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Alex Jones el conspirador que hizo negocio con la desinformacion

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Los padres de dos de las víctimas del tiroteo de Sandy Hook se abrazan tras conocer el fallo contra Jones, este miércoles en Waterbury (Connecticut).MICHELLE MCLOUGHLIN (REUTERS)

Un jurado de Connecticut ha puesto esta semana precio a la mentira, en un notable intento de taponar las vías de agua que la desinformación está abriendo en la democracia estadounidense. El fenómeno de las noticias falsas constituye para el 91% de los ciudadanos un “problema”, y para el 71%, un “problema mayor”, según un sondeo publicado recientemente, pero la condena al fabulador ultraderechista Alex Jones a pagar casi 1.000 millones de dólares [unos 1.028 millones de euros] por propalar que la matanza de Sandy Hook (26 muertos en un colegio de Newtown, Connecticut, en 2012) fue una farsa, parece haber establecido un límite.

Con la más alta instancia judicial del país en manos de una mayoría ultraconservadora, no cunde el optimismo ante la posible reparación legal de bulos y libelos ―como la batalla judicial de la republicana Sarah Palin contra el diario The New York Times, entre otros casos―, pero el varapalo a Jones y su web Infowars, una de las principales plataformas de la conspiranoica derecha alternativa, puede servir de advertencia, sobre todo cuando numerosos candidatos republicanos a las elecciones de medio mandato (en noviembre) siguen sosteniendo, como Jones, que Donald Trump fue víctima de un robo en las urnas en 2020. Las arengas de Jones a los partidarios del magnate contribuyeron a alimentar el asalto al Capitolio en enero de 2021.

Alex Jones, durante su declaración por la demanda de difamación en el caso de la matanza de Sandy Hook, en Waterbury (Connecticut) el pasado 22 de septiembre. Tyler Sizemore (AP)

La justicia ha cuantificado en 965 millones de dólares el precio de la mentira ―a saber, que la tragedia que costó la vida a 20 niños y seis educadores en el colegio Sandy Hook fue un teatro―, pero el condenado también ha sacado réditos del bulo en estos años: a fin de cuentas, en EE UU también la ideología es cuestión de dinero. Ajeno al dolor de las familias de las víctimas, Jones se lucró a través de una red de sociedades pantalla mediante las que amasó una fortuna valorada entre 135 y 270 millones de dólares. Ello demuestra lo rentable que resulta un bulo, si el ventilador se orienta en la dirección adecuada: trumpistas rabiosos; republicanos en general en pie de guerra contra los demócratas, ávidos de vitriolo. Un público fácil y cautivo gracias al efecto multiplicador de las redes.

En vísperas de dos fallos que este verano le condenaron a pagar una indemnización de 50 millones a otros familiares de Sandy Hook, Jones (Dallas, 48 años) presentó el expediente de quiebra de la empresa matriz, Free Speech Systems. La declaración de bancarrota es un proceso administrativo muy común en EE UU para eludir, o cuando menos retardar, la acción de la justicia (fue usado por la farmacéutica Purdue Pharma para frenar miles de demandas por su papel en la crisis de los opioides, o por la Asociación Nacional del Rifle para reestructurarse).

Los peritos que han evaluado las empresas de Jones discrepan de su pretendida insolvencia. Sus ingresos han superado los 50 millones de dólares al año gracias a la venta de suplementos dietéticos, equipos de supervivencia y parafernalia militar publicitados en sus programas. También ha utilizado el juicio de Connecticut, al igual que el del verano pasado en Texas, para pedir donaciones e incrementar la venta de esos productos patrióticos.

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Negacionista, burdo manipulador o conspirador para subvertir el sistema, ¿quién es Alex Jones? ¿El producto de una audiencia deseosa de comulgar con hechos alternativos a sabiendas de su falsedad? Padre de cuatro hijos, Jones es ante todo alguien que no muestra arrepentimiento y ni siquiera ha entendido que la mentira, incluso en el lodazal de la alt right (derecha alternativa), tiene las patas cortas. El condenado transmitió en directo el miércoles el veredicto del jurado de Connecticut en Infowars. “Encubrieron lo que realmente sucedió, y ahora soy el diablo”, dijo. “En realidad estoy orgulloso de verme sometido a semejante ataque”. Al daño moral provocado en las familias por su mentira, se añadió el acoso por parte de sus seguidores a estas.

