Yolanda Díaz: la ley del acuerdo

Le dijo que no con firmeza, pero segura de que al final daría un sí. Le dijo no, no y no, presa de la contundencia con la que casi solo ella es capaz de discutir con Pablo Iglesias. Pero convencida también de que ante aquella propuesta era imposible negarse.

—¿Estás sentada?

El líder de Unidas Podemos llamó por teléfono y fue preparando el terreno. Yolanda Díaz (Fene, A Coruña, 1971) andaba iracunda por su casa. “Limpiando”, dice. “¡Enfadadísima!”, añade. ¿Por qué? “Por la repetición de estas últimas elecciones”. Aquellas, se refiere, en las que la falta de tino que impidió al PSOE y a Unidas Podemos llegar a un pacto antes había llevado directamente a volver a las urnas. Al descentrarse ambos en sus acuerdos dentro de la izquierda, pasó Vox por la ultraderecha y sacó 52 diputados. Un error de cálculo que ha lastrado el futuro de todo un país. Por eso estaba ella indignada en su casa de Ferrol.

—Ya empezamos…

Todo el mundo sabía que, de llegar a un pacto, Yolanda Díaz, diputada por Galicia en Común, formación adscrita a Unidas Podemos en el Congreso, acabaría con la cartera de Trabajo. Era una certeza para Iglesias: en 2012 él había trabajado para ella como asesor antes de saltar al liderazgo de su formación. También una baza segura para los que en su región vieron cómo en aquellas elecciones al Parlamento de Galicia de 2012 la candidatura de la que ella formaba parte como líder de Esquerda Unida en alianza con el BNG de Beiras adelantaba al PSdeG —­el PSOE gallego— con seis diputados y un senador por Ourense. Pero era sin duda una incógnita para el resto. Diez meses después de su gestión, a nadie le cabe duda de que no podía ser otra persona.

—Acabo de salir de La Moncloa y le he propuesto a Pedro Sánchez que seas ministra de Trabajo.

La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz.
La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz.

Eso, asegura Díaz, le contó Iglesias como parte del pacto de Gobierno exprés —aunque con demasiado retraso— que andaban ultimando. “Yo me negué y me seguí negando. Hasta que él me colgó el teléfono. Sabía que después le diría que sí por una razón: porque a Pablo yo no le puedo decir que no. Somos amigos, me conoce y me gana por los afectos. De esto son conscientes Andrés, mi marido, y también mi padre [Suso Díaz, histórico dirigente de la izquierda sindical en Galicia]. Saben que a Pablo es al único a quien no puedo decir que no”.

¿Cómo lo logra? Cuenta que Iglesias utilizó argumentos meridianos: “Eres comunista, ¿no? Pues tienes que hacer lo que el partido disponga”. Tomemos esto como ironía para no inquietarnos. Pero, medio en broma, medio en serio, así fue. Ni siquiera hablaba de la formación que lidera, a la que Yolanda Díaz no pertenece. Se refería al Partido Comunista, del que la gallega conserva todavía el carné tras haber liderado Esquerda Unida también en Galicia. “De ahí no me he movido”, asegura. “No me muevo de ahí…”, recalca. “Lo que Pablo Iglesias había conseguido es que una formación como la mía volviera al Gobierno después de 80 años. Suponía algo histórico, muy importante”.

Además de eso, el líder de Unidas Podemos añadió algo de sutil y firme contundencia: “Lo que dije prácticamente a todos los miembros del Gobierno que pertenecen a nuestro entorno: nos ha costado mucho llegar hasta aquí, ahora no podéis dejarnos en la estacada”. Así que Yolanda Díaz se mudó al último piso del Ministerio de Trabajo en Madrid, con Andrés (Juan Andrés Meizoso, delineante y exjugador de baloncesto, con quien se casó en 2004) y Carmela, su hija de ocho años. No sabía entonces que se pasaría al menos los 10 meses siguientes sin poder oler el mar. Juró el cargo el 13 de enero. Nada más entrar al despacho, hizo lo que un amigo cercano le aconsejó: “Abrir la puerta y entrar. Después, cerrarla y salir para tener claro que esto solo durará un tiempo concreto”.

