De la selva a la casa de Kamala Harris: el viaje de los migrantes que Texas usa como arma política

De la selva a la casa de Kamala Harris: el viaje de los migrantes que Texas usa como arma política

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Es jueves, y el reloj digital del Observatorio Naval, el más preciso de Estados Unidos, marca las 6:14. Aún es de noche cuando un autobús cargado con 41 migrantes (11 de ellos, niños) aparca a las puertas de la casa de Kamala Harris. Partieron el martes de Eagle Pass, en la frontera de Texas con México. Son todos venezolanos, menos uno: cubano. Apostados en una garita al lado del reloj, los miembros del servicio secreto encargados de custodiar la residencia de la vicepresidenta de Estados Unidos no se inmutan; asisten a este espectáculo varias veces por semana desde que el 16 de septiembre el gobernador republicano de Texas, Greg Abbott, empezó a enviar aquí algunos de los autobuses que desde el pasado abril fleta como un arma arrojadiza a santuarios demócratas como Washington, Chicago o Nueva York. Eric Adams, alcalde de esta última ciudad, cuyos albergues están en niveles de ocupación históricos, declaró este viernes el estado de emergencia. “Necesitamos ayuda, y la necesitamos ya”, dijo Adams.

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Estos envíos son la manera de Abbott de denunciar la política migratoria de la Administración de Joe Biden y la presión que recae sobre el territorio que gobierna desde 2015, y, de paso, quién sabe, de arañar unos cuantos votos para las elecciones del 8 noviembre, en las que se juega el puesto. Empezó a descargar inmigrantes irregulares en este desangelado tramo de la calle Massachusetts en respuesta a unas poco afortunadas declaraciones de Harris en televisión, que dijo que la frontera es “segura” (los agentes han interceptado a 2,15 millones de personas durante este año fiscal, un 24% más que en el ejercicio anterior). A Abbott se le encendió una luz: ¿por qué no llevar el drama migratorio de la puerta sur de Estados Unidos a la puerta de Harris? La vicepresidenta, como sus antecesores desde los tiempos de Jimmy Carter, vive en los terrenos del Observatorio, al otro lado de la garita de seguridad y el preciso reloj, en una elegante mansión del siglo XIX.

Los viajeros emergieron el jueves del autobús, tras un viaje de 2.800 kilómetros, con caras cansadas y tiritando de frío. Muchos iban en chanclas, porque les confiscan los zapatos al llegar a Estados Unidos. En realidad, les quitan casi todo lo demás también. Sus posesiones cabían en unas bolsas de plástico a las que se aferraban para darse calor: nada ni nadie los había preparado en Texas para este viaje al crudo otoño de la Costa Este, que esta semana se echó sin avisar sobre Washington. Tampoco saben gran cosa sobre por qué los han escupido de madrugada aquí; tan solo han aceptado subirse al autobús para continuar su viaje hacia “un futuro mejor”.

Tras una breve bienvenida, un grupo de voluntarios de la ONG local de origen español Samu First Response, que trabaja en la zona desde 2017, los reparte en dos minibuses prestados por el ayuntamiento para conducirlos a la estación de tren, en la otra punta de la ciudad. El cubano, Orange Márquez, se queda; lo ha venido a buscar su novia, que es cantante como él. La conoció hace “tres años en las redes sociales”. Ella vive en Washington, y piensan casarse.

Jhonarti y Yanmari Pacheco, de 22 y 18 años, con su hijo, de un año, a su llegada a Washington tras siete meses de viaje desde Venezuela. Xavier Dusaq

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En la estación les dan un tentempié, y les cogen los datos. Tras el almuerzo, la mayoría tomará un autobús a Nueva York, su destino final. “Muchos tienen familia o amigos, o simplemente les suena más aquello que esto, por las películas, o porque les han dicho que allí hay más oportunidades”, explicó Orlando, uno de los trabajadores de la ONG.

A Nueva York se dirigían los ocho miembros de la familia Pacheco: Jonathan y María, de 39 y 42 años, y sus cuatro hijos, de 22, 20, 17 y 14. El mayor llegó con su esposa, de 18 años, y su bebé de un año, que se rompió el brazo por el camino y “tiene dos clavos”, explica la madre. La joven pareja salió de Ciudad Ojeda, en el Estado de Zulia, hace siete meses, rumbo a Perú. Ese es otros de los nuevos patrones que se observa en la reciente inmigración venezolana: primero prueban suerte en países como Colombia o Perú, y, en vista del recibimiento que les dan, deciden continuar viaje hacia el norte.

La otra parte de la familia lleva cuatro meses viajando a pie para cubrir unos 6.000 kilómetros. El patriarca trabajaba en una petrolera, hasta que dejó de haber trabajo. Los niños hace tiempo que abandonaron los estudios. “Vendimos lo poco que teníamos cuando se acabaron las opciones y echamos a andar”, dijo Jonathan Pacheco. Caminaron “días y noches, bajo la lluvia”, por el Tapón del Darién, la tupida selva que separa Colombia de Panamá y que se ha convertido en una nueva y peligrosa ruta migratoria que cruzaron 30.000 migrantes solo en agosto, según las autoridades panameñas (23.000 eran venezolanos). Una vez en la tierra prometida de Estados Unidos, los agentes les quitaron “los teléfonos móviles y los cepillos”. “Llevamos cuatro días sin limpiarnos los dientes”, se lamentaba uno de los adolescentes. A su lado, el padre se tocaba el mentón dolorido por un culatazo que le asestó uno de esos contrabandistas de personas a los que llaman “coyotes”. Ninguno sabe una palabra de inglés.