A lo largo de más de dos décadas de carrera, Jones no ha dejado de propalar patrañas sin fin: sobre el “nuevo orden mundial pedófilo”, eco de aquella teoría disparatada sobre la existencia de una red de pederastia en una pizzería de Washington vinculada a la élite demócrata; sobre el “muerto viviente Biden”; reiteradas diatribas contra los judíos, encarnadas en el financiero George Soros, contra la inmigración y la comunidad trans (“a los niños les cuentan el cuento de que un gordo disfrazado de payaso es una mujer, y eso NO es una mujer”) o, en fin, contra Barack Obama y Hillary Clinton, en su día sus bestias negras favoritas. “Obama y Hillary huelen a azufre, huelen al mismo infierno”, “Obama es wahabí [doctrina rigorista saudí] de línea dura; es Al Qaeda”, son algunas de sus sentencias.

“Nuevo orden mundial”

Las baladronadas de Jones llegaron en ocasiones a los medios masivos, como esta declaración ―o amenaza― formulada en un programa en directo de la CNN en 2013: “Estoy aquí para decirles que 1776 [fecha de la declaración de independencia] comenzará de nuevo si intentan quitarnos las armas de fuego. ¡No renunciaremos a ellas! ¿Lo entienden?”. Su presencia en los medios convencionales apenas si suscitó debate sobre la posible homologación de su discurso: en la sociedad del espectáculo, Jones era un charlatán que daba juego.

De adolescente, criado en un hogar de clase media, fue un lector voraz. Uno de los libros que le marcaron fue None Dare Call It Conspiracy (Nadie se atreve a llamarlo conspiración), escrito en 1971 por un miembro de la John Birch Society, grupo ultraconservador y anticomunista fundado en plena Guerra Fría. Pese a lo que ha cambiado el mundo desde entonces, para Jones se trata del “manual por excelencia para entender el nuevo orden mundial”, un relato febril sobre la supuesta conspiración de la banca internacional para financiar la revolución rusa de 1917.

Su salto a las ondas se produjo tras el baño de sangre (86 muertos) que puso fin al desafío de la secta davidiana en Waco, en 1993, cuando Jones debutó en una pequeña emisora local. Tras el atentado de Oklahoma en 1995, en el que Timothy McVeigh arrasó un edificio federal matando a 168 personas en respuesta al suceso de Waco, se lanzó en tromba a la teoría de la conspiración, insinuando que el terrorista había tenido escolta militar para colocar la bomba y que la acción era un remedo del incendio del Reichstag.

Alex Jones fue de los primeros en pintar un futuro distópico antes de que lo distópico existiese. Pero su escenario mental puede calificarse más bien de alucinatorio: un “nuevo orden mundial” bajo un gobierno global, con eugenesia forzada, campos de internamiento secretos, policía militarizada y el control entre bastidores de una taimada corporación global. Para protegerse, instaba a sus seguidores a construir búnkeres, acaparar alimentos y armas y a una resistencia activa que nunca rechazó la violencia.

La nueva estrategia de seguridad nacional lanzada esta semana por la Casa Blanca ―un documento que cada nueva Administración debe presentar y cuya publicación se retrasó esta vez por la invasión de Ucrania―, nombra a China y Rusia como principales amenazas para EE UU, pero no olvida ese terrorismo nacional o interno que preocupa cada vez más a las autoridades: el de los supremacistas blancos, los partidarios de la teoría del reemplazo o los militantes violentos de las armas. La Casa Blanca sostiene que la democracia está en peligro ―el asalto al Capitolio lo demostró con creces―, mientras los émulos de Jones se multiplican.

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