Tenía equipo formado y un plan cristalino en la cabeza: “Lo primero era innegociable. La clave reside en que no está formado por perfiles políticos; son técnicos, expertos en la materia que les toca. Después, lo que queremos hacer lo tenemos muy claro: miramos al futuro, no al pasado. Establecer el marco laboral para el trabajador del siglo XXI. Crear un estatuto para eso”.

Pero llegó la pandemia y la urgencia imperó en mitad de aquella crudeza sin respuestas que trajo el mes de marzo. Para mal, pero con cierta ventaja, en su caso. La situación aceleraría las reformas con cifras que acabarían —o empezarían, más bien— por darle la razón… “Cuando certificamos el primer mes que de los 900.000 empleos que se destruían, 600.000 eran contratos temporales, madre mía, ver eso caer lo decía todo”.

Nadie podía negar la evidencia. España, con una legislación laboral que permitía ese derrumbe, quedaría siempre en desventaja. “Debíamos sostenerlo, dar apoyo a quien quedara desprotegido. No podíamos seguir así. Hasta el FMI, la Comisión Europea y el Banco de España lo han diagnosticado: nuestro punto débil es la precariedad y la temporalidad, tenemos que revertirlo”.

Yolanda Díaz observa unas camisas de regalo que le envío su padre junto a dos de sus colaboradoras.
Yolanda Díaz observa unas camisas de regalo que le envío su padre junto a dos de sus colaboradoras.

Antes habían comenzado a legislar con un sentido social inequívoco y una diáfana vocación de pacto. El primer acuerdo llegó antes de la pandemia. Tan rápido que agarró a todos por sorpresa y colocó un foco de referencia en su ministerio para la presente legislatura. Lo hizo con la connivencia de sindicatos y patronal: fue la subida del salario mínimo a 950 euros. “¿Ya?”, pensaron hasta los más escépticos compañeros de gabinete y los más críticos miembros de la oposición. No habían pasado ni 10 días desde la llegada de esta abogada laboralista al ministerio. Sería la primera medida, a la que seguirían después, entre otras y en medio de la crisis sanitaria, los acuerdos para los ERTE (expedientes de regulación temporal de empleo) con sus sucesivas prórrogas en junio o septiembre; la ley del teletrabajo, y ahora, en preparación, la que afecta a los repartidores, conocidos como riders.

El día en que entró en vigor la ley que regula el teletrabajo, Yolanda Díaz recibía a El País Semanal en la sede de su ministerio. Era el primero de los encuentros con ella para elaborar este perfil. La ministra entró vestida de blanco y negro. Lo primero que hizo fue felicitar a todos los miembros de su equipo con los que se cruzaba. Repartía besos de ventosa a los más próximos. Después abrió un paquete que tenía encima de la mesa del despacho. Su padre le enviaba tres camisas. “Moda galega. Sabe que no tengo tiempo para ir a comprar”, afirma. La euforia continuó. Sabe racionarla porque no son muchos los días en que se presenta. Por eso la aprovecha, se la bebe, la degusta, la comparte y la encara de frente, sonriendo. Una euforia medida y nada impostada. Muy auténtica y con un cronómetro sometido a su agenda. Toca a veces celebrar un rato, lo justo para pasar a lo que viene después.

