La imagen de Britney Spears golpeando, enfurecida y con la cabeza rapada, un paraguas contra la furgoneta de un paparazi forma parte ya del folclore popular: la princesa convertida en monstruo. El documental Framing Britney Spears, que el lunes 22 estrena Odisea, se propone desmontarla de arriba a abajo. ¿Cómo llegó Britney hasta ahí? ¿Quién participó en su escarnio público? Y, sobre todo, ¿por qué nadie hizo nada por detenerlo?
La respuesta de consenso hasta ahora había sido responsabilizar al “sistema”. La industria que le proporciona al público estrellas de pop adolescentes sexualizadas, la prensa que juzga ese erotismo y el público que se obsesiona con las celebridades hasta hacerlas caer. La rueda del liberalismo dicta que si el público desea algo es lícito dárselo, que si la prensa ofrece algo es lícito consumirlo.
“Spears personificaba las contradicciones psicóticas de América en torno a la sexualidad femenina: resultar virginal y sexual al mismo tiempo”, dice Adrian Horton en The Guardian. En su primera portada para Rolling Stone, en abril de 1999, Spears aparecía tumbada en la cama con un sujetador negro y un Teletubbie bajo el brazo. “El ratoncito Pérez le ha traído unas tetas”, bromeó entonces el presentador Conan O’Brien. Framing Britney Spears muestra entrevistas de la época en las que hombres adultos le preguntaban a la adolescente de 17 años si era virgen, por qué actuaba prácticamente en bragas y si sus pechos eran auténticos. Su reacción siempre era reír encantadoramente, justificarse y agradecer la pregunta al periodista. “Cuando otras chicas se operaban los pechos, decían ‘sí, ¿y qué?’”, contaba su coreógrafo. “Pero a Britney la educaron para que mintiese sobre sí misma”. En realidad, perdió la virginidad a los 14 años con un chico de su pueblo.
La estilista de Spears alerta en el documental: “En algún momento de nuestras vidas, todas las mujeres nos cansamos de intentar agradar a los demás sistemáticamente”. Britney lo hizo en clave de espectáculo. Empezó a responder con agresividad a los fotógrafos que la asediaban. Se casó en 2004 con un chándal que tenía “sexy mama” incrustado en la espalda. Tuvo dos hijos antes de los 25. Y, de paso, confirmó los prejuicios que tiene la sociedad contra las chicas como ella: Britney Spears era una paleta, una golfa y una mala madre que conducía con su bebé en el regazo. Una choni que fumaba sin parar y llevaba camisetas que decían “soy virgen pero esta camiseta es vieja”. El público deseaba eximirse de la responsabilidad de haberla sexualizado. Pero se quedó mirando, a confirmar hasta qué punto tenía razón.
Los blogs de cotilleo habían crecido a la vez que Britney. Gracias a Internet y a la telerrealidad, cualquier persona podía ser famosa y cualquier anónimo podía fotografiarla. La actividad más mundana ahora podía ser noticia. Las fotografías de Britney en 2007 llegaron a valer un millón de euros. En 2007, Britney supuso el 20% de los beneficios de las agencias de paparazis. La agencia AP declaró que cualquier cosa que ocurriese con Britney era noticia. El fotógrafo Daniel Ramos, que persiguió a la estrella aquellos años, se justifica diciendo que “es que ella siempre nos sonreía, nunca dio señales de que quería que la dejásemos en paz”. ¿Ni siquiera cuando decía “por favor, dejadme en paz”? “A veces nos pedía que la dejásemos de seguir ese día, pero nunca dijo ‘dejadme en paz para siempre’”. En lo peor de su colapso mental, la portada del tabloide US Weekly era una foto de Spears con una única palabra: “Ayudadme”. Nadie tenía intención de hacerlo.
Britney entrando en el baño de una gasolinera descalza. Britney saliendo del coche sin ropa interior. Britney de compras con las medias rotas y sangre menstrual cayéndole por la pierna. Era un fotorrelato de terror sobre el colapso de una celebridad que, en su momento, se asumió como parte del show. Un día de 2004, en un centro comercial, Spears sufrió un ataque de histeria, tiró su Coca-Cola contra la muchedumbre, escupió al suelo y le gritó a una fan: “No sé quién crees que soy, zorra, pero yo no soy esa persona”. El 16 de febrero de 2007, se rapó la cabeza delante de 70 fotógrafos. Gruñó que estaba harta de que los desconocidos le tocasen el pelo: quizá si dejaba de parecerse a Britney Spears la dejarían en paz.
Cuando se vio con la cabeza rapada se puso a llorar. Cogió el coche y condujo durante 48 horas bebiendo Red Bull sin parar, aterrorizada porque creía que unos demonios la estaban persiguiendo, que el cargador de su móvil estaba grabando sus pensamientos. La melena de Britney llegó a alcanzar un valor de un millón de euros en pujas en eBay, que canceló la subasta al no poder verificar que el cabello fuese auténtico.
En septiembre, le obligaron a escenificar un retorno tan triunfal como prematuro y revelador: una actuación en los premios MTV. Estaba claramente desorientada pero sonriente, parecía querer que todo el mundo viera lo que habíamos hecho con ella. La prensa ridiculizó su actuación, sus extensiones mal puestas y su sobrepeso. Perez Hilton, el bloguero que dibujaba penes en la boca de las famosas, la condenó por “faltarle el respeto a los fans”.
Últimamente, obras como Lorena (el documental sobre la mujer que castró a su marido maltratador en 1993), American Crime Story (que reconstruye el juicio contra O. J. Simpson o el asesinato de Gianni Versace) o, en España, El crimen de Alcàsser y Veneno, se dedican a deconstruir la nostalgia. Y demuestran que aquellos escándalos tuvieron implicaciones misóginas, homófobas, racistas o clasistas que pocos se pararon a plantearse en su momento. Tras Veneno, la reacción española estuvo cargada de condescendencia: “no supimos hacerlo mejor”. Tras Framing Britney Spears, la reacción estadounidense tiene más de culpa: sabíamos hacerlo mejor, pero no quisimos.
Por eso el documental tiene la textura de un true crime. Es una parábola sobre la cultura de la celebridad y las diversas formas que puede adquirir la misoginia: violencia era ridiculizar el sobrepeso de una chica que acababa de parir dos veces en un año; violencia era que su novio Justin Timberlake saliese del tráiler donde se acostaron por primera vez para que los operarios de la gira le oliesen los dedos; violencia era que el cantante de rock Fred Durst describiese la frondosidad de su vello púbico. Violencia era ignorar la depresión postparto que sufría una chica de 25 años acosada por cientos de desconocidos que buscaban fotografiarla en la postura más humillante posible. Y violencia era que todo aquello formase parte del show. Britney presentaba varios síntomas de una víctima de abusos sexuales y de agresiones misóginas: autodestrucción, rebeldía irracional, escasa autoestima, relaciones con hombres tóxicos, desesperadas llamadas de atención. Su depredador había sido el público.
La revista Glamour, la cómica Sarah Silverman o Justin Timberlake ya se han disculpado en redes sociales por su rol en la caída de Spears. Hay un movimiento, Free Britney, que busca reivindicarla, con las secuelas mentales que todavía sufre por aquellos años de torbellino. Es un paso adelante en la desestigmatización de las enfermedades mentales. También una perpetuación de la obsesión del público con ellas. Del deseo de que ella sea como se la imagina uno: una princesa atrapada en un castillo esperando a que alguien (un juez, unos fans, un documental) la rescate. Nadie parece ver a Britney Spears como una adulta.
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