Me alegra que Netflix esté capado en Rusia, porque nadie verá allí Érase una vez (pero ya no), y no podrán usarla como prueba de la decadencia absoluta de Occidente. Si el pensador siniestro Alexander G. Duguin, la voz que susurra a Putin y le llena la cabeza de efluvios imperiales y destinos manifiestos para la gran Rusia, viera tan solo 10 minutos del primer capítulo, se reafirmaría en sus ideas de exterminio y purificación y su jefe empezaría a mandarnos tanques. Una sociedad que produce algo así está, en efecto, perdida.
Mi fe en la civilización europea es tan firme que no se ha agrietado tras ver esa cosa, pero casi enfermo de vergüenza ajena e incredulidad, y eso que no escuché la mitad de los diálogos, porque empecé a preguntarme en voz alta cómo era posible que algo tan cutre, tan mal escrito, tan mal planteado, tan rancio y con tan poca gracia se hubiese emitido. Si fuera un trabajo de fin de curso de alumnos de audiovisual de FP, le costaría llegar al aprobado. ¿Nadie se dio cuenta del desastre? ¿Nadie se rebeló en nombre de su pundonor profesional? Tiene mucho mérito superar a El Cid de Amazon o a Por H o por B de HBO, cumbres ambas del cutrerío hispano. Al lado de Érase una vez (pero ya no), parecen rodadas por Scorsese.
Supongo que tendrá su público. Si hay gente que le echa cebolla a la tortilla de patatas y cree que París se parece al de la película Amélie, no hay razón para que esta serie no arrastre multitudes y haga (más) rico a su creador, Manolo Caro, que firmó un culebrón muy digno y absurdo titulado La casa de las flores. Tan solo espero que no traspase el nuevo telón de acero. No hay que dar argumentos a la propaganda del enemigo.
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