Aquel momento de festejo duró unos 45 minutos. Tomó un piscolabis rápido antes de bajar a una reunión de teletrabajo con los ministros del ramo de la Unión Eu­ropea, que la felicitaron por la nueva ley. La rodeaba su núcleo duro. Esos a los que cuando enferman les hace caldo, pero a los que exige todo su tiempo y dedicación para la tarea que llevan por delante. En el sofá de su despacho, en torno a los libros de Ricardo Piglia o Thomas Piketty que también le ha enviado su padre o un amigo como Daniel Fuentes, economista de La Moncloa, estaban Joaquín Pérez Rey, secretario de Estado de Empleo y Economía Social; María Amparo Ballester, jefa de gabinete; Estela Pazos, jefa de gabinete adjunta; Verónica Martínez, directora general de Trabajo; Maravillas Espín, directora general de Trabajo Autónomo, Economía Social y Responsabilidad Social de las Empresas; Manuel Lago, asesor económico; Elena Cardezo, asesora jurídica, y Virginia Uzal, directora de Comunicación.

La plana mayor de sus colaboradores salvo algunas ausencias. El grupo a quien casi todo el mundo considera parte fundamental de su secreto en la gestión. En este entorno pareciera que un ovni se ha plantado en el paseo de la Castellana en medio del Madrid crispado para demostrar que se puede contar con capacidad de consenso. La eficacia de este equipo no político la aplauden varios sectores. Empezando por la patronal, encabezada por Antonio Garamendi, y también por José María Álvarez, secretario general del sindicato Unión General de Trabajadores (UGT), y Unai Sordo, cabeza de Comisiones Obreras (CC OO).

Garamendi no ha querido hablar para este perfil, aunque desde la CEOE señalan que la relación es buena y cordial, incluso en los momentos en los aflora la tensión en las negociaciones. Los dos líderes sindicales, por otro lado, señalan el acierto en la elección de su gente como ingrediente fundamental del éxito que acompaña a Díaz: “El equipo y además su firme voluntad de diálogo, de llegar a acuerdos previos línea a línea y no como parte de un escenario de cartón piedra para hacerse la foto al final. Esas dos cosas y otra igual de importante. Ha coincidido con una madurez en el entorno de los agentes sociales, muy a pie de los problemas reales y alejados del postureo político. Andamos escarmentados de la crisis de 2008, dispuestos ahora a adoptar medidas distintas, incluyendo a la patronal”, comenta Sordo. “Destaco entre sus características, además del equipo, la firmeza y su intuición a la hora de saber jugar con un factor: cuándo y cómo las partes implicadas necesitamos también el acuerdo que ella persigue”, añade Álvarez. La experiencia en la lucha sindical y su dedicación profesional como abogada laboralista le proporcionan callo. Este último aspecto lo echa de menos: “Pelear y defender en sala”.

La reacción de los sindicatos es una de las incógnitas con las que jugaban los suyos en la reunión posterior al encuentro de Díaz con los ministros de la UE. Comenzaban a perfilar la estrategia de los repartidores para negociar con agentes sociales y plataformas tecnológicas. La clave con la que jugaban de cara a los riders era diseñar un marco en el que esos trabajadores, el día en que se apruebe su ley, “se acuesten autónomos y se levanten laborales”, comentaban. También debían preparar su comparecencia en el Congreso dos días después para aprobar el teletrabajo.

La discusión fluyó, pero Díaz salió para cumplir con otra de las obligaciones a las que no renuncia: atender a su hija Carmela. Debía prepararla para ir a clase de ballet. La esperaría por los alrededores, resolviendo otros asuntos. Con el café en una terraza, pasaba casi inadvertida. Hay gente que se le acerca para agradecer cosas, sobre todo relacionadas con los ERTE. “Pero, a pesar de eso, contenta no estoy, ¿por qué habría de estarlo si aún quedan muchos parados?”. ¿Y respecto a los retrasos que sufren algunos adscritos a los ERTE? ¿Qué respuestas da frente a las críticas de esa gestión? Ahí señala el esfuerzo que ha hecho durante estos meses el Servicio Público de Empleo Estatal (SEPE). “Ha sido un esfuerzo único en nuestra historia reciente. Una gran labor de los trabajadores de este departamento, cuya plantilla sufrió importantes recortes durante el Gobierno del PP y que ha trabajado incluso en festivos y se ha jugado la piel para que nuestros compatriotas tengan una renta”.

