El Hierro, la isla de los migrantes fantasma


Un goteo de pateras ha convertido a la pequeña isla de El Hierro en un punto caliente de llegadas a Canarias. En cuatro meses, 919 migrantes han desembarcado en este paraíso volcánico, el último pedazo de tierra al que agarrarse antes de que el cayuco se pierda definitivamente en el Atlántico. Nunca se había vivido una presión migratoria tan fuerte en tan poco tiempo en esta isla, pero al pasear por sus barrios empinados hay algo intrigante: no hay un solo negro en la calle.

Sus 11.000 vecinos saben que existen y dónde se alojan; algunos restaurantes han sido contratados para servirles la comida, pero casi nadie los ha visto. Están encerrados en centros improvisados, escondidos, encadenando cuarentenas por la falta de medidas adecuadas de aislamiento, y la mayoría ni siquiera puede atravesar la puerta para tomar un poco el sol o dar cuatro patadas a un balón. Son invisibles para los herreños, pero desde su aislamiento se quejan a EL PAÍS de frío y de hambre, de duchas rotas y de estar recluidos como “animales”.

En El Hierro quedan 362 migrantes, todos en cuarentena, a la espera de su alta epidemiológica. La mayoría son senegaleses y malienses, y casi 200 de ellos llegaron a la isla en 2020. Algunos esperan ese certificado médico desde noviembre. La demora hasta ser trasladados a Tenerife, la única isla con conexión por barco y donde acabarán acogidos, se les hace insoportable. En todas las pateras ha habido algún caso de coronavirus, lo que ha obligado al pasaje entero a aislarse durante 10 días como contactos estrechos. Hasta ahí, nada fuera de lo común, es lo que ocurre en todas las islas. Pero El Hierro, el punto más occidental de Canarias, al que llegan perdidos y arrastrados por las corrientes, es distinto. Un lugar pequeño, sin recursos y olvidado en la vorágine que ha provocado la llegada al archipiélago de más de 25.000 personas desde enero de 2020.

Desbordado, el Cabildo —sin competencias y sin ayuda estatal— cedió cuatro espacios para acoger a los desembarcados mientras cumplen la cuarentena. Otros dos son propiedad del Gobierno canario. Entre ellos hay un polideportivo con goteras donde se hacinan 190 personas, un centro de lucha canaria que los vecinos describen como una “nevera” o un centro de día para mayores donde los 64 positivos se amontonan en una sala. En teoría se les debería aislar por grupos de una misma embarcación, pero, según se intensificaba la llegada de pateras, se les ha ido mezclando. Hombres, mujeres, niños, positivos, negativos… Los migrantes que empiezan a cumplir su aislamiento de diez días se ven obligados a convivir con integrantes de un nuevo cayuco entre los que surge un infectado. Y vuelta a empezar. Algunos, hasta seis veces.

Jean, electricista senegalés de 22 años, llegó el 7 noviembre en un cayuco en el que viajaban 159 personas y un cadáver. Partieron de Senegal, al séptimo día se les acabó la gasolina y quedaron a la deriva una semana más hasta que los rescataron. El joven, que no da su verdadero nombre para evitar represalias, ya está en Tenerife, pero pasó dos meses y 20 días encerrado en El Hierro. “Me hicieron cinco test y di negativo en todos, pero seguía sin poder asomarme a la calle. Mientras tanto me cambiaron de centro dos veces y siempre llegaba gente nueva. Cuando preguntabas por qué no podíamos salir nos decían: ‘Ustedes están en cuarentena’. ¿Cuarentena de dos meses, en serio?”, se pregunta en español. “Si una persona estaba enferma le daban paracetamol, daba igual que fuese un dolor de muelas, de estómago o una herida en el pie. A veces había peleas por el estrés. Un día nos trajeron un televisor y eso alivió un poco el malestar”, recuerda. En un sexto test acabó dando positivo y le trasladaron a un tercer centro donde cumplió otro aislamiento de 14 días hasta que pudo viajar a Tenerife.

“La covid ha introducido una complejidad tremenda en la gestión. Lo intentamos, pero no tenemos instalaciones suficientes para separarlos”, reconoce el presidente del Cabildo insular, el socialista Alpidio Armas. “El Gobierno central no ha tenido la respuesta que debería haber dado a esta crisis, ni en El Hierro ni en Canarias”, se queja. “Nuestras competencias en inmigración son 0, pero estamos siendo solidarios y receptivos y damos la respuesta que podemos”.

