Amnistía: ¿espíritu del legislador o espíritu de los tiempos?


Últimamente, se ha producido un debate interesante (y en ocasiones acalorado) sobre la conveniencia de revisar la Ley de Amnistía de 1977. El debate se ha activado a raíz de una enmienda acordada entre PSOE y Unidas Podemos a la Ley de Memoria Democrática cuya finalidad es que las leyes españolas se interpreten y apliquen de conformidad con el Derecho Internacional Humanitario, “según el cual los crímenes de guerra, de lesa humanidad, genocidio y tortura tienen la consideración de imprescriptibles y no amnistiables”. La razón para introducir esta aclaración es que los jueces españoles se han acogido a la Ley de Amnistía para impedir que progresen causas judiciales relativas al periodo franquista que, sin embargo, podrían ampararse en el Derecho Internacional Humanitario.

No pretendemos analizar si la enmienda está bien planteada: ni los socios de Gobierno parecen estar de acuerdo a este respecto, ni hay consenso entre los especialistas sobre su eficacia jurídica. Tal como está formulada, será difícil que sirva para modificar la práctica jurídica española. En cualquier caso, sí quisiéramos aprovechar la ocasión para reflexionar sobre la interpretación de lo que se acordó en el pasado y, hasta qué punto, es modificable o no.

Dejando de lado las invectivas entre partidos, solo en este periódico se han publicado artículos de opinión firmados por Soledad Gallego-Díaz, Fernando Vallespín y Juan Luis Cebrián. Los tres, con distinta intensidad, consideran errado el intento de modificar el alcance de aquella norma. Vallespín piensa que la enmienda es un intento de hacer “retroactiva la polarización presente hasta anular el mismo acto fundacional de nuestra democracia”. Con similar tremendismo, Cebrián cree que la próxima Ley de Memoria Democrática “aspira a enterrar el espíritu y la letra de la Transición política española”. También apela a un “consenso historiográfico” sobre la Ley de Amnistía que, entiende, quedó reflejado en el artículo de Gallego-Díaz. Aunque en un tono muy diferente, ambos periodistas recuerdan que la amnistía era una aspiración de la izquierda y que cualquier intento de reforma sería una desautorización de lo que entonces propugnaron las fuerzas progresistas.

La Ley de Amnistía fue fruto de un gran consenso parlamentario, aunque Alianza Popular decidió abstenerse. En el texto final se incluyó un elemento procedente de la propuesta de UCD que no figuraba en las de comunistas, nacionalistas o socialistas: la impunidad de los funcionarios del franquismo. A pesar de su importancia, este asunto no mereció mayor atención. De este modo, la amnistía no solo sirvió para anular los delitos de quienes habían sido condenados por motivos políticos, sino también para proteger al aparato del Estado franquista de cualquier persecución (obsérvese la asimetría entre ambos tratamientos). Que no hubiera un debate sobre esa cuestión se debe a las circunstancias del momento: entonces nadie se planteaba que se pudiera juzgar al franquismo. El control del Ejército, la Policía y parte de la justicia por las élites franquistas era tan incontestable que la izquierda vio como una concesión necesaria, a cambio de la amnistía para la oposición (incluyendo delitos de sangre recientes de ETA), la impunidad del franquismo, pues no entraba en sus planes, ni en los del resto de las fuerzas de la oposición, juzgar a los funcionarios del régimen anterior.

Han transcurrido 44 años y muchas cosas han cambiado desde entonces. Entre otras, la célebre “correlación de fuerzas” que tanto condicionó la Transición, como reconoció el propio Cebrián en las conversaciones con Felipe González publicadas con el título El futuro no es lo que era. Es más, en 1977 ni siquiera se disponía de la información que hoy tenemos sobre el alcance de las atrocidades del franquismo.

Solo desde una visión conservadora del Derecho puede defenderse que la Ley de Amnistía haya de interpretarse hoy exclusivamente en función de lo que entonces dijeron los legisladores. En el debate sobre la Constitución estadounidense de 1787 se llama “originalismo” a la tesis según la cual la interpretación de la norma ha de realizarse según las intenciones de quienes la elaboraron. Son los jueces más conservadores del Tribunal Supremo de Estados Unidos quienes sostienen esta doctrina. En contraste, los “interpretativistas” defienden una interpretación “dinámica” de las normas que incorpore la evolución del sentir de los tiempos. En este sentido, no afirmamos que no haya que prestar atención al debate parlamentario sobre la amnistía, pues solo así podemos entender por qué fue esa la primera norma de la democracia, sino que ello no puede ser el criterio decisivo para formarse una opinión sobre cómo debe interpretarse dicha ley en la actualidad.

España fue uno de los primeros países en democratizarse dentro de la llamada “tercera ola”. La sociedad de entonces empleaba estándares de exigencia política distintos a los actuales. Los políticos españoles tenían pocos precedentes a los que agarrarse, puesto que no se había consolidado aún lo que luego ha sido una práctica común en muchas transiciones a la democracia, la llamada justicia transicional: el conjunto de medidas, judiciales y políticas, destinadas a reparar a las víctimas de crímenes contra los derechos humanos. Ni siquiera se hablaba de comisiones de la verdad, que se popularizarían a partir de la experiencia argentina en 1983. Tampoco había un consenso sobre la necesidad de reducir los ámbitos de impunidad política porque entonces no existía esa demanda y, además, había necesidades que se consideraron más imperiosas, como empezar a acabar con la brutal asimetría establecida por Franco entre vencedores y vencidos, así como estabilizar una democracia amenazada por el ruido de sables y unos niveles de violencia política y represión estatal notables.

El contexto internacional fue cambiando posteriormente y la impunidad de determinados delitos se vio cada vez más cuestionada. Pero España se resistió a adaptarse a las novedades de la justicia transicional. Tampoco sus jueces quisieron llevar a cabo, como sí hicieron algunos de sus homólogos chilenos, una interpretación generosa de la amnistía, tanto excluyendo ciertos delitos de los beneficios de la ley, como optando por investigar y, una vez establecidos los hechos, amnistiar. La interpretación que de esa norma se ha hecho en España es lo que la convierte, de facto, en una ley de punto final. Prueba de ello es que no se ha condenado a ningún cargo franquista por actos de violencia con intencionalidad política.

No es de extrañar, pues, que, en perspectiva comparada, España se haya convertido en un caso singular, y no tanto por lo que se hizo en la Transición, sino por lo que dejó de hacer después. Que una enmienda tan tímida como la propuesta por PSOE y Unidas Podemos levante semejante polvareda es la mejor demostración de que aquí se ha enquistado una visión excesivamente autocomplaciente de la Transición.

No estamos proponiendo que se cuestione cómo se llevó a cabo la Transición. El franquismo no podía sobrevivir a Franco, pero el control del Estado por parte del régimen se aflojó muy lentamente. No hubo muchas posibilidades de ir más lejos en aquellos años turbulentos. Con todo, a medida que la democracia se asentó y se alejó el peligro golpista, surgieron oportunidades que apenas se exploraron. Por eso, no se trata de condenar la Transición ni de traicionar su espíritu, sino de completarla y actualizarla, aunque sea con décadas de retraso.

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