Al regresar al ministerio, continuaría con las reuniones y empollando su comparecencia parlamentaria para dos días después. Entonces, cuando tocó subir al estrado, se vistió con una de las camisas que le había enviado su padre. La azul celeste, con cuello Mao. Un regalo talismán. Asistir a una comparecencia de Yolanda Díaz es un bálsamo que contradice la imagen parlamentaria vigente hoy en la ciudadanía. De la crispación, sus señorías pasan a otro temple. Del no por el no, a veces, a la unanimidad. Otras, a una tibia oposición que no pasa de abstenerse, incluso en el caso de Vox. Del enconamiento desembarcamos en el sentido práctico. Los noes son síes para su propuesta de salario mínimo, para los ERTE, para el teletrabajo, caso de aquella tarde, sin que deje de apuntar ni recibir críticas con vistas a la mejora de cada ley.

Yolanda Díaz, en su despacho.
Yolanda Díaz, en su despacho.

Es su marca, la de una especie de superdotada para el acuerdo, algo que le hace parecer eso: extraterrestre en un entorno político de histeria enconada en el no a todo. “Vivo en el conflicto, pero no provoco ruido, procuro no hacerlo: el conflicto hay que afrontarlo e intentar ganarlo, pero eso se consigue al bordearlo, surfeándolo. No soporto el histrionismo, la sobreactuación… Soy más bien sobria. Vengo de la cultura del diálogo, aunque haya salido casi siempre perdiendo. En casa me enseñaron que hay que resolver, piso firmemente tierra. Entre el ser y el querer ser, estoy en el ser, porque a veces la izquierda tiene unos debates… Debemos discutir, vale, pero yo he venido aquí para coser heridas”.

Entre otras, la de la última reforma laboral, aprobada por el PP. Una mesa empezó a abordar su cambio antes de la pandemia y continuará, según ella indica, en las próximas semanas. Será derogada como parte del programa de Gobierno, afirma Díaz: “Y con carácter de urgencia las partes más dañinas”. Aquellas que más desigualdad y agravio producen. Las que hacen a muchos ministros en Europa llevarse las manos a la cabeza cuando Díaz les cuenta que cualquier trabajador en una empresa puede ser despedido un viernes y vuelto a contratar el lunes siguiente.

Pero el problema no viene de ahí. Yolanda Díaz lo fija en 1984, cuando el Gobierno de Felipe González comenzó a caminar por esa senda de la temporalidad como ­tótem. Es lo que, según su padre, Suso Díaz, rompió el pacto de causalidad en la contratación laboral. “Ese según el cual un empleado fijo debe ser contratado como tal, y uno temporal, lo mismo”, comenta. Dice también que a su hija le ha dado pocos consejos, pero serios: “Tranquilidad y mucha firmeza para acabar con esta situación laboral lamentable que padecemos”. El caso es que hoy, tres de cada cuatro trabajadores en España son temporales. “No podemos seguir así”, comenta la ministra. “Los expertos lo señalan desde aquel año 1984. El problema estriba en que desde entonces todos los gobernantes han dicho que resulta bueno. Se ha creado una cultura que debemos desmontar. Porque no es así: esto se ha demostrado malo no solo para el trabajador, también para las empresas. La reforma laboral, además, representa otro obstáculo. Ha sido denunciada en Europa, la gente se olvida. Debatirlo es solo una cuestión política, un fetiche. Hay que rebatirlo con hechos prácticos. Si no, pierdes el tiempo; hay que demostrarlo con cifras”.