La Cruz Roja, contratada por el Gobierno para gestionar los centros donde están aislados los migrantes, protege con celo desmedido su perímetro, a pesar de tratarse de lugares situados en la vía pública. “No des ni un paso más”, “márchense”, “no puedes estar aquí”, “borra las fotos”, fueron algunas de las órdenes recibidas cuando EL PAÍS intentó acercarse a uno de ellos. Empleados de la organización en la isla llamaron dos veces a los agentes de la Guardia Civil para intentar alejar a los reporteros y obligaron a las pocas cabezas que se asomaban curiosas a esconderse en el interior. Los guardias se personaron, escucharon las quejas del personal y se despidieron amablemente. La organización no gubernamental, a la que este periódico se dirigió para conocer el estado de los migrantes, no facilitó el contacto con ellos. Una portavoz de Cruz Roja en Madrid lamentó después la situación vivida, que achacó a la presión que sufren sus trabajadores y voluntarios.

Dentro de los centros, los migrantes, que llevan semanas sin más contacto con el exterior que sus móviles, y, en la mayoría de los casos, sin una ventana a la que asomarse, están deseosos de hablar. Desde el polideportivo, que el jueves amaneció encharcado por las lluvias, Mamadou, un senegalés de 24 años, se declara “harto” de su encierro. Él, que también pide que se preserve su identidad, llegó a la isla en el gran cayuco del 7 de noviembre y asegura que ya va por su sexto test sin saber todavía el resultado. Frente a su puerta hay un pequeño terreno que da a un acantilado y que han acotado con cintas, pero aun así le prohíben sentarse un rato al sol. “Solo quiero salir de aquí. No sabemos por qué estamos encerrados tanto tiempo. Las condiciones no son buenas, está siendo muy duro”, relata por teléfono.

“No los vemos”

El único lugar desde donde puede verse la pista rodeada de gradas en la que duerme Mamadou es el ventanal del gimnasio contiguo adonde van los herreños a ejercitarse. “El otro día estaba corriendo en la cinta y me fijé. Me impactó bastante ver a tanta gente en un sitio tan pequeño. Con niños, con camas, una pegada a la otra, con la basura en el medio… Me parece vergonzoso. No es normal ni la cantidad de tiempo que pasan encerrados ni cómo están encerrados”, denuncia un visitante habitual de la isla. En El Hierro hay que esforzarse para que alguien diga lo que piensa con nombre y apellido. “Aquí sabemos que viene una patera cuando pasa una ambulancia. No los vemos. Presos no van, pero presos están”, cuenta el vendedor de cupones José González. Otros vecinos no muestran la mínima inquietud por no encontrarse con los recién llegados. Algunos han puesto pegas —y hasta llamado a la Guardia Civil— si los ven estirar las piernas en el entorno de sus centros.

La habilitación de espacios adecuados para la cuarentena de los migrantes, el gran problema de El Hierro, es, según un protocolo de la Secretaría de Estado de Migraciones, una competencia de la Consejería de Sanidad de Canarias. Así lo considera también el Defensor del Pueblo. Pero la consejería se resiste a aceptar este documento “aprobado unilateralmente”. Asume el seguimiento sanitario, el aislamiento de los positivos, pero no la obligación de alojar a los migrantes considerados contactos estrechos. “Aun así se da respuesta con los recursos limitados que tenemos”, mantiene una portavoz. Tras meses de peticiones del Cabildo, se ha anunciado, por fin, la rehabilitación de un antiguo centro de acogida que se utilizó durante la crisis de los cayucos en 2006 y que, como el resto de instalaciones en las islas, acabó abandonado. El Gobierno canario se ha comprometido a financiarlo si no recibe ayuda de otras Administraciones.

En un texto que han logrado hacer llegar a EL PAÍS, como si se tratase de un mensaje en una botella, un grupo de migrantes escribe desde su aislamiento: “Las condiciones aquí son insoportables. No nos dejan hacer nada, estamos como prisioneros. No somos delincuentes ni animales. Estamos hartos de lo que nos están haciendo”.


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