Samu trabaja, junto a otras organizaciones como Caridades Católicas y Carecen, en colaboración con el ayuntamiento de Washington. La alcaldesa cedió a los primeros la gestión de la “respuesta inmediata”. El 8 de septiembre, Muriel Bowser declaró la emergencia pública en la ciudad y creó una oficina de servicios migratorios, que prometió dotar con 10 millones de dólares (una cantidad similar en euros). Entonces, habló de unos 9.400 migrantes llegados en los autobuses de los gobernadores republicanos. Un portavoz del consistorio dijo este viernes que carecían de “actualizaciones a esa cifra”, así que la daban “por buena”.

Migrantes venezolanos esperan a ser atendidos por miembros de la ONG Samu First Response en el sótano de la estación de trenes de Washington, el jueves 6 de octubre.Xavier Dusaq

Los que deciden quedarse en Washington se reparten en dos grupos. Por un lado, están los “hombres solos” (que suman el 60% de las entradas en la frontera, según las cifras oficiales). Se distribuyen entre tres albergues de la zona, con la ayuda de un activista venezolano llamado Matthew Burwick, próximo al equipo del líder opositor Juan Guaidó en la capital de Estados Unidos. Burwick cuenta que muchos de ellos pasan la primera noche en la calle, cuando ya no hay plazas en los refugios para sintecho, y que él, cuando eso sucede, los acompaña en el trance.

Años hasta conseguir el asilo

Por el otro lado, están las familias con hijos menores, a las que desvían a un albergue en Rockville, en Maryland, un poco más al norte. Lo gestiona Samu. En esas instalaciones permanecen de uno a tres días; luego, cuenta Tatiana Laborde, directora ejecutiva en la ONG en Estados Unidos, los derivan a otras organizaciones que “continúan con el trabajo”. Ahí “entran en el sistema”, y empieza un proceso de años hasta que consiguen la residencia como “asilados” con el concurso en la mayoría de los casos de costosos abogados migratorios. Entre tanto, se ganan la vida como pueden trabajando sin papeles.

Laborde explica que la inmensa mayoría de los migrantes que llegan últimamente son venezolanos, nicaragüenses y cubanos “y también algunos rusos”. Para el Departamento de Aduanas y Protección de las Fronteras, todos ellos caen en el apartado de “otros”, el más nutrido, que representa el 41% de las detenciones (seguidos por mexicanos, 34%, y Guatemala, Honduras y El Salvador, que representan el resto de la estadística).

Las razones del espectacular aumento tienen que ver con la pobreza que dejan atrás y con la situación política en esos tres países, con los que, además, Washington no mantiene relaciones diplomáticas. No pueden expulsarlos ni aplicarles el Título 42, esa oscura norma sanitaria desempolvada por Donald Trump que permitía devoluciones en caliente por razones sanitarias durante la pandemia: Biden la tumbó, pero un juez de Luisiana la volvió a poner en pie en mayo. A muchos les empuja también la impresión de que este Gobierno es más transigente con la inmigración que el anterior.

Laborde, que calcula que su ONG ha recibido en Washington a 3.866 personas hasta el pasado jueves, explica que ahora al menos tienen controlado el patrón de las llegadas de autobuses después de unos meses iniciales de caos, atizado por los gobernadores republicanos (que, para defenderse de las críticas, piden que se comparen esas cifras con las que soportan sus Estados a diario). Los transportes de Arizona, que se sumó a la iniciativa de Abbott, son los más metódicos. Avisan con tiempo y descargan donde les indican desde Samu: en una iglesia en Capitol Hill o en Union Station. De las coordenadas de los de Texas, los de la casa de la vicepresidenta, se enteran “de manera extraoficial” a veces solo con unas horas de antelación.

Y luego hay un tercer grupo: los aviones que el gobernador de Florida Ron DeSantis, también republicano, piensa enviar con cargo al dinero público a los “estados refugio” (traducido: demócratas). Los dos primeros llegaron el 16 de septiembre a la exclusiva isla de Martha’s Vineyard, frente a Massachusetts. A bordo viajaban 48 venezolanos, engañados por una mujer de nombre Perla con un pasado como agente de contrainteligencia militar. Al día siguiente se esperaba otro en Wilmington (Delaware), hogar de Biden, pero eso nunca sucedió. Un juez de Texas admitió una demanda contra DeSantis por emplear a los migrantes como “peones políticos”. Esa querella, unida a las urgencias del huracán Ian, que ha causado al menos 119 muertos a su paso por Florida, hicieron que el gobernador, uno de los nombres que con más fuerza suenan dentro de su partido para ser próximo presidente de Estados Unidos, aparcara de momento esos planes.

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