walid Hijazi, alias Abu Asim “ya tenía problemas mentales cuando Al Qaeda lo reclutó durante una peregrinación a La Meca. Encajaba en el perfil del terrorista suicida, al que había que preparar para inmorlarse”, comenta un mando de los servicios de inteligencia de la Policía. En el camino al edén de las 71 mujeres vírgenes, con el que sueñan muchos mártires de la yihad, se le cruzó el fuego amigo. Le alcanzó una granada, lanzada por un compañero en el campamento de entrenamiento de Khowst, en Afganistán, según los papeles del Guantánamo. En el traslado a un hospital de Pakistán, fue detenido y entregado al ejército norteamericano. Ingresó en Guantánamo en diciembre de 2001.
“No es agresivo”, comenta Hicham. “Al revés. Es como un niño. Es muy reservado. No interviene en el rezo. Le pedí un día que participara en la oración, pero se negó. Desde que empezó la pandemia sólo vino una vez, sin mascarilla. Le llamaron la atención y no ha vuelto a aparecer por aquí”.
Unas cuarenta personas permanecen en la actualidad detenidas en la base naval de Guantánamo que EEUU tiene en la isla de Cuba. Tan sólo nueve de ellos están presos con condena judicial y 31 llevan más de 18 años encarcelados sin condena. Un total de 779 personas, incluidos 15 chicos, han pasado por las celdas de Guantánamo desde 2002, según los datos de la ONG Reprieve, que combate la pena de muerte y la tortura. Uno de sus proyectos consiste en realizar un seguimiento de los expresos de Guantánamo repartidos por todo el mundo. Reclama para ellos un estatuto legal que les permita conseguir una independencia personal y económica en su país de acogida.
Tanto Cruz Roja como el Ministerio del Interior y la Embajada americana en Madrid rechazan hacer declaraciones sobre los expresos de Guantánamo. En la brigada de inteligencia de la Policía, un agente se encarga de su seguimiento. Mantiene un ojo vigilante en cada paso que dan los tres expresidarios. Los terapeutas y psicólogos de la organización humanitaria saben que tienen por delante el reto de recuperar para la sociedad a tres personas marcadas para siempre. “Me gustaría ir a Alemania para poder trabajar y ser una persona normal”, dice Basardah. “Me gusta la mecánica. Aquí, en una ciudad pequeña no tengo oportunidades”.
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