Un militar observaba el pasado viernes los restos de la sede del gobierno regional en Mikolaiv.

A 30 kilómetros del frente de la guerra de Ucrania: “No tenemos miedo, nos protege San Nicolás”

Un militar observaba el pasado viernes los restos de la sede del gobierno regional en Mikolaiv.
Un militar observaba el pasado viernes los restos de la sede del gobierno regional en Mikolaiv.Albert Garcia (EL PAÍS)

Hay jubilados en España que pasan la mañana observando la evolución de las obras públicas de su ciudad. Alexander Gavrish y sus compañeros de partida de dómino tienen otra afición, controlan a todo aquel que merodea por la plaza Kashtanovy de Mikolaiv, en el sur de Ucrania. “Estamos aquí vigilando que nadie tome fotos de la plaza o haga cosas extrañas, como ustedes”, dice Gavrish. El miedo de los ciudadanos ucranios a los infiltrados rusos y la obsesión por no difundir información que pueda servir al enemigo llevan a estos pensionistas a aguantar incluso bajo la lluvia y con el estruendo de la artillería amenazando de fondo. El frente de la guerra se encuentra a escasos 30 kilómetros.

¿Tienen miedo? Pregunta el periodista cuando una explosión rompe el silencio de la plaza vacía. “Oh, no, nos protege san Nicolás”, dice señalando la estatua que hay en medio de la plaza, patrón de esta ciudad situada en la desembocadura del río Bug. Pero la mayoría de la población sí tiene miedo: del casi medio millón de personas censadas en Mikolaiv, solo quedan unas 200.000; el resto se han desplazado al Oeste o al extranjero.

Las tropas rusas han ocupado Jersón, a 40 kilómetros, aunque a las afueras de la ciudad, los campos del delta que forman los ríos Bug y Dniéper son el escenario del constante intercambio de artillería y de choques entre unidades rusas y ucranias. Los enviados de EL PAÍS pudieron comprobarlo el pasado viernes en una visita al aeropuerto de Mikolaiv, destruido por los misiles rusos: los cañonazos de la artillería y las ráfagas de fusiles se podían ver y oír a escasos 10 kilómetros. Los soldados pidieron a los periodistas que no lucieran identificaciones de prensa en su vehículo porque, según su advertencia, eso les convertía en objetivo del enemigo.

En la calle Soborna, en el centro de Mikolaiv, muy pocas personas se dejaban ver a la hora del almuerzo. El portavoz del Ejército ucranio en la provincia detalló que como mínimo diez misiles impactaban a diario en la zona urbana. Un misil balístico ruso procedente del mar Negro destruyó el pasado marzo la sede del Gobierno regional de la provincia, una de las imágenes de esta guerra más difundidas por los medios. No lejos de allí, en un solitario paseo sobre el asfalto de la calle Soborna —a duras penas circulan coches—, un matrimonio con un carrito de bebé apuraba un café para llevar. Misha y Kate Govorov tienen un hijo de un año y a diferencia de la mayoría de familias con menores, no han abandonado la ciudad. Argumentan que esta es su casa y que sus padres no pueden ser evacuados por su avanzada edad.

Kate Govorov, de 32 años y fotógrafa de profesión, afirma que se pasó horas llorando cuando vio las imágenes de las ejecuciones de civiles en Bucha, al norte de Kiev. Ella y su pareja admiten que están nerviosos por si se produce un intento de invasión por parte de las tropas rusas desde Jersón. Tienen claro que si eso sucediera, entonces sí saldrían de Mikolaiv en dirección a Kiev.

Los puentes, los astilleros del Bug, los edificios administrativos o las zonas residenciales, ningún rincón se escapa de los ataques indiscriminados con cohetes que caen sobre Mikolaiv. En los núcleos habitados en zona de nadie, en el delta, la violencia de la guerra es todavía más implacable. Natasha Mazurenko tuvo que encerrarse dos días en un sótano después de que su pueblo a las afueras de Mikolaiv fuera ocupado por cuatro columnas de blindados rusos. “No intentaron matar a nadie hasta que tuvieron que retirarse por la contraofensiva de los nuestros. Entonces se despidieron disparando a nuestras casas y saqueando lo que pudieron”.

Un conductor pasaba el viernes junto a un misil sin explosionar en Mikolaiv.
Un conductor pasaba el viernes junto a un misil sin explosionar en Mikolaiv.Albert Garcia (EL PAÍS)

Mazurenko es dependienta en una tienda de caramelos y bombones, sin clientes la mayor parte de la jornada. Ya casi no hay niños en Mikolaiv, y los pocos que quedan, se preparan para salir con sus madres en los convoyes de autobuses que parten varias veces al día hacia la estación de trenes de Odesa. Las imágenes del ataque contra la estación de tren de Kramatorsk sacudieron el ánimo de los vecinos de esta ciudad frente al mar Negro. 57 civiles perdieron allí la vida. Mazurenko afirma que no es posible que en Mikolaiv suceda esto porque confía en la fortaleza de la defensa ucrania, una declaración que muchos de los entrevistados repiten de memoria. Al mismo tiempo, esta joven de 23 años, madre de un niño, admitía que en su pueblo pasó miedo. Otras personas consultadas afirman que Mikolaiv y Odesa no sufren el hostigamiento que padece Donbás, y que aquí una invasión rusa sería un suicidio.

Miedo en Odesa

Pero en Odesa también hay miedo: el sábado 9 de abril se decretó un toque de queda de 24 horas porque las autoridades militares tenían información de un recrudecimiento de las hostilidades aéreas desde la vecina Crimea. En la estación de tren, el temor a una tragedia como en Kramatorsk provocó escenas de pánico entre los pasajeros cuando la tarde del viernes sonaron las alarmas antiaéreas.

El alumbrado público se apaga por la noche en Odesa en zonas consideradas de especial riesgo, para complicar que el enemigo identifique infraestructuras desde el aire. El fin de semana por la noche, en los andenes de la estación de Odesa todo estaba a oscuras, las familias que huían del frente hablaban en voz baja y solo las linternas de los revisores indicaban que, efectivamente, un hormigueo de gente recorría las vías. Una música de salón, antigua y rugosa, como si saliera de una gramola, se emitía por la megafonía. Evocaba a aquella escena de la película Salvar al soldado Ryan en la que los soldados americanos esperaban su destino escuchando a Edith Piaf, entre las ruinas de una villa francesa.

“Nosotros no estamos asustados porque ya tenemos más de 80 años”, proseguía Gavrish desde su banco de vigilante de la plaza en Mikolaiv. “Entre todos impediremos que no vuelva a repetirse lo ocurrido en Bucha aquí. Nosotros somos personas, ellos animales”, decía en un precario ucranio porque, según admitía, su lengua materna —como la de la mayoría en la región— es el ruso. Sus amigos pedían que dejara la cháchara con los forasteros, la partida de dominó debía continuar pese al ruido de la artillería al otro lado del río.

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