El escultor griego que recurre a la locura del Quijote para salir de la crisis



Poniéndole voluntad y obviando su proximidad a la playa, Katerini tiene algo de manchega: el sol achicharra en verano y un páramo de ortigas rodea el escueto núcleo urbano. Con una población de unos 55.000 habitantes, la brisa corre entre la broza y se pierde en la ladera del Monte Olimpo, ese gigante de roca desde el que gobernaban los dioses mitológicos. En una calle escorada, además, se rinde pleitesía al personaje más característico de la región española: el escultor Kostas Kamperidis forja en metal diferentes figuras de Alonso Quijano, Don Quijote.
Cree este griego de 50 años que el protagonista de la obra de Cervantes es el mejor asidero ante la incertidumbre de los tiempos. “Empecé en 2008, con la anterior crisis. Pensaba que había que alzar al Quijote como un símbolo del optimismo. Quería enfrentar la locura contra la lógica. La locura del optimismo contra la realidad de las cosas”, analiza Kamperidis desde una butaca del taller, liándose un cigarrillo y sosteniendo un destornillador de proporciones colosales. Durante el crac económico, cuando su país se sumía en tasas de hasta el 30% de desempleo y la Unión Europea inyectaba fondos para rescatarles del naufragio, este vecino tuvo sueños repletos de fantasmas.
“Fueron la inspiración, la llama. Me pareció que había que combatir la coyuntura a base de la espontaneidad del Quijote y del amor, del eros, que va siempre unido a él, encarnado en Dulcinea”, analiza. Aunque aluda a ese periodo como el origen, en realidad a Kamperidis le visitó el hidalgo mucho antes. En el colegio le llevaron a una adaptación teatral de la obra cervantina. El rostro del personaje, con toques de majara e iluminado, le marcó. El martillo y el soplete no tardaron: su padre, herrero artesanal, le enseñó el oficio. De los instrumentos para la labranza pasó a la creación artística. “Vengo de una generación que trabajaba a mano. Y era experto en barandillas”, concreta.

Una de las obras de Kostas Kamperidis.

Influenciado por el barcelonés Julio González o por el italiano Alberto Giacometti, del que cuelga un retrato en sus paredes, Kamperidis viró hacia lo artístico. “En 2010 me puse a experimentar. Pero sin ningún estilo concreto: lo que salga, sale; si no me gusta, lo dejo”, aduce. A su alrededor se amontonan tallas de distintos tamaños y formas. Se adivina al caballero de la triste figura entre círculos de metal, perfiles enjutos o tiras rizadas como caballos galopando. También incluye a su escudero, Sancho Panza, o iconos de la península Ibérica como los toros. En una, la lanza sale del sombrero: “es una prolongación del cerebro”.
Y eso que nunca ha estado en España, a pesar de que su esposa —Eirini Grigoriadou, que ayuda traduciendo— vivió 15 años en Barcelona. “Me encantaría. Iría directo a ver los edificios de Gaudí”, afirma. Esa quimera de ver los emblemas del modernismo catalán o los molinos que cegaron a Don Quijote tendrá que esperar. La pandemia de coronavirus ha detenido obligatoriamente los planes. “La hemos experimentado dentro de un estado de confinamiento y angustia, aislados en nuestros espacios-celdas como si se tratara de algo ficticio, irreal, cuyos efectos, sin embargo, han sido muy reales”, comenta por correo tiempo después de haber visitado su taller.
La actualidad le hace volver a su novela de cabecera. Kamperidis describe estos instantes como “una pesadilla real”. “Esta vulnerabilidad, inseguridad y estado de pánico que vivíamos ante una amenaza de lo humano, de nuestra existencia, parece habernos permitido ver la tremenda crisis social, política y económica de nuestra época y de qué modo actúa sobre nuestros comportamientos y sentimientos”, cavila, relacionándola con su referente: “El Quijote vería en esta realidad inquietante una oportunidad para conquistar valores más humanos, luchar contra la injusticia, reconsiderar la ética de las sociedades y, en definitiva, replantear el significado de la humanidad”.

No es casual, sostiene, que mediante esta epidemia hayamos sentido la necesidad de subvertir “los modelos predeterminados de una sociedad pasiva”. Ni que haya emergido la cuestión de la solidaridad. “Nos ha hecho conscientes de que cada uno de nosotros podría identificarse con el valor humano y comunitario que conlleva la figura del Quijote”, reflexiona, “curiosamente, frente a la soledad se han manifestado algunos comportamientos que llevaría a cabo este personaje”. Según afirma, Don Quijote personifica esa locura que “callamos o escondemos por el control de la sociedad”.
Para Kamperidis, su actividad es un interrogante abierto. Lanza al aire la hipótesis de pensar y actuar diferente. De seguir un ideal, aunque se tilde de chifladura. “No va a cambiar nada, pero al menos la gente ve una obra que les cuestiona”, argumenta. Él, desde la periferia de Katerini, concibe el arte como un proceso, no como un negocio. “La alegría está en el resultado, no en la venta”, defiende. “No creo en un star system del arte. Mi trabajo empieza y acaba aquí”, zanja, señalando la butaca sobre la que cabalga. Un particular rocín flaco donde modela esculturas del viejo soñador y vislumbra un paisaje que, con imaginación quijotesca, se asemejaría a algún lugar de La Mancha.


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