Por no hablar de la campaña que alienta el PP, incluso en Bruselas, para que no se toque ni una coma de la pieza que definió en ese ámbito la última etapa del Gobierno de Rajoy. “Es intolerable. Ningún demócrata de otro país lo haría. La reforma cambió el paradigma del derecho del trabajo: es brutal. Lo dice el Banco de España. No ha servido para crear empleo, sino para devaluarlo y provocar la depreciación salarial más salvaje de nuestro país. Nos colocaban ante una disyuntiva hábil pero falsa. Elija usted: un trabajo precario o el paro. Ese planteamiento partía de una mentira. No es científico. Ahí me muestro recia, hay que tener las ideas muy claras”, avisa.

Por mucho que otras sensibilidades económicas dentro del propio Gobierno actual quieran plantar también batalla. “Es necesario este proyecto, los grandes cambios dentro de ese campo que se dan en el Gobierno provienen de las líneas de acción de Unidas Podemos. Si no estuviéramos nosotros, no perdamos nunca la perspectiva, se harían otras políticas radicalmente distintas. No sé si hablo claro”. ¿Ahora se está refiriendo a Nadia Calviño, vicepresidenta económica del Gobierno? No es que mantengan una relación ideal, según parece: “Me estoy refiriendo a los que mandan”, recalca Díaz.

Si no es para volver a emprender un camino radicalmente distinto, Yolanda Díaz prefiere quedarse en su casa. Le asisten su propia razón y unas cifras contundentes que ha puesto de manifiesto la pandemia. Pero quiere hacerlo con tacto. “Al principio nos pintaban como si fuéramos a comernos los niños crudos”, comenta. Pero Díaz pone por delante el sentido práctico al dogmatismo. Decide en base a una ideología —como lo ha hecho la derecha—, pero no se la quiere imponer a nadie.

“¡Yo hago barcos!”, fue su grito de guerra en la campaña de 2012. “Es una cultura, proviene de cierta orfebrería y de una ciudad racionalista como Ferrol, de ingenieros también. Algo que a mí me ha salpicado de lleno y que me gustaría que impregnase a mi hija. Es una forma de ser para gente muy fuerte y soñadora. La mía es una ciudad muy ordenada, por eso a mí el desorden me vuelve loca. Sufro, soy racional y muy responsable, lo padezco. Recia, como digo, pero también frágil. Puedo llegar a mostrarme durísima, pero muy cercana; me gusta verme alegre. Eso para mí es un misterio. Me parece muy bueno en la vida ser cercana, aunque se sufre. A lo mejor resultaría más práctico andar por ahí de otra manera. Pero no voy a cambiar, me arreglo así y ya está”.

Ahí le sale el carácter de ferrolana. Nació en Fene, un pequeño municipio cercano a Ferrol, aunque creció en Santiago de Compostela, de donde también se siente. Acudió al instituto Rosalía de Castro, todo un referente en la ciudad, y trabajó para pagarse los estudios limpiando casas, poniendo copas, de azafata y haciendo fotocopias. “Santiago me fascina, posee un halo místico que quizá vaya contra el, digamos, materialismo histórico que veo de Ferrol. Estoy permanentemente agitada, me siento ambas cosas a la vez. Así me asumo. No sé cuánto soy de una parte o de otra. Tampoco acierto yo bien a explicarme a mí misma. Pero bueno”.

Quizá porque en Madrid se encuentra desubicada. No puede hacer lo que le place un fin de semana: comprar la prensa, sentarse en una terraza a leerla sin que la interrumpan, porque su timidez hace mella y la retrae: “No me gusta que me estén chusmando”, dice. “¿Me entiendes?”. Claro. “No porque me moleste, que soy cercana, pero es que a veces me da un poco de vergüenza”. Procura hacer al menos la mitad del plan. Se dirige al quiosco y, en vez de sentarse, echa a caminar durante dos horas sin rumbo fijo, ordenando pensamientos revueltos dentro de una cabeza y un cuerpo que no sabe estar quieto si no tiene entre manos tres cosas a la vez. “No sé centrarme en una. Soy una tarada. Me gusta Shostakóvich…”.

He ahí una clave. La música del compositor lo es todo menos un remanso de paz y Díaz lo cuenta cruzada de piernas pero elevando la izquierda sistemáticamente como queriendo dar un puntapié al aire. Su termómetro de tranquilidad aparece cuando relaja la parte de debajo de la rodilla al nivel paralelo de la otra pierna. Sin dejar de sonreír, asombrada, cuando no se entiende bien a sí misma.

Yolanda Díz, al fondo, dirige en el ministerio de Trabajo una reunión con su equipo.
Yolanda Díz, al fondo, dirige en el ministerio de Trabajo una reunión con su equipo.

¿Qué sabe Yolanda Díaz de sí misma? Que es muy gallega; que le gusta comer pero no cocinar, aunque lo hace, y bien. Que no quiere carne, a excepción de jamón, y prefiere siempre pescado. Sabe que un día le besó la mano Santiago Carrillo cuando tenía cuatro o cinco años y que aquello le llamó la atención, como si de algo antiguo pero importante se tratara. Que por su casa pasaron dirigentes clandestinos e intelectuales a finales del franquismo y durante la Transición. Que las redes sociales, salvo Twitter, para ella “son una trapallada”. Que de su madre aprendió a valorar las cosas pequeñas, a la manera que Julio Cortázar lo probaba en Historia de cronopios y de famas, y de su padre, la pelea. Que el hueco que dejó al morir su madre hace ocho años —“el mayor palo que me ha dado la vida”— no se recupera ni con el espacio que le han llenado otros. Que la política lleva implícita un desesperante punto de ficción al que ella quiere poner remedio mediante la concreción. Que ahora, como mucho y con suerte, duerme cuatro horas… Que la izquierda no puede perderse en debates estériles y debe actuar más que teorizar o entregarse al artificio de lo que denominan sencillamente relato. ¿Relato? ¿Qué relato? ¡Los hechos son el único relato! Ah, y que de un incendio salvaría probablemente su biblioteca y su colección de vinilos…

De vuelta a los relatos… Sobre aquel mejunje que ­aireó Podemos acerca del régimen de 1978, ¿qué piensa? “Para toda una generación, ese debate fue complejo. Una discusión en gran parte académica, interesantísima, sin duda. Pero sirvió en algunos casos para enfrentar a padres y a hijos, a dos mundos, en ese sentido, la generación de mi padre con la nuestra, que luchó y seguramente perdió. Hay una crisis intergeneracional ahí. Ellos lo dieron todo por esta democracia y no se les reconoció. Debemos darle sentido a eso, no ser injustos con su papel, aunque el régimen de 1978 es algo muy amplio y daría más que para un solo debate”.

Y del melón abierto entre monarquía y república, ¿qué dice? “Me adscribo más bien a la res publica. La España por construir es esa: la de la res publica. Nos queda mucho aún, resulta mejorable. No soy monárquica, soy republicana. Cualquier institución debe someterse a elección, pero en este momento insisto en pisar tierra. No se da correlación de fuerzas para afrontarlo. Se trata de un horizonte posible y necesario. Si se ha abierto es, sobre todo, por el comportamiento del rey emérito y la Casa Real. La institución no se ayuda mucho a sí misma. El debate vuelve cuando el rey emérito se va de este país”.

Sabe también que en este tiempo de Gobierno no ha sentido ni un instante lo que en otros dirigentes de la izquierda se dio al pasar de la teoría a la acción. Yolanda Díaz no siente un ápice de desencanto. Un asunto cuyo mero planteamiento es para Pablo Iglesias, según él mismo, “una chorrada”. Para ella, igual: “Eso de que llegas al Consejo de Ministros y te derechizas no me ha pasado. Al revés. Cada día tengo más claro que lo que pensaba hay que hacerlo. Cambiar la vida de la gente, sin maximizar planteamientos. Cualquier pequeño avance lo demuestra. Se puede hacer. No estoy frustrada, me encuentro muy feliz. Lo hemos demostrado: se puede lograr todo dentro de la ley, tan sencillo como eso”.


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